Fría como el hielo, fluía entre tallos y piedras.
Recogió un poco de agua entre las manos y bebió. Estaba tan fría que le hizo toser, pero le supo mejor que el vino. Bebió más y se refrescó la cara, el pelo y la nuca con ese impacto helador. A continuación desenvolvió la jeringuilla que guardaba en la funda y se inyectó la dosis habitual.
Tenía que dormir. Su mente estaba sumida en la niebla, un aturdimiento que lo asustaba. Se arropó bien con la túnica de Sapient y se ovilló entre las hojas ásperas y crujientes. Sin embargo, no pudo cerrar los ojos.
No era el Bosque lo que temía. Era el pensar que podía morir allí mismo para no despertar jamás. Que el caballo merodearía suelto por el Bosque y las hojas del otoño lo cubrirían, que quedaría reducido a un esqueleto y nadie lo encontraría. Que Claudia…
Se obligó a dejar de pensar. Pero el dolor se rio de él. Ese dolor que se había convertido en su oscuro gemelo, que dormía con los brazos aferrados a su cuerpo.
Con un escalofrío se incorporó para sentarse. Se retiró la melena mojada de la cara. Se estaba poniendo histérico. Sabía que no iba a morir allí. Por una razón: había descubierto algo que Finn y Claudia necesitaban saber, poseía información sobre la puerta escondida en el corazón de Incarceron, sobre el Guante. Su objetivo era transmitírsela.
Y por otra razón: era improbable que su muerte fuese tan sencilla.
Entonces vio la estrella.
Era roja y pequeña. Lo miraba. Jared intentó dejar de temblar, enfocar la vista, pero era difícil trazar el contorno del resplandor. O la fiebre le estaba provocando alucinaciones o era una burbuja de metano que brillaba por encima de la superficie. Se agarró a una rama y se puso de rodillas.
El Ojo rojo parpadeó.
Jared alargó el brazo, cogió las riendas y arrastró al caballo para que dejara de pastar, dirigiéndolo hacia la luz.
El cuerpo le ardía, la oscuridad lo empujaba hacia atrás, cada paso era un latigazo de dolor, un escalofrío de sudor. Las ortigas se le clavaban en la piel. Se abrió camino entre los matorrales bajos, entre una nube de polillas metálicas, bajo un cielo donde miles de estrellas vagaban y se deslizaban. Se detuvo debajo de un robusto roble, sin resuello. Ante él tenía un claro con un fuego encendido en el centro, y alimentándolo con brío, había un hombre delgado de pelo moreno. La luz de las llamas jugaba con su rostro.
El hombre se dio la vuelta.
—Venid, Maestro Jared —dijo en voz baja—. Acercaos a la hoguera.
Jared se acurrucó y se agarró a una rama del roble, notando el polvillo de la corteza abultada bajo las uñas.
Entonces, sintió los brazos del hombre que lo rodeaban.
—Ya os tengo —dijo la voz—. Ahora ya os tengo.
Cuando Attia quiso despertarse, se dio cuenta de que no podía. El sueño le pesaba sobre los párpados como si fuera una losa. Tenía los brazos detrás del cuerpo y, por un momento, regresó a la diminuta cuna en la celda que en otro tiempo su familia había llamado hogar, un pasillo angosto donde seis familias se habían instalado en unos destartalados refugios hechos con alambre y malla robados.
Aspiró la humedad e intentó darse la vuelta, pero algo la inmovilizaba.
Se dio cuenta de que estaba sentada con la espalda recta y tenía una serpiente enroscada sobre las muñecas.
Al instante, sus ojos se abrieron como platos.
Rix estaba de cuclillas junto al fuego. Doblaba un paquetito de ket, y medio borroso, Attia distinguió que se metía una porción de la droga en la mejilla y empezaba a masticar.
La chica se sacudió. No había serpiente alguna; tenía las manos atadas detrás del cuerpo y estaba apoyada contra algo cálido y desplomado. Entonces vio que era Keiro. Rix los había atado espalda contra espalda.
—Bueno, bueno, Attia —dijo Rix con voz fría—. Parece que estás algo incómoda.
Las cuerdas le raspaban las manos y los tobillos. Notaba el peso del cuerpo de Keiro sobre los hombros. Pero se limitó a sonreír.
—¿Cómo has llegado aquí, Rix? ¿Cómo demonios nos has encontrado?
Él extendió sus dedos de mago.
—Nada es imposible para el Oscuro Encantador. La magia del Guante me guió, a través de miles de pasillos y galerías desiertas.
Mascó el ket con los dientes manchados de rojo.
Attia asintió. Parecía más flaco y desgarbado, y tenía la cara llena de marcas, costras y suciedad, el pelo lacio y grasiento. La mirada de loco había vuelto a sus ojos.
«Seguro que ya tiene el Guante.»
Keiro se retorcía detrás de ella, como si sus voces lo hubieran despertado. Mientras él se removía, Attia echó un vistazo a su alrededor, vio los túneles oscuros que salían de la cueva, todos ellos estrechos como ranuras. Era imposible que el carromato cupiera en ellos. Rix esbozó su sonrisa desdentada.
—No te preocupes, Attia. He hecho planes. He pensado en todo.
Su voz se ensombreció cuando se acercó a los dos rehenes y dio una patada a Keiro.
—Bueno, bandolero. Esta vez no te ha salido tan bien lo de robar, ¿eh?
Keiro maldijo para sus adentros. Attia notó que se sacudía de nuevo, pues tiró de ella hasta hacerle daño con el fin de girar el cuerpo lo suficiente para ver mejor a Rix. Reflejados de forma grotesca en la sartén de cobre del carromato, Attia vio sus ojos azules, una mancha de sangre en la frente. Pero como era habitual en Keiro, su voz sonó fría y despreocupada.
—No creía que fueras a tenerme rencor por tan poca cosa, Rix.
—No hay nada más mísero que el rencor. —Rix le devolvió una mirada gélida entornando los ojos—. Esto es la venganza. Se sirve fría. Lo juré, y lo haré.
La mano de Keiro estaba caliente y sudorosa. Se aferró a los dedos de Attia mientras decía:
—Seguro que podemos hacer un trato.
—¿Para qué? —Rix se inclinó hacia delante y sacó algo oscuro y brillante de la capa—: ¿Para darme esto?
Attia percibió la absoluta parálisis de Keiro. Su consternación.
Rix extendió los dedos de piel de dragón, alisó las garras quebradas y antiguas.
—Me guiaba. Me llamaba. A través de los pasadizos, a través del murmullo del aire, oía su llamada. Mira cómo su energía estática vibra sobre mi piel.
Se le levantó el vello de los brazos.
Rozó el guante de piel de dragón con la mejilla y sus delicadas escamas crepitaron.
—Esto es mío. Mi toque mágico, mis sentidos. Mi arte. —Los contempló con malicia por encima de la piel de dragón—. Ningún artista pierde su toque mágico. Me ha llamado con insistencia hasta que lo he recuperado.
Attia apretó los dedos de Keiro, que se deslizaban por la cuerda para tocar los nudos. «Está loco», quería decirle. «Es imprevisible. Ten cuidado.» Pero la respuesta de Keiro resultó tranquila y burlona.
—Me alegro por ti. Pero Incarceron y yo tenemos un trato. No te atreverás a…
—Hace mucho tiempo —dijo Rix—, la Cárcel y yo también hicimos un trato. Una apuesta. Una competición de acertijos.
—Pensaba que había sido con Sáfico.
Rix sonrió.
—Y yo gané. Pero Incarceron hace trampas, ¿sabes? Me dio su Guante y me prometió que Escaparía, pero ¿qué Escapatoria existe para quienes estamos atrapados en los laberintos de nuestra mente, bandolero? ¿Qué compuertas secretas hay allí, qué túneles conducen al Exterior? Porque yo he visto el Exterior, lo he visto, y es más grande de lo que podrías imaginar.
Attia se moría de miedo.
Rix le sonrió.
—Attia cree que estoy loco.
—No… —mintió la chica.
—Sí, sí, bonita. Y tal vez tengas razón. —Irguió su cuerpo escuálido y suspiró—. Y ahora, vosotros dos estáis a mi merced, como los recién nacidos del bosque en un cuento que leí una vez.
Attia se echó a reír. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por lograr que continuara hablando.
—Otro cuento no, por favor.
—Su malvada madrastra los dejó en el bosque tenebroso. Pero encontraron una casa hecha de galletas de jengibre y la bruja que vivía en ella los convirtió en cisnes. Se marcharon volando, unidos por una cadena de oro.
Miraba los diminutos cisnes que había prendidos del Guante.
—Muy bien —dijo Keiro con sequedad—. ¿Y luego?
—Llegaron a una gran torre donde vivía un hechicero.
Rix apartó el Guante con delicadeza y empezó a rebuscar en el carromato.
Attia sintió que las cuerdas le abrasaban las muñecas cuando Keiro las sacudió furiosamente.
—¿Y los liberó?
—Me temo que no. —Rix se dio la vuelta. Empuñaba la larga espada que utilizaba en el número del espectáculo, con la hoja bien afilada—. Me temo que este cuento no tiene un final feliz, Attia. Es que, ya sabes, lo habían traicionado y le habían robado. Estaba furioso. Así que tuvo que matarlos.
A tres leguas de la Corte, Attia tiró de las riendas para que el caballo, sin resuello, se detuviera. Miró atrás. La gran amalgama de torres estaba iluminada por cientos de luces; el Palacio de Cristal resplandecía con esplendor. El caballo de Finn frenó en seco junto a ella, con un tintineo del arnés. Finn la miró en silencio.
—¿Sabrá Jared que nos hemos marchado?
—Le mandé un mensaje.
La voz de Attia sonó tensa. Finn la miró a los ojos.
—Entonces, ¿qué ocurre?
La muchacha tardó unos minutos en contestar.
—Medlicote me dijo que la reina había sobornado a Jared.
—Ni hablar. Es imposible que Jared…
—Piensa en su enfermedad. La reina podría haberla empleado en su contra.
Finn frunció el entrecejo. Bajo las estrellas perfectas, la Corte brillaba, tan fría y cruel como un montón de diamantes desperdigados.
—¿Esa enfermedad acabará por matarlo?
—Creo que sí. Él le quita importancia. Pero creo que sí.
Finn sintió un escalofrío al notar la desolación en la voz de Attia, pero ella se sentó erguida y, cuando el viento le despejó la cara, echándole la melena hacia atrás, Finn vio que no había lágrimas en sus ojos.
A lo lejos, retumbó un trueno.
Finn deseaba decir algo que la animase, pero el caballo estaba inquieto, daba coces para denotar su impaciencia, y en la Cárcel, la muerte había sido algo tan cotidiano que no podía permitirse sentirse incómodo ahora sólo por eso. Controló el caballo y lo obligó a avanzar para quedar frente a Claudia.
—Jared es un hacha, Claudia. Le sobra inteligencia, así que es imposible que la reina, o cualquier otra persona, logren manipularlo. No te preocupes. Confía en él.
—Le dije que confiaba en él.
Sin embargo, no se movió. Finn alargó la mano y la cogió del brazo.
—Vamos. Tenemos que darnos prisa.
Attia volvió la cara y lo miró fijamente.
—Podrías haber matado a Giles.
—Debería haberlo hecho. Keiro se habría subido por las paredes si me hubiera visto. Pero ese chico no es Giles. Giles soy yo. —La miró a los ojos—. Mientras estaba allí plantado, apuntándome con la pistola, lo supe. Lo «recordé», Claudia. Lo recordé.
Claudia no podía apartar la mirada de él, anonadada.
Entonces el caballo relinchó y ambos vieron las luces de la Corte, sus cientos de velas, farolillos y ventanas, parpadear y apagarse. Durante un minuto entero, el palacio se convirtió en un agujero negro bajo las estrellas. Claudia contuvo la respiración. Si no volvía la luz… Si eso era el final…
En ese momento, el palacio resplandeció de nuevo.
Finn alargó la mano.
—Creo que deberías darme a Incarceron.
Attia dudó. Luego sacó el reloj de bolsillo de su padre y se lo tendió. Él sopesó el cubo de plata y lo hizo girar en la cadena.
—Cuidadlo bien, señor príncipe.
—La Cárcel está robando la energía de sus propios sistemas.
Finn desvió la mirada hacia el palacio, donde un clamor de campanas y gritos había empezado a extenderse.
—Y de los nuestros —susurró Claudia.
—No puedes. Rix, no puedes. —La voz de Attia sonó seria y grave. Intentaba por todos los medios que él mantuviera la calma—. Es ridículo. Trabajé para ti. Nos enfrentamos los dos juntos contra esa banda de salteadores, y contra la muchedumbre del pueblo apestado. Te caía bien. Congeniábamos. No puedes hacerme daño.
—Sabes demasiados secretos, Attia.
—¡Trucos baratos! Trampas. Cualquiera puede saberlos…
Era la espada de verdad, no la retráctil. Se lamió el sudor que le caía por el labio.
—A lo mejor sí. —Rix fingió recapacitar, y luego sonrió—: Pero, ¿sabes una cosa? Está el Guante. Robármelo fue imperdonable. El Guante me dice que lo haga. Por eso he decidido que primero iré a por ti, y así tu amigo podrá mirar. Será rápido, Attia. Soy un hombre compasivo.
Keiro permanecía callado, como si dejara la situación en manos de ella. Había renunciado a intentar desatar los nudos. Era imposible deshacerlos a tiempo.
Attia dijo:
—Estás cansado, Rix. Estás loco. Y lo sabes.
—He recorrido algunas Alas salvajes. —Blandió la espada con habilidad—. He reptado por algunos pasadizos de locura.
—Y ahora que lo dices —intervino Keiro de repente—, ¿dónde está esa panda de monstruos de feria con la que viajabas?
—Descansando. —Rix se puso más nervioso—. Tenía que moverme rápido.
Volvió a hacer florituras con el arma. En sus ojos brillaba una luz malévola que aterrorizaba a Attia. El ket hacía que arrastrase las palabras.
—¡Mirad! —murmuró—. Buscabais a un Sapient que os mostrara el camino al Exterior. ¡Yo soy ese hombre!
Era la cantinela del espectáculo. Attia se removió, pataleó y se retorció pegada a Keiro.
—¡Va a hacerlo! ¡Ha perdido la cabeza!
Rix se dirigió a una multitud imaginaria.
—El camino que Sáfico tomó atraviesa la Puerta de la Muerte. ¡Yo conduciré allí a la muchacha y la devolveré a este lugar!
El fuego crepitó. Rix hizo una reverencia ante los aplausos imaginarios, hacia las filas de gente emocionada, elevó la espada con una mano.
—La Muerte. Le tenemos miedo. Haríamos cualquier cosa por evitarla. Ahora veréis con vuestros propios ojos cómo reviven los muertos.
—¡No! —jadeó Attia—. Keiro…
Keiro permanecía quieto.
—Imposible. Nos ha atrapado.
El rostro de Rix se encendió con una luz rojiza; sus ojos brillaban como si estuvieran febriles.
—La liberaré. ¡Y la haré regresar!
Con un latigazo metálico que hizo que Attia contuviera la respiración, levantó la espada, y justo entonces, la voz de Keiro, cargada de sorna y deliberadamente pausada, surgió de la oscuridad junto a su espalda.