Y antes de que tuviera tiempo de levantarse, desapareció.
Rix se movió. Arrebató la espada del cinturón del Guardián y la puso contra la garganta de Attia. La amenazó:
—Ya es hora de que me devuelvas el Guante.
—Rix…
A su lado tenía la mano derecha de la estatua. Unos pequeños circuitos rojos sobresalían de las yemas de los dedos.
—Haz lo que tienes que hacer, hijo mío —dijo la Cárcel con impaciencia.
Rix asintió.
—Ya os he oído, Maestro.
Tiró de la chaqueta de Attia para abrirla y le arrancó el Guante. Lo enseñó con aire triunfal y, de todas partes, los distintos rayos de luz se redirigieron para concentrarse en el objeto, mostrando unas sombras replicadas y gigantescas, no sólo de la estatua sino de todos ellos, enormes y difusos Keiros y Attias en las nubes.
—Atención —murmuró Rix—. La mayor ilusión que la Cárcel haya visto jamás.
La punta de la espada se separó del cuello de Attia. La chica se movió, pero Keiro fue más rápido que ella. Se dio impulso hacia delante, desplazó el filo de la espada y se la clavó con todas sus fuerzas en el pecho a Rix.
Pero fue Keiro quien chilló. Dio un respingo hacia atrás, totalmente conmocionado, y Rix se echó a reír, mostrando su amplia sonrisa desdentada.
—¡Magia! ¡Qué poderosa es, mi Aprendiz! ¡Y cómo obedece a su amo!
Se volvió hacia la imagen, levantó el Guante y lo acercó a sus dedos centelleantes.
—¡No! —gritó Attia—. ¡No puedes hacerlo! —Se dirigió al Guardián—: ¡Detenedlo!
El Guardián se limitó a decir:
—Nada está en mis manos. Nunca lo ha estado.
Attia agarró a Rix, pero en cuanto lo tocó, la sacudida le abrasó los nervios, un latigazo de chispas eléctricas que chillaron con voz propia. Entonces cayó al suelo y Keiro se acercó a ella:
—¿Estás bien?
Attia se acurrucó sobre los dedos chamuscados.
—Está conectado. Nos ha vencido.
—Rix. —La orden de Incarceron era imperiosa—. Devuélveme mi Guante. Devuélveme mi libertad. Hazlo YA.
Rix se dio la vuelta y Attia rodó por el suelo. La chica soltó una patada y el mago se tropezó y cayó de bruces en la baldosa blanca. El Guante se le resbaló de las manos y se deslizó por el mármol pulido, Keiro se lanzó a por él y lo agarró con un grito de alegría.
Retrocedió para quedar fuera del alcance de la imagen.
—Vamos a ver, Cárcel, tendrás la libertad. Pero te la daré yo. Y sólo si haces lo que me prometiste. Dime que seré yo quien Escape contigo.
La Cárcel soltó una carcajada espeluznante.
—¿De verdad crees que cumplo mis promesas?
Keiro empezó a dar vueltas, levantó la mirada e hizo oídos sordos a los gemidos de rabia de Rix. No dio su brazo a torcer.
—Llévame contigo o me pondré el Guante.
—No te atreverás.
—Mira.
—El Guante te matará.
—Mejor que vivir en este infierno.
Su tozudez los ponía al mismo nivel, pensó Attia. Keiro describió un último círculo lento. Deslizó la uña de metal hacia la apertura del Guante.
—Te atormentará. —La voz de Incarceron se había convertido en un lamento agudo y metálico—. Hará que supliques la muerte.
—Keiro, no lo hagas —susurró Attia.
El chico dudó un segundo. Y entonces, por detrás de Attia, la voz fría del Guardián cortó el aire.
—Vamos. Póntelo.
—¿Qué?
—Ponte el Guante. La Cárcel no se atreverá a destruir su único modo de salir al Exterior. Seguro que el resultado te sorprende.
Keiro se lo quedó mirando muy asombrado, y el Guardián le aguantó la mirada. Luego, Keiro introdujo un poco más los dedos.
—Espera —atronó la voz de Incarceron. La nube chisporroteó con unos relámpagos invisibles—. No te lo permito. No. Basta. Por favor.
—Pues impídemelo —jadeó Keiro.
Se produjo un chispazo entre su uña de metal y el Guante. Keiro soltó un alarido de dolor. Y luego desapareció.
No hubo luces ni destellos brillantes y cegadores. En lugar de eso, mientras Finn seguía con los ojos fijos en Claudia, se percató de que la chica ya no estaba allí. Se había convertido en un vacío de sí misma, una sombra, una imagen negativa. Y con la mirada todavía inmóvil, observó cómo resurgía de la oscuridad, píxel a píxel, átomo a átomo, la reconstrucción de un ser fragmentado, todos sus pensamientos y extremidades y sueños y facciones, pero no era Claudia, era otra persona.
Alargó la mano para recuperar la espada, con los ojos nublados por lo que podrían haber sido lágrimas, levantó el arma temblorosa hacia la cara que contemplaba la suya, esos asombrados ojos azules, ese pelo rubio sucio.
Durante varios segundos, Finn se quedó quieto, ambos lo hicieron, frente a frente, y entonces Keiro alargó la mano, le quitó la espada y bajó la punta hacia el suelo.
La puerta se abrió de repente. Jared echó un vistazo rápido al Portal y se quedó petrificado. El corazón le martilleaba tan fuerte que le faltó el aliento y tuvo que recostarse contra la pared.
Tras él, Medlicote empujó a Caspar para que entrara y los dos miraron la estancia boquiabiertos.
Vieron, enfrente de Finn, a un desconocido con una mugrienta casaca roja, sus ojos azules victoriosos, su mano musculosa aferrada a la empuñadura de una espada afilada. No había nadie más en la sala.
—¿Quién eres? —exigió saber Caspar.
Keiro se dio la vuelta y escudriñó su armadura reluciente y su espléndida ropa.
Alzó la espada hasta dejar la punta a un centímetro de los ojos de Caspar.
—Tu peor pesadilla —contestó.
¿Escapó? Porque corre un rumor susurrado en la oscuridad, el rumor de que continúa atrapado en la profundidad del corazón de la Cárcel, con el cuerpo convertido en piedra; dicen que los lamentos que oímos son sus lamentos, que sus penurias sacuden el mundo.
Pero nosotros sabemos lo que sabemos.
Los Lobos de Acero
Jared dio un paso y le arrebató el Guante a Keiro de la mano. Al instante lo arrojó al suelo con una sacudida, como si estuviera vivo.
—¿Has oído sus sueños? —le preguntó—. ¿Te ha controlado?
Keiro se echó a reír.
—¿Qué opináis?
—¡Pero lo llevabas puesto!
—No es verdad.
Keiro estaba demasiado admirado para pensar en el Guante. Volvió el cuello de la casaca de Caspar con la punta de la espada.
—Buen tejido. Y es de mi talla.
Estaba radiante, emocionado. Si la luz blanca de la habitación lo había mareado o confundido, no daba muestras de ello. Lo asimiló todo (a ellos cuatro, el Portal abarrotado, la pluma gigante) barriendo con avidez la estancia con los ojos.
—Vaya, así que esto es el Exterior.
Finn tragó saliva. Notaba la boca seca. Miró a Jared y casi sintió en su piel el abatimiento del Sapient.
Keiro dio unos golpecitos con la espada en el peto de la armadura de Caspar.
—Y esto también lo quiero.
Finn intervino:
—Aquí es distinto. Hay armarios llenos de ropa.
—Quiero la suya.
Caspar estaba aterrorizado.
—¿Es que no sabes quién soy?
Keiro sonrió.
—No.
—¿Dónde está Claudia? —la pregunta agónica de Jared cortó la tensión.
Keiro se encogió de hombros.
—¿Cómo voy a saberlo?
—Se han intercambiado. —Finn fijó la mirada en su hermano de sangre—. Claudia se sentó en la silla y se… disolvió sin más. Entonces apareció Keiro. ¿Es eso lo que hace el Guante? ¿Es ése el poder que tiene? ¿Puedo ponérmelo y…?
—Nadie se pondrá el Guante hasta que yo lo diga —dijo Jared sin dejarle terminar.
Se acercó a la silla y se apoyó en el respaldo. Tenía el rostro pálido por la fatiga, y parecía más ansioso que nunca, pensó Finn.
El muchacho se apresuró a decir:
—Maestro Medlicote, servid un poco de vino, por favor.
El aire se llenó del aroma fragante del vino. Keiro lo aspiró.
—¿Qué es eso?
—Es mejor que la bazofia de la Cárcel. —Finn lo miró—. Pruébalo. Vos también, Maestro.
Mientras acababan de servir el vino, Finn observó a su hermano de sangre, que rondaba por la habitación, explorándolo todo. Las cosas iban de mal en peor. Debería estar contento. Debería estar emocionado de tener allí a Keiro. Y sin embargo, en su interior anidaba un miedo atávico, un terror enfermizo que lo hacía temblar, porque no era así como tenía que pasar. Y porque Claudia se había esfumado, y de repente se había abierto un agujero en el mundo.
Finn preguntó:
—¿Con quién estabas?
Keiro dio un sorbo del líquido rojo y elevó las cejas.
—Con Attia, con el Guardián y con Rix.
—¿Quién es Rix? —preguntó Finn.
Pero Jared separó la mirada de la pantalla en ese instante y espetó:
—¿El Guardián estaba contigo?
—Él fue quien me mandó que lo hiciera. Me dijo: «Ponte el Guante». A lo mejor sabía… —Keiro se detuvo en mitad de la frase—. ¡Eso es! Claro que lo sabía. Era la manera que tenía de apartar el Guante del alcance de la Cárcel.
Jared volvió los ojos hacia la pantalla. Colocó los dedos en la superficie lisa y perdió la mirada vacua en su oscuridad.
—Por lo menos ahora Claudia está con su padre.
—Si es que siguen vivos. —Keiro miró las muñecas atadas de Caspar—. Y además, ¿qué se cuece aquí? Pensaba que en este sitio la gente era libre.
Volvió la cabeza y vio que todos lo miraban fijamente. Medlicote susurró:
—¿Qué quiere decir eso de «si es que siguen vivos»?
—Pensad un poco. —Keiro enfundó la espada y caminó hacia la puerta—. La Cárcel se va a poner hecha una fiera por esto. A lo mejor ya se los ha cargado…
Jared se lo quedó mirando.
—Sabías que podía ocurrir y aun así…
—Así son las cosas en Incarceron —contestó Keiro—. Cada uno se vale por sí mismo. Mi hermano puede decíroslo. —Se dio la vuelta y miró a Finn a la cara—. Bueno, ¿qué? ¿Vas a enseñarme nuestro Reino? ¿O es que te avergüenzas de tu hermano el delincuente? Eso, si aún somos hermanos, claro.
Finn contestó en voz baja:
—Aún somos hermanos.
—No pareces muy contento de verme.
Finn se encogió de hombros.
—Es por la sorpresa. Y Claudia… está ahí dentro…
Keiro enarcó una ceja.
—Pues así son las cosas. Bueno, supongo que es rica, y lo bastante zorra para ser una buena reina.
—Eso es lo que más echaba de menos… Tu tacto y cortesía.
—Por no hablar de mi ingenio abrumador y mi belleza irresistible.
Se plantaron cara el uno al otro. Finn dijo:
—Keiro…
Y una explosión repentina retumbó por encima de sus cabezas. La habitación se sacudió, un plato cayó al suelo y se hizo añicos.
Finn se inclinó sobre Jared.
—¡Han abierto el fuego!
—Pues te aconsejo que cojas al querido hijo de la reina y lo subas a las almenas —dijo Jared sin inmutarse—. Yo tengo mucho que hacer aquí.
Intercambiaron una mirada rápida con Finn, quien vio que el Sapient tenía el Guante olvidado en la mano.
—Tened cuidado, Maestro.
—A ver si consigues que dejen de disparar. Y otra cosa, Finn. —Jared se acercó más a él y lo agarró por la muñeca—. Ni se te ocurra, bajo ningún concepto, salir de esta casa. Te necesito aquí. ¿Me entiendes?
Al cabo de un segundo, Finn contestó:
—Os entiendo.
Otro retemblor. Keiro dijo:
—Decidme que eso no son cañonazos.
—Un regimiento entero —contestó Caspar con petulancia.
Finn lo apartó de un empujón y se dirigió a Keiro.
—Mira, estamos sitiados. Ahí fuera hay un ejército, con más armas y más hombres que nosotros. La cosa pinta mal. Me temo que no has entrado en el paraíso. Has entrado en la batalla.
Keiro siempre había sabido encajar las situaciones difíciles. Asomó la cabeza al suntuoso pasillo con curiosidad y contestó:
—Pues entonces, hermano, soy justo lo que necesitas.
Claudia se sentía como si se hubiera desmembrado y recompuesto luego, descuartizada, pieza a pieza. Como si hubiera pasado a la fuerza por una barrera metálica, una matriz de dimensiones contrapuestas.
Apareció en medio de una enorme habitación vacía, con el suelo de lisas baldosas negras y blancas.
Tenía enfrente a su padre.
Parecía absolutamente desesperado.
—¡No! —suspiró el hombre. Y entonces, casi como un grito de dolor, repitió—: ¡NO!
El suelo se inclinó. Claudia mantuvo el equilibrio abriendo los brazos y después tomó aliento. El hedor de la Cárcel la sobrecogió, la peste de ese aire viciado, eternamente reciclado, y del miedo humano. Jadeó y se llevó ambas manos a la cara.
El Guardián se aproximó a ella. Por un momento creyó que iba a cogerle las manos con sus dedos fríos, que iba a imprimirle en la mejilla su beso gélido. En lugar de eso, le dijo:
—No tendría que haber pasado esto. ¡¿Cómo puede ser?!
—Decídmelo vos.
Claudia miró a su alrededor, vio a Attia con los ojos clavados en ella, y a un hombre alto y demacrado que parecía absolutamente confundido, con las manos entrelazadas y los ojos como dos profundos pozos de asombro.
—Magia —susurró—. El verdadero Arte.
Fue Attia quien dijo:
—Keiro se ha desvanecido. Él se esfumó y apareciste tú. ¿Significa eso que él está en el Exterior?
—¿Cómo voy a saberlo?
—¡Tienes que saberlo! —chilló Attia—. ¡Tiene el Guante!
El suelo se inclinó de nuevo, con un oleaje de baldosas partidas.
—Ahora no hay tiempo para eso. —El Guardián sacó un trabuco y se lo dio a Claudia—. Toma. Protégete de todo lo que nos envíe la Cárcel.
Ella cogió el arma sin fuerzas, pero entonces vio que, tras el grupo, la totalidad del espacio vacío se iba llenando de nubes que giraban, se oscurecían y centelleaban con relámpagos. Un rayo cayó en el suelo, junto al Guardián, quien se dio la vuelta a toda prisa y miró hacia arriba.
—¡Escúchame, Incarceron! ¡Yo no tengo la culpa!
—¿Ah no? ¿Y quién tiene la culpa? —La voz de la Cárcel atronó con furia. Sus palabras sonaban ásperas y crudas, se disolvían en crepitante energía estática—. Fuiste tú quien le mandó que se lo pusiera. Tú me has traicionado.
El Guardián contestó con frialdad:
—En absoluto. A lo mejor lo ves así, pero tú y yo…