Sáfico

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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Finn ha escapado de la terrible prisión de Incarceron, pero su memoria le atormenta, porque su hermano, Keiro, sigue dentro.

Fuera, Claudia insiste en que debe ser rey, pero Finn duda incluso de su propia identidad. ¿Es él el desaparecido príncipe Giles? ¿O acaso sus recuerdos no son más que otra obra de su encarcelamiento?

Y ¿puedes ser uno ser libre cuando tus amigos siguen cautivos? ¿Puede uno ser libre si tu mundo está congelado en el tiempo? ¿Si ni siquiera sabes quién eres?

Dentro de Incarceron, el loco brujo Rix ha encontrado el Guante de Safico, el único hombre que ha logrado escapar de la prisión. Si Keiro roba el guante, ¿causará la destrucción del mundo?

Dentro. Fuera.

Todos buscan la libertad.

Como Sáfico.

Catherine Fisher

Sáfico

Incarceron - 2

ePUB v1.0

Siwan
08.08.12

Título original:
Sapphique

Catherine Fisher, septiembre de 2008.

Traducción: Ana Mata Buil

Editor original: Siwan (v1.0)

ePub base v2.0

EL ARTE DE LA MAGIA
Capítulo 1

Según dicen, Sáfico no volvió a ser el mismo después de la Caída. Su mente quedó magullada. Se sumergió en la desesperación, en las profundidades de la Cárcel. Reptó por los Túneles de la Locura. Se refugió en lugares oscuros, con hombres peligrosos.

Leyenda de Sáfico

El callejón era tan estrecho que Attia podía apoyarse contra una pared y dar una patada a la pared opuesta.

Esperó en la penumbra, muy atenta, mientras su aliento se condensaba en los ladrillos que refulgían. El resplandor de unas llamas en la esquina provocaba destellos rojizos en los muros.

Los gritos subieron de volumen, el bramido inconfundible de una muchedumbre exaltada. Oyó aullidos de emoción, carcajadas repentinas. Silbidos y pataleos. Aplausos.

Lamió una gota de condensación que le había resbalado por los labios y probó su salitre, sabedora de que tendría que enfrentarse a ellos. Había llegado demasiado lejos, había buscado durante demasiado tiempo, para rendirse ahora. Era inútil sentirse nimia y asustada. Por lo menos, si deseaba Escapar en algún momento. Se irguió, se acercó al final del callejón y asomó la cabeza.

Cientos de personas se habían arracimado en la plazuela iluminada con antorchas. Se apiñaban de espaldas a ella, y el fuerte hedor a sudor y otros olores corporales era sobrecogedor. Algo retiradas de la multitud, unas cuantas ancianas alargaban el cuello para intentar ver. Los tullidos se agazapaban en las sombras. Los niños se subían a los hombros de sus compañeros, o trepaban por los tejados de las enclenques casas. Unos chabacanos puestos ambulantes de lona ofrecían comida caliente, y el aroma intenso de las cebollas y la grasa dorándose en el asador hicieron que Attia salivara de hambre.

La Cárcel también mostraba interés. Justo por encima de ella, bajo los aleros de paja mugrienta, uno de sus diminutos Ojos rojos espiaba la escena con curiosidad.

Un grito de emoción de la muchedumbre alentó a Attia a erguir los hombros; dio un paso adelante y salió de la calleja con decisión. Unos perros se peleaban por los despojos; los rodeó y pasó por delante de un portal umbrío. Alguien se deslizó por detrás de ella; Attia se dio la vuelta, blandiendo el cuchillo en la mano.

—Ni se te ocurra.

El rufián retrocedió, con los dedos extendidos y una sonrisa. Estaba flaco y sucio, y le quedaban pocos dientes.

—Tranquila, guapa. Me he equivocado.

Observó cómo el pícaro se deslizaba entre la multitud.

—Ya lo creo —murmuró Attia.

Después enfundó el arma y se abrió paso detrás de él.

Hacerse un hueco no era tarea fácil. Los asistentes estaban muy apretados y expectantes, pues no querían perderse nada de lo que ocurría ante sus ojos; gruñían, reían y suspiraban al unísono. Varios niños harapientos correteaban entre los pies de la gente, y recibían patadas y pisotones. Attia empujó y maldijo, se coló por los huecos, agachó la cabeza para pasar por debajo de algunos codos. Ser pequeña tenía sus ventajas. Y necesitaba llegar a la primera fila. Necesitaba verlo.

Sin resuello y amoratada, se escabulló entre dos hombretones y por fin pudo respirar un poco de aire fresco.

Estaba cargado de humo. Las teas crepitaban por todas partes; ante ella habían acordonado una zona embarrada.

Sentado en el escenario, solo, había un oso.

Attia lo miró con atención.

La piel negra del oso parecía roñosa, tenía los ojos pequeños y de aspecto salvaje. Una cadena tintineaba alrededor de su cuello y, bien escondido entre las sombras, el amaestrador sujetaba el otro extremo: un hombre calvo con el bigote largo y la piel resplandeciente por el sudor. A su lado tenía un tambor, que golpeaba rítmicamente a la vez que daba tirones secos a la cadena.

Poco a poco, el oso se levantó sobre los cuartos traseros y empezó a bailar.

Más alto que un hombre, con pasos extraños y pesados, se puso a dar vueltas, mientras de la boca amordazada le goteaba saliva y las cadenas dejaban marcas ensangrentadas en su pelaje.

Attia frunció el entrecejo. Sabía perfectamente cómo se sentía el animal.

Se llevó la mano al cuello, donde los verdugones y los hematomas de la cadena que había soportado en otro tiempo habían palidecido hasta dejar tenues marcas.

Igual que el oso, ella también había estado encadenada. De no haber sido por Finn, todavía lo estaría. O, lo que era más probable, a estas alturas ya estaría muerta.

«Finn.»

Pronunciar su nombre era como recibir un puñetazo. Le dolía pensar en su traición.

El tambor sonó más fuerte. El oso dio un salto, y el público rugió cuando el animal arrastró con torpeza la cadena. Attia observaba el espectáculo con cara seria. Entonces, detrás del oso, vio el cartel. Estaba pegado a la pared húmeda, el mismo cartel con el que habían empapelado toda la aldea, esas frases que la perseguían allá donde mirara.

Estropeado y húmedo, medio pelado por las esquinas, el anuncio invitaba alegremente:

Attia negó con la cabeza, incrédula. Después de llevar dos meses buscando por pasadizos y alas vacías, por pueblos y ciudades, por llanuras pantanosas y entramados de celdas blancas, después de buscar sin descanso un Sapient, un Nacido en la Celda, alguien que supiera de Sáfico, lo único que había encontrado era un espectáculo mediocre en un callejón olvidado.

La muchedumbre aplaudía y pataleaba. La apartaron a empujones. Cuando volvió a abrirse paso a codazos y recuperó la posición, vio que el oso había vuelto la cabeza hacia su amaestrador, quien intentaba tirar de él, muy concentrado, para introducirlo en la oscuridad con la ayuda de un palo largo. Los hombres que rodeaban a Attia se burlaron del cuidador.

—¡La próxima vez anímate a bailar con él! —bromeó uno de ellos.

Una mujer soltó una risita.

Los del fondo elevaron la voz y pidieron más, algo nuevo, algo diferente; sonaban impacientes y feroces. Los aplausos se volvieron cada vez más lentos. Entonces se agotaron, convertidos en silencio.

En el espacio vacío que quedaba entre las antorchas se erguía una silueta.

Había aparecido de la nada, se había materializado entre las sombras y la luz de las llamas hasta volverse sólido. Era un hombre alto que vestía una túnica negra, la cual resplandecía de un modo extraño gracias a cientos de lentejuelas diminutas; cuando levantó los brazos, sus mangas anchas cayeron a ambos lados. El cuello de la túnica era alto y ceñido a la garganta; en la penumbra, parecía joven, y tenía el pelo oscuro y largo.

Todos enmudecieron. Attia notó que la multitud se quedaba boquiabierta por la sorpresa.

Era la viva imagen de Sáfico.

Todo el mundo sabía qué aspecto tenía Sáfico; existían miles de retratos, grabados, descripciones de él. Era el Alado, el Hombre de los Nueve Dedos, el Único que había escapado de la Cárcel. Igual que Finn, había prometido regresar. Attia tragó saliva, nerviosa. Le temblaban las manos. Las apretó con fuerza.

—Amigos —el mago hablaba en voz baja; la gente aguzó el oído—. Bienvenidos a mi repertorio de maravillas. Creéis que vais a ver ilusiones ópticas. Creéis que voy a engañaros con espejos y cartas falsas, con artilugios ocultos. Pero yo no soy como los demás magos. Yo soy el Oscuro Encantador, y os mostraré la auténtica magia. La magia de las estrellas.

Al unísono, la multitud suspiró.

Porque había levantado la mano derecha y en ella lucía un guante, de tela oscura, en el que se destacaban unos destellos de luz blanca que crepitaban sin cesar. Las teas ancladas en los muros que lo rodeaban se encendieron como bengalas y luego se sumieron en la oscuridad. Una de las mujeres que había detrás de Attia murmuró aterrada.

Attia cruzó los brazos. Observaba con escepticismo, empeñada en no dejarse impresionar. ¿Cómo lo había hecho? ¿De verdad llevaba el Guante de Sáfico? ¿Cómo podía seguir entero? Y ¿albergaría todavía algún extraño poder? Sin embargo, mientras lo contemplaba, las dudas empezaron a escapársele de los dedos.

El espectáculo era fantástico.

El Encantador tenía al público embobado. Cogía objetos, los hacía desaparecer para recuperarlos luego; hacía surgir palomas y Escarabajos del aire; hechizó a una mujer para que se durmiera y la hizo elevarse poco a poco, sin apoyo alguno, hasta quedar suspendida en la humeante oscuridad acre. Sacó mariposas de la boca de un niño muerto de miedo; hizo aparecer monedas de oro por arte de magia y las arrojó a las manos desesperadas de los asistentes, que las atraparon al vuelo; abrió una puerta trazada en el aire y entró por ella, cosa que llevó a la muchedumbre a vitorear y gritarle que volviera, y cuando lo hizo, apareció por la parte posterior del público y se paseó tranquilamente entre el alboroto general. Todos estaban tan absortos y maravillados que temían tocarlo.

Cuando pasó junto a Attia, la chica notó el roce de su túnica contra el brazo; le entró un cosquilleo en la piel y todo el vello de su cuerpo se levantó como presa de la energía estática. El hombre la miró de reojo con sus ojos brillantes, que se toparon con los de Attia.

Desde algún lugar indeterminado, una mujer gritó:

—¡Curad a mi hijo, Sabio! Curadlo.

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