—¿Listo?
—Para enfrentarme a… Incarceron.
El Guardián se echó a reír.
—¡Insensato! ¡No sabes nada! ¿Es que no ves que has estado enfrentándote a Incarceron todos los días de tu miserable, roñosa y fraudulenta vida? Respiras a Incarceron, comes y sueñas y vistes a Incarceron. Él es el desdén de todos los ojos que te miran, la palabra de todas las bocas que te hablan. No hay ningún sitio al que puedas ir para Escapar de él.
—A menos que muera —dijo Rix.
—A menos que mueras. Y eso es fácil de conseguir. Pero si albergas la absurda ilusión de que la Cárcel te lleve consigo… —Negó con la cabeza.
—Pero vos sí iréis —murmuró Keiro.
La sonrisa del Guardián fue despiadada.
—Mi hija me necesita.
—No comprendo por qué no habéis vuelto antes. Tenéis las dos Llaves…
La sonrisa desapareció. John Arlex se puso de pie, una presencia alta e imponente.
—Las tenía. Ya lo veréis. Cuando la Cárcel esté preparada, nos llamará. Hasta entonces, quedaos aquí. Mis hombres estarán en la puerta.
Se dirigió a la salida y apartó un plato vacío de una patada. Keiro no se movió ni alzó la mirada, pero su voz sonó cargada de una fría insolencia:
—Estáis tan Preso como cualquiera de nosotros. No hay diferencia.
El Guardián se detuvo en seco, apenas por un segundo. Luego abrió la puerta y salió. Tenía la espalda rígida.
Keiro soltó una risita en voz baja.
Rix asintió para darle la razón.
—Bien dicho, Aprendiz.
—Lo habéis matado. —Jared se incorporó después de observar el cuerpo y miró a Medlicote—. No era necesario…
—Por supuesto que era necesario, Maestro. No habríais sobrevivido a un golpe de esa hacha. Y tenéis unos conocimientos que todos deseamos poseer.
El secretario tenía un aspecto curioso con el trabuco en la mano. Llevaba el abrigo tan polvoriento como siempre y sus gafas de media luna captaban el sol de atardecer. Entonces desvió la mirada hacia los hombres que estaban tapándole los ojos a Caspar.
—Lo siento, pero el príncipe también tendrá que morir. Nos ha visto.
—Sí que os he visto. —Caspar sonaba aterrado y furioso al mismo tiempo—. A vos, Medlicote, y a vos, Grahame, y a vos, Hal Keane. Sois todos unos traidores, y en cuanto la reina sepa…
—Exacto. —La voz de Medlicote sonó autoritaria—. Será mejor que os apartéis, Maestro. No tenéis por qué intervenir.
Jared no se movió. Miró a los ojos a Medlicote entre las sombras del crepúsculo.
—¿De verdad estáis dispuestos a matar a un chico desarmado?
—Ellos mataron al príncipe Giles.
—Finn es Giles.
Medlicote suspiró.
—Maestro, los Lobos sabemos que el verdadero Giles está muerto. El Guardián de Incarceron era nuestro líder. Si hubieran encerrado al príncipe en la Cárcel, nos lo habría dicho.
La revelación pilló desprevenido a Jared, quien intentó recuperar la compostura.
—El Guardián es un hombre de gran complejidad. Tiene sus propios planes. Podría haberos engañado a propósito.
El secretario asintió.
—Lo conozco mejor que vos, Maestro. Pero no es el momento de hablar de eso. Por favor, apartaos.
—¡No lo hagáis, Jared! —suplicó Caspar con voz aguda—. ¡No me abandonéis! ¡Haced algo! ¡No os habría matado jamás, Maestro! ¡Lo juro!
Jared se frotó la cara. Estaba cansado, dolorido y frío. Se moría de preocupación por Claudia. Pero dijo:
—Escuchadme, Medlicote. Nadie gana nada con que el chico muera. Pero como rehén es increíblemente valioso. En cuanto salga la luna y la noche esté lo bastante oscura, tengo intención de utilizar un pasadizo secreto que conozco para entrar en el feudo del Guardián…
—¿Qué pasadizo?
Jared inclinó la cabeza hacia los hombres que lo escuchaban.
—No puedo desvelarlo. Es posible que haya espías entre vuestro Clan. Pero hay un camino. Dejad que me lleve a Caspar. Si la reina ve a su preciado hijo expuesto en las almenas, detendrá el bombardeo al instante. Sin duda, coincidiréis en que mi plan tiene que funcionar.
Medlicote lo miró a través de los cristales de las gafas. Entonces dijo:
—Hablaré con mis hermanos.
Los Lobos se apartaron y formaron un grupito bajo las hayas.
Con los ojos vendados y maniatado, Caspar susurró:
—¿Dónde estáis, Maestro Sapient?
—Sigo aquí.
—Salvadme. Desatadme. Mi madre os dará montones de tesoros. Todo lo que queráis. No me dejéis en manos de estos monstruos, Jared.
Jared se sentó, agotado, sobre el lecho de hojas de haya, y observó a los monstruos. Eran hombres serios y resentidos. Reconoció a algunos de ellos: un caballero de la Cámara de la Corona, un miembro del Consejo Real. ¿Estaba más a salvo él que Caspar ahora que también sabía quiénes eran? Y ¿por qué se había visto tan involucrado en esa red de asesinatos e intrigas cuando lo único que había deseado Jared en toda su vida había sido estudiar las antiguas escrituras y las estrellas?
—Volverán enseguida. Desatadme, Jared. No dejéis que me disparen igual que a Fax.
Se puso de pie.
—Señor, hago todo lo que puedo.
Los hombres se aproximaron con las últimas luces del atardecer. El sol ya se había puesto, y del campamento de la reina les llegaba el sonido de una trompeta. De la tienda real salían risas y unos acordes de viola. Caspar soltó un bufido.
—Hemos tomado una decisión. —Medlicote bajó el trabuco y miró a Jared a los ojos en el titilante anochecer—. Apoyamos vuestro plan.
Caspar suspiró y se dejó caer levemente. Jared asintió.
—Pero… hay condiciones. Sabemos que habéis estado investigando en la Academia. Sabemos que descodificasteis unos archivos y suponemos que os enterasteis de ciertos secretos acerca de la Cárcel. ¿Sabríais encontrar la forma de que el Guardián saliera al Exterior?
—Creo que es posible —dijo Jared con cautela.
—Entonces, debéis jurarnos, Maestro, que haréis todo lo que esté en vuestra mano para devolvérnoslo. Seguro que lo retienen contra su voluntad; si la Cárcel no es el Paraíso que pensábamos, es imposible que nos haya abandonado por iniciativa propia. El Guardián es fiel al Clan.
Estaban desquiciados, pensó Jared. Pero asintió:
—Haré todo lo que pueda.
—Y para asegurarme, entraré en el feudo del Guardián con vos.
—¡No! —Caspar sacudió la cabeza a ciegas—. Me matará, ¡aunque sea allí dentro!
Jared miró a Medlicote.
—No temáis, sir. Claudia nunca permitiría que lo hiciera.
—Claudia. —Caspar asintió aliviado—. Sí, tenéis razón. Claudia y yo siempre hemos sido amigos. Una vez fue mi prometida. Podría volver a serlo.
Los Lobos de Acero lo miraron por encima del hombro en un amargo silencio. Uno de ellos murmuró:
—El heredero de los Havaarna. Menudo futuro nos espera.
—Los derrocaremos a todos. Y también aboliremos el Protocolo.
Medlicote se dirigió a ellos.
—La luna saldrá dentro de pocas horas. Esperemos hasta entonces.
—Bien. —Jared se sentó y se apartó un mechón de pelo mojado de la cara—. En ese caso, mis lores, si tenéis algo que un pobre Sapient pueda comer, os lo agradecería mucho. Y luego dormiré un rato, hasta que me despertéis. —Alzó la mirada al cielo por entre las ramas de los árboles—. Aquí. Bajo las estrellas.
Claudia y Finn se sentaron a la mesa uno enfrente del otro.
Los criados sirvieron el vino; Ralph mandó entrar a tres lacayos que llevaban distintas fuentes tapadas y después repasó los platos, quitó las tapas de los recipientes y colocó varios cubiertos cerca de Claudia.
Claudia se sentó y se inclinó sobre el melón que había en su plato. Al otro lado de los candelabros y del generoso frutero del centro de la mesa, Finn bebía en silencio.
—¿Deseáis algo más, señora?
Claudia levantó la mirada.
—No, Ralph. Gracias. Tiene un aspecto fantástico. Por favor, dales las gracias también a los sirvientes.
El anciano hizo una reverencia, pero Claudia se percató de su mirada de sorpresa y esbozó una sonrisa. A lo mejor había cambiado. A lo mejor ya no era la misma niñita insolente y caprichosa.
Cuando se hubo marchado y Finn y ella se quedaron a solas, ninguno de los dos habló. Finn amontonó la comida en el plato y después empezó a tragar con apatía. Claudia se sentía incomodísima.
—Es extraño. Hace meses que deseaba regresar y estar aquí, en casa, atendida por Ralph. —Repasó con la mirada la habitación forrada de madera oscura que tan bien conocía—. Pero ya no es igual.
—A lo mejor es porque hay un ejército a las puertas.
Claudia lo miró a los ojos y luego dijo:
—Te llegó al alma. Lo que te dijo.
—¿Lo de que me escondía detrás de una chica? —Finn resopló—. He oído cosas peores. En la Cárcel, Jormanric soltaba unos insultos que le habrían congelado la sangre a ese imbécil.
Claudia cogió una uva.
—Ya, pero te llegó al alma.
Finn tiró la cuchara con violencia y se levantó de un brinco. Empezó a dar zancadas por el salón.
—Vale, Claudia, sí, me ofendió. Debería haberlo matado cuando tuve la oportunidad. Fin del Impostor, fin de los problemas. Y tiene razón en una cosa. Si no hemos abierto el Portal antes de las siete de la mañana, seré yo quien salga del feudo por mi propio pie, solo, porque bajo ningún concepto permitiré que alguno de los tuyos muera por mí. Una mujer murió por mi culpa una vez, porque yo no pensaba en nada más que en mi propia Huida. Vi cómo caía entre gritos al negro abismo y fue por mi culpa. No volverá a ocurrir.
Claudia jugueteó con una pepita de uva en el plato.
—Finn, eso es justo lo que Sia quiere que hagas. Que seas noble, que te rindas. Que te maten. —Se dio la vuelta—. ¡Piensa! La reina no sabe que tenemos un Portal aquí: si lo supiera, a estas horas ya habría derrumbado el caserío. Y ahora que recuerdas quién eres… ahora que sabes que eres el auténtico Giles, no puedes sacrificarte sin más. Eres el rey.
Finn dejó de caminar y la miró.
—No me ha gustado cómo lo has dicho.
—¿Cómo he dicho qué?
—«Que recuerdas», «que recuerdas»… No me crees, Claudia.
—Claro que sí…
—Piensas que estoy mintiendo. Tal vez a mí mismo.
—Finn…
Claudia se puso de pie, pero él la desdeñó con la mano.
—Y el último ataque… No ocurrió, pero estuvo a punto. Y no debería. Ya no.
—Seguro que tardan un tiempo en desaparecer. Ya te lo dijo Jared. —Exasperada, lo miró a los ojos—. ¡Deja de pensar en ti mismo un momento, Finn! Jared ha desaparecido, dios sabe dónde estará. Keiro…
—¡¡No me hables de Keiro!!
Se había dado la vuelta y tenía el rostro tan blanco que Claudia se asustó. No contestó, pues sabía que había tocado la fibra sensible del muchacho, un nervio puro, y dejó que su rabia se apaciguara.
Finn la miró a la cara. Luego, más tranquilo, dijo:
—Nunca dejo de pensar en Keiro. Nunca dejo de arrepentirme de haber venido aquí.
Ella se rio con sorna.
—¿Prefieres la Cárcel?
—Lo traicioné. Y a Attia. Si pudiera volver…
Claudia se dio la vuelta, agarró la copa y bebió, los dedos le temblaban en el delicado tallo de cristal. Detrás de ella, el fuego crepitaba sobre los troncos y las brasas de plástico.
—Ten cuidado con lo que deseas, Finn. Podría hacerse realidad.
El chico se inclinó sobre la chimenea y bajó la mirada. Junto a él, unas figuras talladas en cristal lo observaban; el ojo del cisne negro centelleó como un diamante.
Lo único que se movía en el salón caldeado eran las llamas. Provocaban que los robustos muebles resplandecieran, y las caras del cristal tallado lucían como estrellas atentas.
Fuera, varias voces murmuraron algo en el pasillo. Sobre el techo oyeron el ruido de los cañones que estaban cargando de munición. Si Claudia escuchaba atentamente, podía oír el revuelo del campamento de la reina.
De repente sintió que necesitaba aire fresco, así que se acercó a la ventana y abrió ambas hojas.
La noche estaba cerrada, la luna pendía baja en el cielo, próxima al horizonte. Por detrás de los prados, había colinas coronadas con árboles, y se preguntó cuántas piezas de artillería habría traído consigo la reina. Mareada por un miedo repentino, Claudia dijo:
—Tú echas de menos a Keiro y yo echo de menos a mi padre. —Percibió que él volvía la cabeza, así que continuó—. No, no creía que pudiera pasarme, pero así es… A lo mejor me parezco a él más de lo que pensaba.
Finn no dijo nada.
Claudia cerró la ventana de repente y se aproximó a la puerta.
—Intenta comer algo. De lo contrario, Ralph se decepcionará. Vuelvo arriba.
El muchacho no se movió. Habían dejado el estudio hecho un desastre, con miles de papeles y diagramas desperdigados que habían intentado interpretar, pero aun así, nada tenía sentido. Era desquiciante, porque ninguno de los dos sabía qué buscaban. Sin embargo, no podía decirle eso a Finn.
Al llegar a la puerta, Claudia se detuvo.
—Escúchame, Finn. Si no lo logramos y sales de aquí como si fueras un héroe, la reina destruirá el feudo de todas formas. Ahora ya no se conformará con marcharse sin hacer alarde de su fuerza. Hay una salida secreta: un túnel subterráneo en los establos. Hay una trampilla debajo de la cuarta cuadra. El mozo de caballeriza, Job, lo encontró un día por casualidad y nos lo enseñó a Jared y a mí. Si nos atacan, acuérdate del túnel, porque quiero que me prometas que vas a utilizarlo. Eres el rey. Eres el que comprende a Incarceron. Eres demasiado valioso para caer. Los demás no lo somos.
Pasó un buen rato hasta que Finn tuvo ánimos para contestar y, cuando por fin se dio la vuelta, vio que Claudia acababa de salir.
La puerta se cerró lentamente con un clic.
Finn miró con fijeza los tablones de madera.
¿Cómo sabremos cuándo se acerca la gran Destrucción? Porque habrá lamentos y angustia y gritos extraños en la noche. El Cisne cantará y la Polilla destrozará al Tigre. Las cadenas se abrirán solas. Las luces se apagarán, una tras otra, como los sueños al romper el alba.
En medio de este caos, una cosa es segura.
La Cárcel cerrará los ojos ante el sufrimiento de sus hijos.
Diario de lord Calliston
Las estrellas.