Sáfico (13 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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—Es poco probable que ocurra —dijo Attia con crueldad.

La miró a la cara con el rostro encendido.

—Mira quién habla… Siempre viste con buenos ojos al pobre Finn, ¿verdad?

—Me salvó la vida.

—Dos veces. Una de ellas con mi anillo mágico. Que debería seguir teniendo yo en lugar de haberlo malgastado contigo.

Attia se quedó callada. Estaba acostumbrada a la burla y a los cambios de humor de Keiro. Sólo la toleraba porque le era útil, y ella permanecía a su lado porque, si Finn regresaba algún día, sería para buscar a Keiro. No se hacía ilusiones de lo contrario.

Melancólico, Keiro bebió un trago de cerveza amarga.

—Mírame. Deambulando por el Ala de Hielo, cuando debería estar liderando a una banda de delincuentes, conduciéndolos a alguna emboscada, o adjudicándome la parte del botín que corresponde al jefe. ¡Vencí a Jormanric en una pelea justa! Lo destruí. Lo tenía todo al alcance de la mano y permití que Finn me convenciera para dejarlo. Y ¿qué pasa luego? Él Escapa y yo no.

Sentía verdadera rabia; Attia no se molestó en recordarle que ella había hecho tropezar a su oponente en el momento crítico y le había ayudado a ganar la pelea. En lugar de decirle eso, le aconsejó:

—Deja de lamentarte. Tenemos el Guante. Por lo menos, vamos a echarle un vistazo.

Keiro se quedó quieto un momento, pero después extrajo el saquito de seda que llevaba en el bolsillo. Se lo colgó de un dedo.

—Qué cosa tan preciosa. No te preguntaré cómo descubriste dónde lo guardaba.

Attia se acercó más. Si su intuición le hubiera fallado…

Con cuidado, Keiro aflojó el cordón y sacó un objeto pequeño, oscuro y arrugado. Lo extendió en la palma de la mano y ambos lo contemplaron fascinados.

Era increíblemente antiguo. Y muy diferente de los guantes que Rix se ponía durante la función.

Para empezar, no estaba hecho de tela ni de lana, sino de una piel brillante y escamada, muy suave y flexible. Costaba definir su color; parecía resplandecer y cambiar de tono, entre el verde oscuro y el negro o el gris metálico. Sin embargo, no cabía duda de que era un guante.

Los dedos estaban gastados y rígidos, y alguien había remendado el pulgar con un parche, cosido con puntadas irregulares. En la parte superior habían pegado unos cuantos objetos de metal, imágenes diminutas de un escarabajo y un lobo, y dos cisnes unidos por una fina cadena. Pero lo más inesperado de todo era que los dedos del Guante terminaban en unas garras envejecidas de un tono amarillo marfil.

Keiro se preguntó maravillado:

—¿De verdad será piel de dragón?

—Podría ser de serpiente.

Aunque Attia nunca había visto escamas tan fuertes y lisas.

Lentamente, Keiro se quitó uno de los guantes. Tenía la mano musculosa y sucia.

—No lo hagas.

El Guante de Sáfico parecía demasiado pequeño para él. A decir verdad, parecía hecho a la medida de una mano fina y delicada.

—Llevo toda la vida esperando.

Attia sabía que, en cierto modo, Keiro confiaba en que el Guante cambiara las cosas. Creía que, si se lo ponía, podría anular los componentes metálicos que formaban parte de él, y que, si Finn regresaba a través del Portal para recogerlo, esta vez Keiro sí podría seguirlo, siempre que llevara puesto el Guante. Pero la amenaza de Rix pendía sobre Attia.

—Keiro…

—Cállate, Attia.

Extendió el guante, que crujió ligeramente, y Attia aspiró su olor rancio y antiguo. Sin embargo, antes de que Keiro pudiera deslizar los dedos por el guante, el caballo levantó la cabeza y piafó muy fuerte. Keiro se quedó boquiabierto.

Más allá de la cascada rígida, el Ala de Hielo parecía oscura y silenciosa, desierta en la noche negra. Prestaron atención y oyeron el grave gemido del viento que soplaba a rachas, un eco frío entre las cavidades y carámbanos del paisaje abandonado.

Y luego, algo más.

Un tintineo de metal.

Keiro pisoteó el fuego; Attia se escondió detrás de una roca. Era imposible ocultar el caballo, pero el animal también se quedó quieto como si fuera capaz de presentir el peligro.

Cuando se apagaron las llamas, la noche de la Cárcel se volvió azul y plateada; el torrente congelado de la cascada se retorcía como un mármol grotesco.

—¿Ves algo?

Keiro se apretujó junto a ella, guardándose el Guante dentro de la camisa.

—Creo que sí. Sí, allí.

Un destello, perdido en la tundra. La aurora que se reflejaba en el acero. El parpadeo de la luz de una antorcha.

Keiro maldijo.

—¿Será Rix?

—No me cabe en la cabeza que sea él.

Era imposible que Rix los hubiese alcanzado, no con aquellos carromatos destartalados. Attia entrecerró los ojos y miró atentamente.

Había algo raro ahí fuera. Se cobijaba en las sombras. Cuando la antorcha que llevaba el recién llegado resplandeció, Attia entrevió una criatura grotesca, abultada, como si tuviera muchas cabezas. Tintineaban igual que si su cuerpo estuviera compuesto de cadenas; un escalofrío de terror le recorrió la columna vertebral.

—¡¿Qué es eso?!

Keiro se había quedado petrificado.

—Algo que confiaba no tener que ver nunca.

Su voz había perdido toda bravuconería; al mirarlo, Attia sólo vio un centelleo en sus ojos.

La cosa iba directa hacia ellos. Tal vez oliera el caballo o percibiera el agua congelada. El tintineo adquirió un ritmo fijo, como si aquella cosa marchase con precisión militar. O como si sus patas de ciempiés formasen una legión.

Keiro dijo:

—Súbete al caballo. Déjalo todo.

El miedo de su voz hizo que Attia obedeciera sin hacer preguntas. Pero el caballo también notó el terror y relinchó, un sonido audible en el silencio.

La criatura se detuvo. Susurró. Tenía muchas voces y sus cabezas se volvían las unas hacia las otras, como las de la Hiedra. Entonces empezó a trotar torpemente, de forma extraña; algunos de sus componentes iban cayendo al suelo, pero los arrastraba y los levantaba a trompicones para seguir avanzando. La cosa chilló y maldijo, convertida en una masa oscura y llena de apéndices. Filos de espadas y antorchas resplandecían en sus manos. La aurora verde la iluminaba con su brillo.

Era una Banda Encadenada.

Claudia se quedó mirando al chico, que se incorporó, la vio y sonrió con dulzura.

—¡Claudia! Cuánto has crecido. ¡Estás fantástica!

Caminó hacia ella y, antes de que Claudia pudiera moverse o los guardias pudiesen detenerlo, ya la había cogido de la mano para darle un beso, muy educado.

Anonadada, Claudia preguntó:

—¿Giles?

Al instante se oyó un revuelo. La multitud cuchicheó emocionada, los soldados miraron a la reina. Sia se había quedado de pie, absolutamente inmóvil, como si le hubiera alcanzado un rayo. Con un elegante movimiento, recuperó la compostura, levantó la mano y esperó a que se hiciera el silencio.

Se extendió poco a poco. Uno de los guardias golpeó con su alabarda en el suelo. Los asistentes se apaciguaron en parte, pero continuaron murmurando. Los Sapienti se miraban unos a otros; Claudia vio que Finn daba un paso adelante y escudriñaba al recién llegado con furia.

—¿A qué te refieres con «el verdadero Giles»? ¡Yo soy Giles!

El desconocido se dio la vuelta y lo miró como si fuera un despojo.

—Vos, señor, sois un Preso que ha escapado, y un impostor. No sé qué clase de maldad escondéis ni cuáles son vuestras alegaciones, pero os aseguro que no son ciertas. Yo soy el auténtico heredero. —Se volvió hacia la multitud—. Y he vuelto para reclamar mi herencia.

Antes de que nadie pudiera intervenir, la reina dijo:

—¡Ya basta! Seáis quien seáis, caballero, sin duda os habéis excedido con vuestro atrevimiento. Trataremos este tema en privado. Lores, por favor, seguidnos. —Sus ojos pálidos se clavaron en Finn—. Vos también estáis autorizado a escuchar.

Se dio la vuelta, con porte regio, y los embajadores y cortesanos le hicieron marcadas reverencias. Claudia agarró a Finn cuando pasó junto a ella, pero él soltó el brazo.

—No puede ser él —susurró la chica—. Mantén la calma.

—Entonces, ¿por qué has dicho ese nombre? ¡Por qué lo has dicho, Claudia! —Sonaba furioso. Claudia no tenía una respuesta convincente.

—Estaba… me he quedado aturdida. Tiene que ser un impostor.

—¿Ah sí?

Finn la miró con severidad. Después se dio la vuelta y anduvo dando zancadas rápidas entre la multitud, con una mano puesta en la espada.

La sala era un alboroto. Claudia notó que Jared la agarraba por la manga.

—Vamos —susurró el Sapient.

Corrieron hacia la puerta de la Sala Privada, se abrieron paso a empujones por entre la masa de cuerpos perfumados y desconcertados. Claudia jadeaba, sin resuello.

—¿Quién es? ¿Será un ardid de la reina?

—Si es así, es una actriz excelente.

—A Caspar le falta inteligencia para hacer algo semejante.

—Entonces, ¿habrá sido obra de ciertos animales de acero?

Claudia lo miró fijamente durante un segundo con los ojos muy abiertos. En ese momento, las lanzas de los guardianes de la puerta se cerraron delante de ella.

Atónita, les ordenó:

—Dejadme pasar.

Un lacayo muy nervioso murmuró:

—Lo siento, mi lady. Sólo pueden entrar los Sapienti y los asesores de la reina. —Miró a Jared—. Vos podéis entrar, Maestro.

Claudia sacó pecho. Por un momento, Jared casi sintió pena por ese hombre.

—Soy la hija del Guardián de Incarceron —dijo Claudia con una voz que cortaba el hielo—. Y ahora apártate, antes de que me asegure de que te trasladan al lugar más inhóspito y lleno de ratas que hay en este Reino.

El lacayo era joven. Tragó saliva.

—Señora…

—Ni una palabra. —Lo miró impasible—. Muévete y punto.

Al principio, Jared se preguntó si iba a funcionar. Y entonces oyó un murmullo divertido tras ellos.

—Vamos, déjala entrar. ¿Qué daño puede hacer? No me gustaría que te perdieras la parte más divertida, Claudia.

Al ver la sonrisa burlona de Caspar, el lacayo se encogió de hombros. Los guardias se dispersaron.

Claudia se apresuró a pasar entre ellos rozando la puerta. Jared esperó e hizo una reverencia, y el príncipe corrió tras ella, con su guardaespaldas pegado como una sombra. El Sapient entró el último y oyó el clic de la puerta, que se cerró a su espalda.

La Sala Privada no era más que una cámara pequeña que olía a rancio. Los asientos eran de piel roja muy antigua, dispuestos en forma de herradura; la reina se hallaba en el centro y sobre su cabeza pendía el escudo de armas de la familia real. Los consejeros se sentaron y los Sapienti se reunieron detrás de ellos. Como no sabía dónde colocarse, Finn se quedó de pie cerca de la reina, intentando obviar la sonrisa de Caspar, el modo en que se inclinaba hacia delante y le decía algo a su madre al oído, tras lo cual ella ahogaba una risita.

En cuanto entró, Claudia se colocó junto a él con los brazos cruzados. No se dijeron nada el uno al otro.

—¿Y bien? —La reina se inclinó hacia delante con elegancia—. Podéis acercaros.

El chico de la túnica amarilla se detuvo en el centro de la herradura. Todos los ojos estaban fijos en él, pero parecía de lo más tranquilo. Finn lo observó con un desprecio instintivo. La misma altura que él. Pelo castaño y ondulado. Ojos marrones. Sonriente y seguro de sí mismo.

Frunció el entrecejo.

El desconocido dijo:

—Su Majestad, lores. Mi alegación es rotunda, aunque comprendo la gravedad que encierra. Pero es mi intención demostraros que lo que digo es cierto. Os aseguro que soy Giles Alexander Ferdinand de Havaarna, lord de las Islas del Sur, conde de Marly, Príncipe Heredero de este Reino.

Se dirigía a todos, pero sus ojos se quedaron clavados en la reina. Y apenas por un segundo, en Claudia.

—Mentiroso —murmuró Finn.

La reina le reprendió:

—Silencio he dicho.

El Impostor sonrió.

—Me crié entre todos los presentes hasta que cumplí los quince años. Muchos me recordaréis. Vos, lord Burgogne. Seguro que recordaréis las veces que os pedí prestados vuestros fantásticos caballos de pura raza, así como la ocasión en que perdí vuestro azor en el Gran Bosque.

El consejero, un anciano con una capa negra de piel, parecía perplejo.

—Por su parte, mi lady Amelia recordará el día en que su hijo y yo nos caímos de un árbol, disfrazados de piratas, y estuvimos a punto de abalanzarnos sobre ella.

Esbozó una sonrisa cordial. Una de las damas de la reina, presente en la sala, asintió. Se había quedado pálida.

—Sí, sí, fue así —susurró—. ¡Cuánto nos reímos!

—Ya lo creo. Y tengo muchos recuerdos como ése. —El Impostor cruzó los brazos—. Caballeros, os conozco a todos. Puedo deciros dónde vivís, sé el nombre de vuestras esposas. He jugado con vuestros hijos. Puedo responder a cualquier pregunta que me hagáis sobre mis tutores, o sobre mi querido lacayo personal, Bartlett, o sobre mi padre, el difunto rey, y mi madre, la reina Argente. —En ese momento, una sombra cruzó su rostro. Pero luego sonrió y sacudió la cabeza—… Que es más de lo que puede hacer este Preso, con su supuesta pérdida de memoria, tan oportuna.

Claudia percibió la rigidez tan próxima de Finn como una amenaza.

—Y entonces, ¿dónde he estado todo este tiempo?, os preguntaréis. ¿Por qué se fingió mi muerte? O tal vez ya hayáis oído de boca de mi graciosa madrastra, la reina, que mi supuesta caída del caballo a la edad de quince años fue… planificada, como medida de protección para mi propia seguridad.

Claudia se mordió el labio. Estaba utilizando la verdad para darle la vuelta. Era muy inteligente. O estaba muy bien enseñado.

—Era una época convulsa, de grandes peligros. Existe una organización secreta y siniestra, caballeros, de la que tal vez hayáis oído hablar. Se les conoce como el Clan de los Lobos de Acero. Hace poco que sus planes fueron desbaratados, cuando fracasaron en su intento de arrebatarle la vida a la reina Sia, y cuando su líder, el malogrado Guardián de Incarceron, fue descubierto.

Ahora no miraba a Claudia. Jugaba con el público como un experto, hablaba con voz clara y segura.

—Nuestros espías sabían de su existencia desde hacía años, y conocían su intención de asesinarme. El clan quería mi muerte y la eliminación del Edicto. El fin del Protocolo. Deseaban devolvernos a los terrores y el caos de los Años de la Ira. Por eso desaparecí. Ni siquiera la reina estaba al corriente de mis planes. Me di cuenta de que la única forma de permanecer a salvo era hacerles creer que ya estaba muerto. Y esperar a que llegara el momento apropiado. —Sonrió—. Ahora, lores míos, el momento ha llegado.

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