Claudia se apartó de él cuando vio que la reina Sia se acercaba corriendo.
—¡Vaya! ¡Aquí estáis los dos! Querido, hoy tenéis mucho mejor aspecto.
Finn hizo una reverencia, incómodo. Claudia se inclinó educadamente junto a él. La reina hizo caso omiso de la chica, tomó a Finn del brazo y se lo llevó.
—Venid a sentaros conmigo, muchacho. Tengo una sorpresa increíble para vos.
Condujo a Finn hasta la carpa y le mandó que se sentara junto a ella, en sendos tronos dorados. Dio unas palmadas para ordenar a un sirviente que le llevara más cojines.
—Supongo que ya se cree el rey.
La voz arrastrada sonó justo detrás de Claudia, y cuando se dio la vuelta, vio a Caspar, con el jubón desabrochado y una copa medio vacía en la mano.
—Mi supuesto hermanastro.
—Apestáis a vino —murmuró ella.
Él le guiñó un ojo con resentimiento.
—Te gusta más que yo, ¿verdad, Claudia? Ese ladrón sarnoso y bruto. Bueno, pues no te acerques demasiado. Mamá ha sacado las uñas y te ha puesto el ojo encima. Estás acabada, Claudia. Sin tu padre para protegerte, no eres nadie.
Furiosa, Claudia se alejó de él a grandes zancadas, pero Caspar la siguió.
—Mira con atención. Observa cómo mamá hace su primer movimiento. La reina es la pieza más poderosa del tablero. Y podrías haber sido tú, Claudia.
La reina Sia pidió silencio. Luego dijo con su voz sedosa:
—Queridos amigos, tengo una noticia excelente. El Consejo de los Sapienti ha mandado el recado de que todo está dispuesto para la Proclamación del Heredero. Todos los edictos han sido redactados y el derecho de mi queridísimo hijastro Giles a ocupar el trono será aprobado en breve. He decidido celebrar la ceremonia mañana en la Sala de Cristal, e invitaré a todos los embajadores para que vengan a nuestro Reino, así como a la Corte entera, para que la presencie. Y después, ¡baile de máscaras para todos!
Los cortesanos aplaudieron, las mujeres susurraron encantadas. Claudia mantuvo el semblante alegre, aunque al instante se despertó en ella la alerta. ¿Qué pasaba allí? ¿Qué tramaba Sia? Odiaba a Finn. Tenía que haber urdido alguna clase de trampa. Jared siempre había dicho que la reina retrasaría la Proclamación durante meses, y mucho más la Coronación. Y sin embargo, ahí estaba, anunciándola, ¡para el día siguiente!
Los ojos de Sia se encontraron con los de Claudia a través de la multitud alborotada. Mientras reía con esa especie de tintineo tan característico, mandó que Finn se levantase, lo agarró de la mano y levantó una elegante copa de vino para brindar con él.
Todos y cada uno de los nervios de Claudia se tensaron por culpa de la incredulidad.
—Te lo dije —se burló Caspar.
Finn parecía furioso. Abrió la boca pero se topó con la mirada fija de Claudia y mantuvo silencio, aunque estaba a punto de estallar.
—Parece mosqueado —comentó Caspar entre risas.
Claudia arremetió contra él, pero Caspar retrocedió al instante, alarmado.
—¡Puaj! ¡Quita esa cosa apestosa de aquí!
Era una libélula, un centelleo verde de alas titilantes; atacó al chico y Caspar le dio un manotazo, pero no acertó. Entonces aterrizó, con un leve crepitar, sobre el vestido de Claudia.
Antes de que nadie pudiera verla, la joven avanzó dos pasos hacia el lago y se dio la vuelta, diciendo en un susurro:
—¿Jared? Ahora no es un buen momento.
No hubo respuesta. La libélula flexionó las alas. Por un momento, Claudia pensó que se había equivocado, que era un insecto de verdad. Entonces, el animalillo dijo sin resuello:
—Claudia… Por favor. Venid, rápido…
—¿Jared? ¿Qué ocurre? —Elevó la voz sin darse cuenta por la ansiedad—. ¿Algo va mal?
No hubo respuesta.
—¿Maestro?
Un sonido apagado. Un cristal que caía y se hacía añicos.
Al instante, Claudia se dio la vuelta y echó a correr.
Una vez, Incarceron se transformó en dragón, y un Preso entró a hurtadillas en su guarida. Hicieron una apuesta. Se propondrían acertijos el uno al otro y, quien no supiera la respuesta a alguno de ellos, perdería. Si perdía el hombre, entregaría su vida. A cambio, la Cárcel se ofreció a mostrarle una forma secreta de Escapar. Pero en cuanto el hombre accedió, oyó la risa burlona de la Cárcel.
Jugaron durante un año y un día. Las luces no se encendieron en ningún momento. No se retiraron los muertos. No se repartió comida. La Cárcel desoyó las súplicas de sus Internos. Ese hombre era Sáfico. Cuando le tocó el turno de proponer un acertijo, preguntó:
—¿Cuál es la Llave que abre el corazón?
Incarceron pensó y pensó un día entero. Dos días. Tres días. Entonces dijo:
—Si alguna vez supe la respuesta, la he olvidado.
Sáfico en los Túneles de la Locura
Los feriantes se marcharon de la aldea muy temprano, antes de Lucencendida.
Attia los esperó en el exterior de los maltrechos muros, detrás de un pilar de ladrillo del que todavía colgaban unos gigantescos grilletes, tan oxidados que parecían hechos de polvo rojo. Cuando las luces de la Cárcel azotaron con su amargo parpadeo, vio que siete carromatos bajaban ya por la rampa, con la jaula del oso atada a uno de ellos, y el resto cubiertos con artilugios de tela estrellada. Conforme se acercaban, Attia creyó ver que los ojillos del oso se entrecerraban, fijos en ella. Los siete malabaristas idénticos iban caminando junto al desfile de carros y se pasaban bolas unos a otros creando complejas filigranas.
Attia se dio impulso y subió al asiento, al lado del Encantador.
—Bienvenida a la troupe —le dijo él—. La sensación de esta noche tendrá lugar en una aldea a dos horas de aquí, al otro lado de los túneles. Un sitio perdido e infestado de ratas, pero he oído que tienen buenos montones de plata. Tendrás que bajarte mucho antes de que lleguemos. Recuerda, Attia, bonita. Nunca jamás deben verte con nosotros. No nos conoces.
Attia lo miró a la cara. Bajo el crudo brillo de los focos carecía de la juventud que destilaba el personaje disfrazado del escenario. Su piel estaba marcada de costras y su pelo cobrizo era lacio y grasiento. Le faltaban la mitad de los dientes, probablemente, a causa de alguna pelea. Pero sus manos eran firmes a la par que delicadas con las riendas. Los dedos diestros de un mago.
—¿Cómo quieres que te llame? —murmuró Attia.
Él sonrió.
—Los hombres como yo cambian de nombre igual que de chaqueta. He sido Silentio el Visionario Silencioso, y Alixia el Brujo Tuerto de Demonia. Un año fui el Forajido Ambulante, y el año siguiente, el Elástico Descastado del Ala de la Ceniza. Lo del Oscuro Encantador es para cambiar de imagen. Me da cierta dignidad, creo yo.
Sacudió las riendas; el buey rodeó pacientemente un socavón que había en el sendero metálico.
—Pero seguro que tienes un nombre verdadero.
—¿Tú crees? —Le sonrió—. ¿Como Attia? ¿A eso llamas «verdadero»?
Enfadada, arrojó su hatillo de posesiones a los pies del carromato.
—Pues sí, por qué no.
—Llámame Ismael —dijo el hombre, y luego se echó a reír, con una carcajada gutural y repentina que la sobresaltó.
—¿Qué?
—Lo he sacado de un libro ilustrado que leí una vez. Es la historia de un hombre obsesionado con un gran conejo blanco. Lo persigue por un agujero, pero el conejo se lo come y lo lleva en el estómago durante cuarenta días.
Perdió la mirada en la monótona llanura de metal inclinado, en sus escasos arbustos puntiagudos.
—Adivina mi nombre. Venga, es un acertijo, Attia, bonita.
Ella frunció el entrecejo en silencio.
—¿Me llamo Adrax o Malevin o Korrestan? ¿Me llamo Tom Tat Tot o Rumpelstilskin? ¿Me llamo…?
—Olvídalo —cortó ella.
Ahora el hombre la miraba con un punto de locura; la penetraba con unos ojos que no le gustaban en absoluto. La sobresaltó cuando se levantó del asiento de madera y chilló:
—¿Me llamo Edric el Salvaje, el que cabalga el viento?
El buey siguió avanzando, imperturbable. Uno de los siete malabaristas idénticos corrió hacia él.
—¿Va todo bien, Rix?
El mago guiñó un ojo. Como si hubiera perdido el equilibrio, se sentó a plomo.
—Vaya, ya se lo has dicho. Y para ti soy el Maestro Rix, dedos de mantequilla.
El hombre se encogió de hombros y miró a Attia. Discretamente, se dio unos golpecitos con el dedo en la sien, puso los ojos en blanco y continuó caminando.
Attia arrugó la frente. Al principio pensaba que iba colocado de ket, pero a lo mejor se había topado con un lunático de verdad. Había infinidad de locos en Incarceron. Nacidos en la Celda con medio cerebro o desquiciados. Ese pensamiento la llevó a Finn, y se mordió el labio. Pero fuera lo que fuese este Rix, había algo curioso en él. ¿De verdad tenía el Guante de Sáfico, o no era más que un elemento para la función? E incluso si el Guante era el auténtico, ¿cómo iba a robárselo Attia?
De pronto el hombre se quedó callado, taciturno. Parecía cambiar de humor con suma facilidad. Ella tampoco habló, sino que contempló el deslucido paisaje de la Cárcel.
En esta Ala la luz proyectaba un brillo abrasador y mudo, como si algo se quemara justo donde se perdía la vista. Además, aquí el techo estaba tan alto que no se distinguía, aunque mientras los carromatos deambulaban por el sendero, tuvieron que sortear el final de una enorme cadena que colgaba desde arriba; Attia levantó la mirada, pero la otra punta se per día en las mugrientas volutas de humo que semejaban nubes.
Una vez había volado entre las nubes, en un barco de plata, con amigos, con una Llave. Pero igual que Sáfico, había caído muy bajo.
Ante ella se elevaba una sucesión de colinas, con siluetas extrañas y recortadas.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Rix se encogió de hombros.
—Son los Dados. No hay forma de sortearlos por el exterior. El camino sigue por debajo. —La miró de soslayo—. Bueno, y ¿cómo es que una ex esclava ha acabado en nuestra troupe?
—Ya te lo dije. Tengo que comer. —Se mordió una uña y añadió—: Y siento curiosidad. Me gustaría aprender unos cuantos trucos.
Él asintió con la cabeza.
—Tú y todos. Pero mis secretos morirán conmigo, hermana mía. Palabra de Mago.
—¿No vas a enseñarme?
—Sólo el Aprendiz sabrá mis secretos.
No le interesaba demasiado el tema, pero necesitaba descubrir cosas sobre el Guante.
—¿Te refieres a tu hijo?
La sonora carcajada del hombre hizo que Attia diera un salto.
—¡Hijo! ¡Es probable que tenga unos cuantos pululando por la Cárcel! No. Cada mago le enseña la labor de toda su vida a una sola persona: su Aprendiz. Y esa persona sólo aparece una vez en la vida. Podrías ser tú. Podría ser cualquiera. —Se inclinó hacia ella y le guiñó un ojo—. Y lo reconoceré por lo que diga.
—¿Como una especie de contraseña?
El mago se inclinó hacia atrás en muestra de exagerado respeto.
—Exactamente, a eso me refiero. A una palabra, una frase, algo que sólo yo conozco. Algo que mi anciano maestro me enseñó. Un día, oiré a alguien pronunciar esa palabra. Y a ese alguien será a quien enseñe.
—¿También le entregarás tus accesorios mágicos? —preguntó Attia sin perder la calma.
Los ojos del hombre se clavaron en ella. Tiró de las riendas; el buey mugió y se detuvo con repentina torpeza.
La mano de Attia corrió a tocar el cuchillo.
Rix se volvió hacia ella. Haciendo oídos sordos de los gritos de los demás feriantes, que iban detrás, la observó con sus ojos afilados y cargados de sospecha.
—Ahora lo entiendo —le dijo—. Quieres mi Guante.
Ella se encogió de hombros.
—Si fuera el verdadero…
—Claro que es el verdadero.
Attia soltó un bufido.
—Ya, claro. Y te lo dio Sáfico.
—Con tu burla pretendes conseguir que te cuente mi historia. —Rix sacudió las riendas y el buey volvió a avanzar lentamente—. Bueno, pues te la contaré, pero porque quiero. No es ningún secreto. Hace tres años, estaba en un ala de la Cárcel que se conoce como Túneles de la Locura.
—¿Existen?
—Existen, pero no tengas prisa por entrar en ellos. En las profundidades de uno, conocí a una anciana. Estaba enferma, agonizando en la vera del camino. Le di un trago de agua. A cambio, me contó que, cuando era niña, había visto a Sáfico. Se le había aparecido en una visión, mientras dormía en una extraña habitación inclinada. Se había arrodillado junto a ella, se había quitado el Guante de la mano derecha y lo había deslizado bajo los dedos de la niña. «Guárdalo bien hasta que regrese», le dijo.
—Estaba loca —dijo Attia sin inmutarse—. Todos los que entran allí acaban locos.
Rix volvió a soltar esa risa histérica.
—¡Exacto! Yo mismo no he vuelto a ser el que era desde que pasé por los Túneles. Y no la creí cuando me lo dijo. Pero sacó un Guante de entre sus harapos y lo atrapé entre mis dedos. «Llevo toda la vida escondiéndolo», me susurró. «Y la Cárcel lo busca con todas sus fuerzas, os lo aseguro. Sois un gran mago. Con vos estará a salvo.»
Attia se preguntó qué parte de toda la historia sería cierta. Desde luego, la última frase no.
—Así que lo guardaste a buen recaudo.
—Muchos han intentado robármelo. —Volvió a mirarla de reojo—. Pero nadie lo ha conseguido.
Era evidente que tenía sus sospechas. Attia sonrió y atacó:
—Anoche, en la actuación de la plaza, ¿de dónde sacaste toda esa historia sobre Finn?
—Me la contaste tú, bonita.
—Yo te conté que había sido esclava y que Finn… me había rescatado. Pero lo que dijiste sobre la traición, sobre el amor… ¿De dónde lo sacaste?
—Ah. —Hizo una filigrana en el aire con los dedos, como si creara una torre—. Te leí la mente.
—Bobadas.
—Ya lo viste. El hombre, la mujer que lloraba.
—¡Ah, claro! Lo vi… —Dejó que la sorna inundara sus palabras—. ¡Tomarles el pelo con esas chorradas! «Está a salvo en la paz de Incarceron.» ¿Cómo eres capaz de mirarte a la cara?
—La mujer quería oír eso. Y en tu caso, es verdad que amas y odias a ese Finn. —El brillo volvió a sus ojos. Entonces su rostro se derrumbó—. ¡Pero el rugido del trueno! Reconozco que me dejó de piedra. Nunca me había pasado eso. ¿Te vigila Incarceron, Attia? ¿Le interesas por algo en especial?