Sáfico (37 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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—Traédmelos.

Keiro se limpió la sangre de la nariz. Miró a Attia fugazmente. Rix también.

Y esta vez, ella asintió.

Jared se dio la vuelta poco a poco.

—Mi lord de Steen —dijo.

Caspar se inclinó contra el tronco de un árbol. El brillo de su armadura de acero era tan fuerte que hacía daño a la vista; sus pantalones de montar y las botas eran de la piel más fina.

—Veo que mi lord se ha vestido para la guerra —murmuró Jared.

—Antes no erais tan sarcástico, Maestro.

—Lo siento. He pasado una mala racha.

Caspar sonrió.

—Mi madre se quedará de piedra cuando se entere de que habéis sobrevivido. Lleva varios días esperando un mensaje de la Academia, pero no le han enviado noticias. —Dio un paso adelante—. Maestro, ¿lo matasteis con alguna poción mágica de Sapient? ¿O poseéis dotes secretas para el combate?

Jared bajó la mirada hacia sus finas manos.

—Digamos que me sorprendí incluso a mí mismo, señor. Pero ¿está aquí la reina?

Caspar señaló con el dedo.

—Sí, sí. No se perdería esto por nada del mundo.

Un caballo blanco, ensillado con unos aparejos de delicadísima piel igual de blanca, y sobre él estaba Sia, montada a mujeriegas. Llevaba un austero vestido de color gris oscuro. También ella llevaba una armadura que le protegía el pecho, y un sombrero con una pluma. A su alrededor y delante de la reina marchaban los lanceros, con las armas inclinadas formando un abanico perfecto.

Jared se acercó al conde.

—¿Qué ocurre?

—Es una negociación. Hablarán hasta morirse de aburrimiento. Mirad, ahí está Claudia.

La respiración de Jared se detuvo cuando la vio. Estaba de pie en el tejado de la torre de entrada, con Soames y Alys a su lado.

—¿Dónde está Finn? —murmuró para sí mismo, pero Caspar lo oyó y se burló.

—Descansando, supongo. —Sonrió con malicia hacia Jared—. Ay, Maestro Sapient, al final nos ha rechazado a los dos. Admito que siempre me atrajo Claudia, aunque lo de casarme con ella… fue idea de mi madre. Habría sido una esposa demasiado difícil y mandona, así que me da igual. Pero debió de ser duro para vos. Estabais siempre tan unidos… Todo el mundo lo dice. Hasta que apareció «él».

Jared sonrió.

—Tenéis una lengua viperina, Caspar.

—Sí, y os he picado, ¿verdad? —Se dio la vuelta con insolencia—. A lo mejor deberíamos bajar a oír lo que dicen. Mi madre se sentirá muy orgullosa cuando me vea aparecer arrastrándoos entre las filas de soldados y os arroje a sus pies. ¡Me encantaría ver la cara que pondría Claudia!

Jared retrocedió un paso.

—No parecéis armado, mi lord.

—No, no llevo armas. —Caspar sonrió con dulzura—. Pero Fax sí.

Un roce de hojas a su izquierda. Jared volvió la cabeza muy lentamente para quedar frente a él, sabedor de que su libertad se había terminado.

Sentado contra el tronco de un árbol, con un hacha sujeta entre las rodillas y el cuerpo robusto enfundado en una susurrante cota de malla, el guardaespaldas del príncipe asintió, sin atisbo de sonrisa.

—No, hasta que regrese mi padre.

Claudia lo dijo con voz clara y fuerte, para que todos pudieran oírla.

La reina suspiró con agotamiento. Había bajado del caballo y se había sentado en una silla de mimbre delante de la torre de entrada, tan próxima que incluso un niño la habría alcanzado con una flecha. Claudia no tuvo más remedio que admirar su absoluta arrogancia.

—Y ¿qué esperáis lograr, Claudia? Tengo hombres y armas suficientes para volar en pedazos el feudo del Guardián. Y las dos sabemos que vuestro padre, alguien que dirigió un complot para intentar matarme, no regresará jamás. Ahora está donde le corresponde: en la Cárcel. Vamos, sed sensata. Entregadme al preso Finn, y entonces vos y yo podremos hablar. A lo mejor me precipité al tomar decisiones. A lo mejor cabe la posibilidad de que el feudo permanezca en vuestras manos. A lo mejor.

Claudia cruzó los brazos.

—Tendré que pensarlo.

—Podríamos haber sido muy buenas amigas, Claudia. —Sia apartó una abeja que le molestaba—. Aquella vez en que os dije que vos y yo nos parecíamos, hablaba en serio. Habríais sido la próxima reina. Quizá todavía estéis a tiempo de serlo.

Claudia sacó pecho.

—Seré la próxima reina. Porque Finn es el príncipe legítimo, el auténtico Giles. Y no ese mentiroso que tenéis al lado.

El Impostor sonrió, se quitó el sombrero e hizo una reverencia. Llevaba el brazo derecho vendado y en cabestrillo, y una pistola cruzada en el fajín, pero por lo demás, parecía tan apuesto y gentilmente arrogante como siempre. Gritó:

—¡No creéis en lo que decís, Claudia! En el fondo, no.

—¿Eso pensáis?

—Sé que no pondríais en peligro las vidas de vuestros vasallos por la palabra de un ladrón de poca monta. Os conozco, Claudia. Vamos, salid a conversar. Entre todos hallaremos una solución.

Claudia lo miró a la cara. Tembló por una ráfaga de aire frío. Unas cuantas gotas de lluvia le mojaron las mejillas. Contestó:

—Os perdonó la vida.

—Porque sabe que soy su príncipe. Igual que vos.

Por un segundo desesperado, Claudia se quedó sin palabras. Y haciendo gala de su instinto para advertir la debilidad, Sia intervino:

—Confío en que no estéis esperando al Maestro Jared, Claudia.

Claudia levantó la cabeza de repente.

—¿Por qué? ¿Dónde está?

Sia se incorporó y encogió sus estrechos hombros.

—En la Academia, tengo entendido. Aunque he oído rumores de que está muy enfermo. —Sonrió con absoluta frialdad—. Muy, muy enfermo.

Claudia se adelantó hasta agarrar las piedras frías de la almena.

—Si le pasa algo a Jared, lo que sea —susurró—, si le tocáis un pelo, os juro que os mataré con mis propias manos antes de que los Lobos de Acero tengan tiempo siquiera de acercarse a vos.

Se oyó una conmoción a su espalda. Soames le tiró de la camisa. Finn estaba en lo alto de la escalera, pálido pero alerta, y Ralph apareció jadeando detrás de él.

—Si aún necesitara pruebas de vuestra traición, esas palabras bastarían para disipar mis dudas. —La reina hizo un gesto para que le acercaran el caballo, como si la mención de los Lobos de Acero la hubiese alarmado—. Si fuerais un poco más sensata, no olvidaríais que la vida de Jared está en juego, además de la vida de todas las personas que se esconden en esa casa. Porque si tengo que quemarla y reducirla a cenizas para zanjar esta cuestión, lo haré. —Levantó un pie y se apoyó en la espalda doblada de un soldado para darse impulso y montar con delicadeza en la silla—. Tenéis exactamente hasta mañana a las siete en punto para entregarme al preso fugado. Si para entonces no está en mis manos, dará comienzo el bombardeo.

Claudia observó cómo se alejaba.

El Impostor miró con sorna a Finn.

—Si de verdad no fuerais una Escoria de la Cárcel, saldríais por propia iniciativa —le provocó—. Y no os esconderíais detrás de una chica.

Jared se limitó a decir:

—Es una lástima haber burlado a un asesino para caer en las garras de otro.

Caspar asintió con la cabeza.

—Ya lo sé. Pero así es la guerra.

Fax se puso de pie.

—¿Señor?

—Primero vamos a atarlo —ordenó Caspar—, y después lo bajaré hasta el campamento. De hecho, Fax, cuando estemos cerca de las tiendas de campaña, será mejor que te esfumes. —Sonrió a Jared—. Mi madre me adora, pero nunca ha tenido demasiada confianza en mí. Ésta será mi oportunidad de demostrarle qué soy capaz de hacer. Mostrad las manos, Maestro.

Jared suspiró. Levantó las manos y entonces la palidez se apoderó de su rostro; trastabilló y estuvo a punto de caerse.

—Lo siento —susurró.

Caspar sonrió a Fax.

—Buen intento, Maestro…

—No, va en serio. Mi medicación… Está en el zurrón…

Se agachó y se sentó entre las hojas, tembloroso.

Caspar hizo un mohín y después gesticuló con impaciencia para que Fax se acercara al caballo. En cuanto el hombre se movió, Jared se levantó de un salto y echó a correr, se escondió entre los árboles, sorteó las raíces que sobresalían, y aunque le costaba tanto respirar que sentía un dolor continuo, siguió corriendo, pues oía unas pisadas detrás de él, pesadas y próximas. Y luego la risa creciente, cuando se resbaló, rodó y se golpeó contra el tronco de un árbol.

Intentó darse la vuelta. Tenía a Fax encima, haciendo oscilar el hacha. Detrás de él, Caspar sonrió triunfal.

—Bueno, venga, Fax. Acierta a la primera.

El gigante levantó la hoja.

Jared se agarró con fuerza al árbol; notó el tronco suave bajo las manos.

Fax se movió. Se sacudió y la sonrisa se le congeló en el rostro, un rictus fijo que pareció recorrer todo su cuerpo, el brazo, y el hacha, de modo que la soltó y el filo se clavó en la tierra blanda.

Después de un lapso de tiempo detenido, con los ojos como platos, el hombre se desplomó tras el arma.

Jared soltó el aire, incrédulo.

Una flecha, clavada hasta las plumas, sobresalía de la espalda del sirviente.

Caspar soltó un rugido de furia y miedo. Agarró el hacha, pero una voz dijo con calma a su izquierda.

—Soltad el arma, señor conde. Ahora mismo.

—¿Quiénes sois? ¡Cómo os atrevéis…!

Una voz macabra dijo:

—Somos los Lobos de Acero, lord. Como ya sabéis.

Capítulo 27

Una vez que hubo cruzado el puente de sables, llegó a una estancia en la que había un banquete con manjares dispuestos sobre la mesa. Se sentó y cogió un pedazo de pan, pero el poder del Guante lo convirtió en ceniza. Agarró una copa de agua pero el cristal estalló, hecho añicos. Así pues, reemprendió el viaje, porque supo que estaba cerca de la puerta.

Andanzas de Sáfico

—Ahora éste es mi reino. —El Guardián señaló la mesa—. Mi trono para deliberar. Y aquí, mis dependencias privadas.

Abrió las puertas de par en par y entró en la sala. Los tres Presos empujaron a Rix, Attia y Keiro para que lo siguieran.

Una vez dentro, Attia paseó la mirada por el lugar.

Se hallaban en una habitación pequeña decorada con tapices. Había ventanas en las paredes, altas vidrieras con imágenes que eran imposibles de distinguir en aquella penumbra, unas cuantas manos y caras iluminadas por la luz de las llamas del gran fuego que ardía en el hogaril.

El calor les dio la bienvenida con su fuerza. El Guardián se volvió.

—Sentaos, por favor.

Había unas cuantas sillas de ébano tallado, con los respaldos en forma de pares de cisnes negros con los cuellos entrelazados. Unos pesados maderos se extendían dibujando cenefas intrincadas en el techo; de los candelabros goteaba cera que caía en el suelo embaldosado. De algún lugar cercano, llegaba el eco de las vibraciones, como un latido.

—Seguro que estáis agotados después de un viaje tan azaroso —dijo el Guardián—. Traedles comida.

Attia se sentó. Se sentía destrozada y sucia; llevaba el pelo aplastado por el lodo del túnel. ¡Y el Guante! Sus garras le arañaban la piel desnuda, pero no se atrevía a moverlo por si el Guardián se daba cuenta de que lo tenía escondido. Sus ojos grises eran astutos y siempre vigilantes.

Cuando por fin llegó la comida, vieron que era una bandeja con pan y agua, que los Presos tiraron al suelo. Keiro hizo caso omiso, pero Rix no tuvo escrúpulos; comió como si estuviera famélico, arrodillándose y engullendo el pan a manos llenas. Attia alargó el brazo hacia el suelo y cogió un trozo de corteza; la masticó con parsimonia, pero estaba seca y dura.

—La ración de la Cárcel —dijo la chica.

—Ahí es donde estamos —contestó el Guardián mientras se sentaba, alisándose los faldones de la americana.

—Bueno, y ¿qué ha sido de vuestra torre? —le preguntó Keiro.

—Tengo muchos refugios en la Cárcel. Utilizo la torre como biblioteca. Esto es mi laboratorio.

—Pues no veo ningún tubo de ensayo.

John Arlex sonrió.

—Ya los verás, y dentro de muy poco. Bueno, eso si quieres participar en el plan demente de este desdichado.

Keiro se encogió de hombros.

—Después de haber llegado tan lejos…

—Ya lo creo. —El Guardián unió las puntas de los dedos—. El tullido, el perro-esclavo y el lunático.

Keiro estuvo a punto de dejar aflorar sus sentimientos.

—Y ¿crees que vas a Escapar? —le preguntó el Guardián.

Cogió la jarra de agua y se sirvió un vaso.

—No.

Keiro miró a su alrededor.

—Qué listo eres. Como bien sabes, precisamente tú no puedes marcharte. Tu cuerpo contiene elementos de Incarceron.

—Sí. Pero también el cuerpo que se ha fabricado la Cárcel está hecho únicamente con esos «elementos». —Keiro se recostó en la silla e imitó la pose del Guardián para burlarse, enfrentando las yemas de los dedos—. Y está más que decidido a Huir con él. Bueno, una vez que tenga el Guante. Así que supongo que ese Guante tiene tanto poder que permite cualquier cosa. Incluso podría permitirme Escapar a mí.

El Guardián lo miró fijamente y Keiro le aguantó la mirada.

Tras ellos, Rix tosió porque intentó comer y beber al mismo tiempo.

—Como aprendiz de mago eres un desastre —dijo el Guardián sin inmutarse—. Tal vez se te diera mejor trabajar para mí.

Keiro se echó a reír.

—Eh, no te lo tomes a broma. Tienes el temperamento que hace falta para ser cruel, Keiro. La Cárcel es tu entorno. El Exterior te decepcionará.

En medio del silencio de su mirada mutua, Attia espetó:

—Debéis de echar mucho de menos a vuestra hija.

Los ojos grises del Guardián se posaron en ella. Attia esperaba una reacción furiosa, pero lo único que dijo fue:

—Sí. La echo de menos.

Al ver la sorpresa de la chica, el Guardián sonrió.

—Qué poco me conocéis vosotros los Presos. Necesitaba un heredero y sí, robé a Claudia de este sitio cuando era una recién nacida. Ahora, ni ella ni yo podremos Escapar jamás el uno del otro. La echo de menos. Y estoy seguro de que ella también se acuerda de mí. —Bebió un sorbo de agua con fastidio—. Nuestro afecto es retorcido. Un afecto que es en parte odio y en parte admiración y en parte miedo. Pero afecto, al fin y al cabo.

Rix eructó. Se limpió la boca con la mano y dijo:

—Ya estoy listo.

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