—Entonces hemos ganado. —Keiro la recogió y estudió la hoja afilada—. Tal vez sea un reino en ruinas, pero es todo nuestro. Por fin somos los Señores del Ala, hermano.
—Hay un enemigo más poderoso que la reina. —Finn miró fijamente a Jared, todavía dolido—. Siempre lo ha habido. Tenemos que liberarnos de la Cárcel, a nosotros mismos y a Claudia.
—Y a Attia. —Keiro levantó la mirada—. No te olvides de tu pequeño perro-esclavo.
—¿Me estás diciendo que te preocupas por Attia?
Keiro se encogió de hombros.
—Era una pesada. Pero me acostumbré a ella.
—¿Dónde está el Guante? —preguntó entonces Finn.
Jared se lo sacó de la túnica.
—Pero ya te lo he dicho, Finn. No entiendo…
Finn se acercó para cogerlo.
—Esto no ha cambiado. —Sus dedos arrugaron la piel suave—. Sigue igual, mientras que todo lo demás se convierte en polvo. Condujo a Keiro al Exterior, e Incarceron lo desea más que cualquier otro tesoro del Reino. Es la única esperanza que nos queda.
—Señor.
Finn se dio la vuelta. Se había olvidado de que Medlicote estaba allí. El hombre enjuto había permanecido todo el tiempo en el vano de la puerta, con su postura ligeramente encorvada todavía más evidente ahora que su levita estaba ajada.
—¿Podría apuntar que también es el único peligro?
—¿Qué significa eso?
El secretario se acercó, dubitativo.
—Es evidente que la Cárcel nos destruirá a todos si no puede hacerse con este objeto. Y si se lo entregamos, entonces Incarceron saldrá de su Cárcel y todos los Internos quedarán olvidados, hasta que mueran. El dilema al que os enfrentáis es terrible.
Finn frunció el entrecejo.
Jared preguntó:
—Pero ¿tenéis alguna propuesta?
—Sí. Es radical, pero podría funcionar: destruir el Guante.
—No —dijeron al unísono Finn y Keiro.
—Señores, escuchadme. —Parecía asustado, pensó Finn, y no de ellos—. El Maestro Jared ha admitido que este artilugio lo supera. Y ¿no se os ha ocurrido que podría ser la mera presencia del Guante lo que está succionando la energía del Reino? Tenéis la sensación de que es culpa de la maldad de la Cárcel. ¡Pero no lo sabéis a ciencia cierta!
Finn arrugó la frente. Le dio la vuelta al Guante, después miró a Jared.
—¿Creéis que tiene razón, Jared?
—No. Necesitamos el Guante.
—Pero habéis dicho…
—Dame tiempo. —Jared se levantó y se acercó a Finn—. Dame tiempo y lo arreglaré.
—No tenemos tiempo. —Finn miró el rostro frágil del Sapient—. Vos no lo tenéis, y tampoco los que habitan en la Cárcel.
Medlicote dijo:
—Vos sois el rey, señor. Nadie, ni siquiera el Consejo Real, puede dudarlo ya. Destruidlo. Eso es lo que el Guardián querría que hiciésemos.
Jared soltó con brusquedad:
—No lo sabéis.
—Conozco al Guardián. Además, ¿pensáis, señor, que los Lobos de Acero van a quedarse al margen y permitir que exista esta nueva amenaza, ahora que ha terminado el Protocolo?
Mientras la vela se agotaba, Finn preguntó:
—¿Me estáis amenazando?
—¿Cómo iba a hacerlo, señor? —Medlicote no quitaba ojo de encima a Keiro, pero su voz sonó dócil y nerviosa—. Vos debéis decidir. Destruidlo, y la Cárcel quedará encerrada dentro de sí misma para siempre. Permitid que acceda al poder de Sáfico, y desataréis sus horrores sobre nosotros. ¿Adónde creéis que se dirigirá Incarceron cuando se vea libre? ¿En qué clase de tirano se transformará una vez en el Exterior? ¿Le permitiréis que nos convierta en sus esclavos?
Finn se quedó callado. Miró a Keiro, quien se limitó a devolverle la mirada. Deseó con todas sus fuerzas que Claudia abriera la puerta e irrumpiera en la sala. La chica conocía a su padre. Ella sabría si eso era lo que debían hacer.
En la habitación maltrecha, una ventana rota dio bandazos a causa del viento. Un vendaval azotaba la casa, y la lluvia empezó a repicar con fuerza contra los cristales rotos.
—¿Jared?
—No lo destruyas. Es nuestra última arma.
—Pero si él tiene razón, si…
—Confía en mí, Finn. Tengo una idea.
Retumbó un trueno. Medlicote se encogió de hombros.
—Odio tener que decir esto, señor, pero el Maestro Jared no es la persona más adecuada para pedirle consejo. A lo mejor sus motivaciones son otras.
Finn preguntó:
—¿A qué os referís?
—El Maestro Jared está enfermo. A lo mejor considera que un objeto con tanto poder podría ser su remedio.
Todos lo miraron.
Jared estaba pálido; parecía asombrado y confundido.
—Finn…
Finn levantó una mano.
—No tenéis que justificaros ante mí, Maestro. —Se abalanzó hacia Medlicote, como si su rabia hubiera encontrado una vía de escape—. Nunca jamás habría pensado que pudierais estar dispuesto a anteponer vuestra vida a la seguridad de millones de personas.
Medlicote sabía que se había excedido. Retrocedió.
—La vida de un hombre lo es todo para él.
Una gran explosión se hizo eco en la casa, como si se hubiese derrumbado parte de la estructura.
—Salgamos de aquí. —Keiro se puso de pie muy inquieto—. Este sitio es una ratonera.
Jared no había dejado de mirar a Finn.
—Tenemos que encontrar a Claudia. El Guante nos ayudará. Si lo destruyes, la Cárcel no tendrá motivos para mantenerla con vida.
—Si es que aún están vivos.
Jared miró a Medlicote.
—Aseguraría que el Guardián sí lo está.
Finn tardó un momento en comprender lo implícito. Entonces, con una rapidez que dejó perplejo a Keiro, empujó a Medlicote contra la pared, poniéndole un brazo firme sobre la garganta.
—Habéis hablado con él, ¿a que sí?
—Señor…
—¡¿A que sí?!
El secretario jadeó para tomar aire. Entonces asintió.
Claudia preguntó:
—¿Con quién hablabais?
—Con Medlicote. —Su padre se volvió para quedar frente a la puerta—. Uno de los Lobos de Acero. Un buen hombre. Él se encargará del Guante. Ahora vamos a ver quién manda aquí.
Sin embargo, el rugido de los airados Presos casi ahogó sus palabras. Claudia lo miró con atención, enfurecida por su orgullo y su tozudez. Entonces dijo:
—Os van a pisotear. Pero hay otra cosa que podemos hacer para detener a Incarceron. Podemos quemar la estatua.
Su padre la miró a los ojos.
—No nos lo permitirá.
—Tiene otras preocupaciones. Vos acabáis de decirlo —contestó Claudia. Se dirigió a Attia—: ¡Vamos!
Las dos corrieron por el suelo nevado de la sala. En las paredes, los pliegues de las cortinas se habían quedado congelados. Claudia agarró la más cercana y tiró de la tela. El polvo y los copos de nieve se precipitaron a su alrededor.
—¡Rix! ¡Ayúdanos!
El mago estaba sentado en el pedestal: sólo se le veían rodillas y codos. Jugueteaba con unas monedas que se pasaba de una mano a otra, murmurando para sus adentros.
—Cara, nos mata. Cruz, Escapamos.
—Olvídate de él. —Attia dio un salto y consiguió descolgar la gruesa cortina—. Está loco. Los dos están locos.
Juntas descolgaron todos los tapices y cortinas. Vistos de cerca, todos ellos tenían agujeros y jirones bajo la capa de hielo, y Attia fue reconociendo los motivos de las antiguas leyendas de Sáfico: cuando se arrastró para cruzar el puente de sables, cuando le ofreció su dedo a la Bestia, cuando robó los niños, cuando conversó con el Rey de los Cisnes. Con un estruendo de aros metálicos, las escenas tejidas en los tapices fueron arrugándose, convertidas en nubes de fibras y moho congelado. Claudia y ella arrastraron las telas hasta la estatua y las apilaron bajo sus pies, mientras la bella mirada del hombre se perdía en la muchedumbre que aullaba al otro lado de la puerta.
El Guardián las observaba. Ante él, golpe a golpe, los últimos tablones se astillaron. Un gozne se reventó; la puerta cedió.
—¡Rix! —chilló Attia—. ¡Necesitamos una llama!
Claudia volvió a cruzar corriendo la habitación y agarró la mano del Guardián.
—¡Padre, apartaos! ¡Rápido!
El Guardián miraba embobado la puerta rota, los brazos que se colaban por el agujero, como si fuera a detenerlos únicamente con su autoridad.
—Soy el Guardián, Claudia. Estoy al mando.
—¡NO!
Tiró de él hacia atrás y lo apartó justo en el momento en que la puerta se desplomaba.
Vieron una masa de Presos, los primeros eran aplastados y pisoteados por los que iban detrás. Aporreaban con los puños y sacudían cadenas. Sus armas eran esposas y barras de hierro. Aullaban con los gemidos de los millones de desesperados de Incarceron, los descendientes olvidados de los primeros Presos, la Escoria y los Cívicos y los Ardenti y las Urracas, y todos los miles de bandas y tribus, de pueblos del Ala y de descastados.
Mientras irrumpían en el salón, Claudia se dio la vuelta y echó a correr, con su padre pisándole los talones. Ambos huyeron por el sucio campo de batalla nevado en que se había convertido el suelo, y para burlarse, la Cárcel los confundió mediante unos intensos focos que cruzaban y recruzaban la estancia desde su techo invisible.
—Aquí está.
Keiro sacó el receptor del bolsillo de Medlicote y se lo lanzó a Finn, quien dejó libre al hombre y abrió la tapa del artilugio.
—¿Cómo funciona?
Medlicote se acurrucó en el suelo, medio asfixiado.
—Tocad el dial. Luego hablad.
Finn miró a Jared. Entonces hundió el dedo pulgar en el pequeño disco que había en un lateral.
—Guardián —dijo—. ¿Me oís?
Rix se puso de pie.
Attia agarró un trozo de madera rota a modo de arma y la sopesó. Pero sabía que, ante la rabia infinita de esa muchedumbre, nada sería lo bastante fuerte.
En mitad de los escalones, el Guardián se dio la vuelta.
Un leve pitido sonó dentro de su casaca; alargó la mano para coger el disco pero, en cuanto lo sacó del bolsillo, Claudia se lo arrebató, con los ojos como platos al contemplar cómo se colaban los Presos en manada, una masa atropellada, pestilente y exaltada.
Una voz dijo:
—¿Me oís?
—¿Finn?
—¡Claudia! —El alivio quedó patente en su voz—. ¿Qué ocurre?
—Estamos en apuros. Hay un motín. Vamos a quemar la estatua, Finn, o por lo menos, vamos a intentarlo. —Por el rabillo del ojo, la muchacha vio el resplandor de la llama en la mano de Rix—. Así Incarceron no tendrá modo de salir.
—¿Han destruido el Guante? —susurró el Guardián.
Un murmullo. Una nebulosa de energía estática. Y entonces, al oído, la voz de Jared.
—¿Claudia?
Únicamente sintió un aguijonazo de alegría.
—Claudia, soy yo. Escúchame, por favor. Quiero que me prometas una cosa.
—Maestro…
—Quiero que me prometas que no quemaréis la estatua, Claudia.
Claudia parpadeó. Attia la miraba fijamente.
—Pero… tenemos que hacerlo. Incarceron…
—Sé lo que piensas. Pero estoy empezando a comprender qué pasa aquí. He hablado con Sáfico. Prométemelo, Claudia. Dime que confías en mí.
Se dio la vuelta. Vio que la muchedumbre alcanzaba el primero de los cinco peldaños y la avanzadilla empezaba a subir por el segundo.
—Confío en vos, Jared —susurró—. Siempre lo he hecho. Os quiero, Maestro.
El sonido se elevó hasta convertirse en un chillido que obligó a Jared a apartarse; el disco se cayó y rodó por el suelo.
Keiro se abalanzó sobre él y gritó:
—¡Claudia!
Pero la única respuesta fue un siseo y un crepitar que podría haber sido el ruido de una multitud o el caos de la energía estática interestelar.
Finn se dirigió a Jared.
—¿Estáis loco? ¡Claudia tiene razón! Sin su cuerpo…
—Lo sé. —Jared estaba pálido. Se inclinó contra el hogaril, con el Guante bien apretado entre los dedos—. Y te pregunto lo que le he preguntado a ella. Tengo un plan, Finn. Puede que sea una locura, puede que sea imposible. Pero podría salvarnos a todos.
Finn lo miró a la cara. Fuera caía una fuerte tormenta que batió las ventanas y apagó de un soplido el último brillo de la vela. El muchacho tenía frío y temblaba, sus manos eran témpanos de hielo. El miedo de la voz de Claudia se le había contagiado como un sabor de la Cárcel, y por un momento, se vio de nuevo en esa celda blanca en la que había nacido, y no era un príncipe, sino un Preso, sin memoria ni esperanza.
La casa retembló a su alrededor cuando un relámpago la fustigó.
—¿Qué necesitáis? —preguntó Finn.
Fue Incarceron quien los detuvo. Cuando los Presos llegaron al segundo escalón, su voz atronó con toda su potencia por el amplio salón.
—Mataré a todo aquel que se acerque un paso más.
El escalón se iluminó con una repentina luz parpadeante. Corrientes de energía se propagaron por él y emitieron ondas azules. La muchedumbre se sacudió. Algunos empujaron hacia delante, otros se detuvieron, otros retrocedieron. La masa se convirtió en un torbellino de movimiento, y los focos empezaron a describir círculos perezosos sobre ella, penetrándola para dejar al descubierto un ojo aterrado, una mano caída.
Attia le arrebató la astilla encendida a Rix.
Se dispuso a arrojarla a las fibras podridas amontonadas, pero Claudia la agarró por la mano.
—Espera.
—¿Por qué?
Se dio la vuelta, pero Claudia le retorció la muñeca con furia y se le cayó la diminuta ascua, que relució en el aire. Aterrizó en los tapices, pero antes de que el latigazo de las llamas los abrasara, Claudia los apagó con el pie.
—¿Estás loca? ¡Estamos perdidos! —Attia estaba furiosa—. ¡Y por tu culpa!
—Jared…
—¡Jared se equivoca!
—Qué placer poder contar con todos vosotros para esta ejecución. —El sarcasmo de la Cárcel se hizo eco en el aire gélido; copos de nieve minúsculos caían de las alturas—. Ahora veréis mi justicia y entenderéis que no tengo favoritismos. Pero esperad, el hombre será el primero. John Arlex, vuestro Guardián.
El Guardián estaba abatido y sucio, pero se recompuso. Su chaqueta oscura brilló por la nieve.
—¡Escuchadme! —chilló—. ¡La Cárcel intenta abandonarnos! ¡Pretende dejar que su propio pueblo muera de hambre!
Sólo los que estaban más próximos lo oyeron, y lo abuchearon para que se callara. Mientras se acurrucaba junto a su padre, Claudia supo que únicamente la amenaza de la Cárcel mantenía a raya a la horda, y que Incarceron estaba jugando con ellos.