Aquello era una rebelión, y ahora nada volvería a ser igual.
Habían desafiado el Protocolo. Claudia vestía unos pantalones bombachos oscuros y una chaqueta, mientras que Finn había arrojado a unos matorrales las elegantes prendas del Impostor. Cuando despuntó el alba, llegaron a lo alto de un promontorio y desde allí contemplaron un paisaje dorado, en el que los gallos cacareaban en las hermosas granjas, entre pintorescas casitas brillantes por la nueva luz del sol.
—Otro día perfecto —murmuró Finn.
—A lo mejor no dura mucho. No, si Incarceron se sale con la suya.
Entristecida, Claudia emprendió el descenso de la colina.
A mediodía estaban demasiado cansados para continuar cabalgando y los caballos se arrastraban desfallecidos. En un establo aislado, a la sombra de unos olmos, encontraron paja amontonada en un granero sombrío surcado por algunos rayos de sol, en el que revoloteaban unas moscas perezosas y varias palomas arrullaban desde el techo.
No había nada que comer.
Claudia se acurrucó y se quedó dormida al instante. Si hablaron antes, no lo recordaba.
Cuando se despertó, lo hizo saliendo de un sueño en el que alguien llamaba con insistencia a su puerta, y en el que Alys le decía:
—Claudia, ha venido vuestro padre. ¡Vestíos, Claudia!
Y luego, como un susurro al oído, le llegó la voz sedosa de Jared:
—¿Confiáis en mí, Claudia?
Sobresaltada, se incorporó de repente y suspiró.
La luz empezaba a menguar. Las palomas se habían marchado y el granero estaba en silencio, salvo por un leve susurro en un rincón alejado, que podría haber sido una camada de ratones.
Se inclinó hacia atrás, lentamente, sobre un codo.
Finn se hallaba de espaldas a ella; dormía con el cuerpo enroscado sobre la paja y la espada al alcance de la mano.
Lo observó durante un rato hasta que su respiración cambió y, a pesar de que no se movió, Claudia supo que estaba despierto. Le preguntó:
—¿Hasta qué punto recuerdas?
—Todo.
—¿Por ejemplo?
—A mi padre. Cómo murió. A Bartlett. Mi compromiso contigo. Mi vida entera en la Corte antes de la Cárcel. Aparece… en una neblina, pero está ahí. Lo único que no sé es qué ocurrió entre la emboscada que me tendieron y el día en que me desperté dentro de la celda de Incarceron. Tal vez no lo sepa nunca.
Claudia dobló las rodillas y se sacudió la paja que se le había pegado a los pantalones. ¿Era cierto lo que decía? ¿O le resultaba tan imprescindible recordar que él mismo se había convencido de que lo hacía?
Quizá su silencio revelara sus dudas. Finn se dio la vuelta.
—El vestido que llevabas ese día era plateado. Eras tan pequeña… Y llevabas un collar de perlas. Y me dieron un ramo de rosas blancas para que te lo presentara. Me regalaste tu retrato en un marco de plata.
¿Era un marco de plata? Claudia habría dicho que era dorado.
—Me dabas miedo.
—¿Por qué?
—Me dijeron que tenía que casarme contigo. Pero eras tan perfecta, y tan radiante, tenías una voz tan alegre… Lo único que yo quería era marcharme a jugar con mi mascota nueva.
Claudia lo miró fijamente. Y entonces dijo:
—Vamos. Apenas les llevamos unas horas de ventaja.
Lo habitual era tardar tres días en viajar desde el palacio hasta el feudo del Guardián, pero eso era parándose en alguna posada y desplazándose en carruaje. Ellos habían optado por un galope incesante, fatigoso y exigente, y se habían detenido únicamente para comprar pan duro y cerveza a una chica que había salido corriendo de una cabaña destartalada. Habían dejado atrás molinos de agua e iglesias, anchas colinas donde pacía el ganado, habían sorteado matorrales y zarzas con lana enganchada, habían saltado zanjas y amplias cicatrices en las que crecía la hierba, vestigios de las antiguas guerras. Finn dejó que Claudia fuese la primera. Él ya no sabía dónde estaban, y todos los huesos de su cuerpo le dolían a causa del inusitado esfuerzo de cabalgar tantas horas seguidas. Sin embargo, tenía la mente despejada, más despejada y más tranquila que en cualquier otro momento que recordase. Veía el paisaje con nitidez y brillo; percibía los olores de la hierba pisoteada, el canto de los pájaros, las suaves neblinas que se elevaban desde la tierra, como si fuese la primera vez. No se atrevía a albergar la esperanza de que los ataques de ansiedad hubieran terminado. Aunque tal vez su recuerdo hubiera hecho aflorar cierta fortaleza del pasado, cierta seguridad.
El paisaje fue cambiando poco a poco. Las pendientes ganaron terreno y los campos se hicieron más pequeños, los matorrales más espesos, unidos a unas extensiones descontroladas de robles, abedules y acebos. Cabalgaron durante toda la noche para atravesar los bosques, patearon senderos, caminos de herradura y atajos secretos, mientras Claudia se convencía cada vez más de que sabía dónde estaba.
Y entonces, cuando Finn se había quedado casi dormido sobre la montura, su caballo se detuvo en seco y el muchacho abrió los ojos y miró hacia abajo, para ver una antigua casa solariega, un feudo, pálido por el resplandor de la luna destrozada, con un foso de brillo plateado, con sus ventanas iluminadas por velas, con el perfume de unas rosas fantasmales que endulzaban la noche.
Claudia sonrió aliviada.
—Bienvenido al feudo del Guardián. —Entonces sonrió con descaro—. Me marché en un carruaje cargado de ropa de gala para celebrar mi boda. Menuda forma de volver…
Finn asintió.
—Sí, pero por lo menos has vuelto con el príncipe —dijo.
Todos te amarán si les hablas de tus miedos.
El Espejo de los Sueños a Sáfico
—¿Y bien?
Rix sonrió. Con una reverencia propia de un comediante, señaló el tercer túnel de la izquierda.
Keiro caminó hasta él y asomó la cabeza. Parecía tan oscuro y maloliente como los demás.
—¿Cómo lo sabes?
—Oigo los latidos de la Cárcel.
Había un pequeño Ojo rojo al principio de cada uno de los túneles. Todos ellos observaban a Keiro.
—Si tú lo dices…
—¿No me crees?
Keiro se dio la vuelta.
—Como he dicho antes: tú mandas. Lo que me recuerda otra cosa: ¿cuándo empieza mi formación?
—Ahora mismo. —Rix parecía haberse recuperado de la decepción. Tenía el mismo aire arrogante que al principio; sacó una moneda de la nada ante los ojos de Keiro, la hizo girar y se la mostró—. Practica para aprender a moverla entre los dedos de esta forma. Mira, así. ¿Lo ves?
La moneda se deslizó entre los nudillos huesudos.
Keiro la cogió.
—Seguro que puedo hacerlo.
—Tienes los dedos rápidos de tanto robar bolsos, ¿no?
Keiro sonrió. Tapó la moneda con la palma y luego la hizo reaparecer. Después se la pasó con agilidad entre unos dedos y otros, no con tanta gracia como Rix, pero mucho mejor que Attia, si lo hubiera intentado.
—Aún queda mucho por pulir —dijo Rix con altanería—. Pero está claro que mi Aprendiz es de buena pasta.
Se dio la vuelta, haciendo caso omiso de la chica, y entró en el túnel dando zancadas.
Attia lo siguió. Se sentía decaída y un poco celosa. Detrás de ella, la moneda tintineó al resbalarse de los dedos de Keiro, quien soltó un juramento.
El túnel era alto, con unas paredes lisas que describían un arco perfecto. Estaba iluminado únicamente por los Ojos, colocados a intervalos regulares en el techo, de modo que el brillo rojizo de uno de ellos se distanciaba antes de que el siguiente proyectara sus sombras en el suelo.
«¿Por qué nos vigilas con tanta atención?», quería preguntar Attia. Percibía la presencia de Incarceron, su curiosidad, su anhelo, respirando junto a su oído, como un cuarto caminante entre las sombras.
Rix, que iba el primero, les sacaba una buena ventaja. Además de la espada, llevaba una bolsa al hombro, y en algún lugar, escondido cerca de su cuerpo, el Guante. Attia no tenía armas ni nada que transportar. Se sentía ligera, porque todo lo que sabía o poseía había sido abandonado, desterrado en algún punto pretérito que se desvanecía de su mente. Salvo Finn. Aún palpaba las palabras de Finn como un tesoro entre las manos. «No os he abandonado.»
Keiro iba el último. Su chaqueta de color rojo intenso estaba gastada y algo harapienta, pero llevaba un cinturón pasado por las trabillas con dos cuchillos que había sacado del carromato. Además, se había aseado las manos y la cara y se había peinado. Mientras caminaba, jugueteaba con la moneda entre los dedos, la lanzaba al aire y la recogía; pero en todo momento, mantenía los ojos fijos en la espalda de Rix. Attia sabía por qué. Todavía intentaba urdir un plan para recuperar el Guante. Tal vez Rix ya no quisiera vengarse, pero estaba segura de que Keiro sí.
Al cabo de varias horas, Attia se percató de que el túnel se iba estrechando. Las paredes se hallaban visiblemente más próximas, e iban cambiando de color para volverse de un tono granate. En un momento dado, Attia se resbaló y, al mirar hacia abajo, vio que el suelo metálico estaba mojado con un curioso líquido oxidado, que discurría por la penumbra que tenían ante ellos.
Justo después de ese incidente, se toparon con el primer cuerpo.
Era de un hombre. Yacía empotrado contra la pared del túnel, como si se hubiera visto impelido por una corriente repentina, con el torso arrugado y convertido en poco más que un esqueleto cubierto de jirones.
Rix se quedó quieto ante él y suspiró:
—Pobre despojo humano. Llegó más lejos que la mayoría.
Attia preguntó:
—¿Por qué continúa aquí? ¿Por qué no lo han reciclado?
—Porque la Cárcel está atareada con su Gran Obra. Los sistemas se están colapsando.
Parecía haberse olvidado de que había decidido no hablar con ella.
En cuanto Keiro llegó hasta Attia, murmuró:
—¿Estás conmigo o no?
Ella hizo un mohín.
—Ya sabes lo que opino del Guante.
—Eso es un «no», supongo.
Attia se encogió de hombros.
—Como quieras. Parece que has vuelto a tu papel de perro-esclavo. Eso es lo que nos diferencia a ti y a mí.
La adelantó y Attia clavó la mirada en su espalda.
—Lo que nos diferencia —dijo la chica— es que tú eres una Escoria arrogante y yo no.
Keiro se echó a reír y lanzó la moneda al aire.
En pocos minutos, los desperdicios empezaron a abarrotar el camino. Huesos, carcasas de animales, Libélulas destrozadas, amalgamas amorfas de alambres y componentes aplastados. El agua oxidada fluía sobre los desechos, cada vez con mayor profundidad, y los Ojos de Incarceron lo veían todo. Los viajeros continuaron avanzando a duras penas, con el agua a la altura de las rodillas, y subiendo.
—¿No te importan? —preguntó Rix de repente, como si sus pensamientos hubieran surgido por sí mismos de su cuerpo.
Había fijado la mirada en lo que podría haber sido un medio hombre, con la cara metálica sonriendo bajo una capa de agua.
—¿No sientes nada por las criaturas que reptan por tus venas?
Keiro se había llevado la mano a la espada, pero las palabras no iban dirigidas a él. La respuesta llegó como una risotada; un rugido profundo que hizo que el suelo se sacudiera y las luces parpadearan.
Rix palideció.
—¡No lo decía en serio! No te ofendas.
Keiro corrió hasta él y lo agarró.
—¡Loco! ¡¿Quieres que inunde el túnel y la corriente nos arrastre a todos?!
—No lo hará. —La voz de Rix sonó temblorosa pero desafiante—. Tengo su deseo más anhelado.
—Sí, y si estás muerto cuando se lo entregues, ¿qué más le dará a Incarceron? ¡Cierra el pico!
Rix lo miró a la cara.
—El maestro soy yo. No tú.
Keiro se adelantó y continuó caminando por el agua.
—No por mucho tiempo.
Rix miró a Attia. Pero antes de que la chica pudiera decir algo, el mago continuó avanzando.
Durante todo el día, el túnel siguió estrechándose. Al cabo de unas tres horas, el techo era tan bajo que Rix podía tocarlo con la mano si estiraba el brazo. La corriente de agua se había transformado en un río, que barría y arrastraba objetos: Escarabajos pequeños y marañas de metal. Keiro propuso que encendieran una antorcha, y Rix la encendió a regañadientes; a la luz de su humo acre vieron que las paredes del túnel estaban cubiertas de suciedad, una espuma lechosa que ocultaba inscripciones olvidadas, que parecían llevar siglos allí: nombres, fechas, insultos, oraciones. Y también había un sonido, un susurro que se prolongó en voz baja durante horas antes de que Attia se percatara de que lo oía; un retemblor profundo y palpitante, la vibración que había percibido dentro del sueño en el Nido del Cisne.
Se acercó a Keiro, que se había quedado quieto, escuchando. Ante ellos, el túnel se estrechaba aún más en la oscuridad.
—El latido de la Cárcel.
—Chist…
—Seguro que lo oyes…
—Eso no. Algo más.
Attia, callada, prestó atención, pero sólo oyó los chapoteos de Rix en medio de la corriente, agravados por el peso de la bolsa. Y entonces Keiro soltó un juramento y ella también lo oyó. Con un chillido propio de otro mundo, una bandada de unos pájaros de color rojo sangre salió como una bala de la boca del túnel, disgregándose por el pánico, de modo que Rix tuvo que bajar la cabeza para esquivarlos.
Detrás de los pájaros se acercaba otra cosa. Todavía no veían qué era, pero sí lo oían; daba tumbos y se chocaba raspando los laterales, como si fuera de metal, un inmenso ovillo deforme, una masa arrastrada por la corriente. Keiro sacudió la antorcha, de la que salieron unas chispas; estudió el techo y las paredes.
—¡Atrás! ¡Nos aplastará!
Rix parecía desquiciado.
—¿Dónde quieres que nos metamos?
Attia contestó:
—No hay ningún refugio. Tenemos que continuar avanzando.
No era fácil tomar una decisión. Y sin embargo, Keiro no lo dudó ni un instante. Se echó a correr hacia la oscuridad, chapoteando en el agua profunda, con la antorcha en alto, que desprendía brasas encendidas como estrellas que caían en el torrente. El bramido del objeto que se aproximaba llenó todo el túnel; ante ellos, en la negrura, Attia empezó a distinguirla por fin: una enorme bola de alambres enredados, cuyas aristas reflejaban la luz rojiza, rodaba hacia ellos.
Agarró a Rix y lo obligó a continuar, en medio de la trayectoria de esa cosa, a sabiendas de que era la muerte, con una inmensa oleada de presión formándose en sus oídos y su garganta.