Jared durmió a su amparo, incómodo entre las hojas secas.
Desde las almenas, Finn alzó la mirada hacia las estrellas, observó las distancias imposibles entre galaxias y nebulosas, y pensó que no eran ni la mitad de grandes que las distancias entre las personas.
En el estudio, Claudia las advirtió en los resplandores y centelleos de la pantalla.
En la Cárcel, Attia soñó con ellas. Se sentó acurrucada en la silla dura, mientras Rix rellenaba obsesivamente sus bolsillos ocultos con monedas y discos de cristal y pañuelos escondidos.
Un único destello brilló en el corazón de la moneda que Keiro lanzó al aire y recogió al vuelo, lanzó al aire y recogió al vuelo.
Y por todos los rincones de Incarceron, por sus túneles y pasillos, por sus celdas y sus mares, los Ojos empezaron a cerrarse. Uno por uno fueron apagando su murmullo en galerías donde la gente salía de sus refugios para mirar; en ciudades donde sacerdotes de cultos oscuros invocaban a Sáfico; en pabellones remotos donde los nómadas llevan siglos vagando; por encima de un Preso enloquecido que cavaba el túnel de su vida con una pala oxidada. Los Ojos se apagaron en los techos, en las esquinas cubiertas de telarañas de una celda, en la guarida de un Señor del Ala, en los aleros de paja de una cabaña. Incarceron retiró su mirada, y por primera vez desde que había despertado, la Cárcel ignoró a sus Internos, se replegó en sí misma, cerró secciones vacías, reunió su poderosa fuerza.
Attia durmió inquieta hasta que se despertó. Algo había cambiado, la había incomodado, pero no sabía qué era. La sala estaba a oscuras, el fuego casi apagado. Keiro se había acurrucado en la silla, con una pierna colgando del reposabrazos de madera, y dormía profundamente. Rix meditaba, con los ojos fijos en Attia.
Alarmada, se palpó el cuerpo para buscar el Guante y tocó su reconfortante aspereza.
—Qué pena que no fueses tú quien planteó el acertijo, Attia —susurró Rix—. Habría preferido trabajar contigo.
No le preguntó si había puesto el Guante a buen recaudo, pero la chica sabía por qué: la Cárcel podía oírlos.
Se frotó el cuello entumecido y contestó, también en voz baja:
—¿Qué tienes en mente, Rix?
—¿Qué tengo en mente? —Sonrió—. Tengo en mente la mayor ilusión que alguien haya sido capaz de crear. ¡Será una sensación, Attia! La gente hablará de ella durante generaciones.
—Si hay gente… —Keiro había abierto los ojos. Prestó atención, pero no para escuchar a Rix—. ¿Lo habéis oído?
El latido había variado.
Era más rápido, con un doble golpeteo más fuerte. Mientras Attia escuchaba, los cristales de la lámpara de araña que había sobre su cabeza tintinearon al compás; percibió una levísima reverberación en la silla donde estaba sentada.
Entonces, con tanto estruendo que Attia dio un respingo, sonó una campana.
Alto y claro perforó la oscuridad. Attia se llevó las manos a los oídos con una mueca de terror. Una, dos, tres veces repicó. Cuatro. Cinco. Seis.
En cuanto se agotó el último sonido, con su claridad de plata casi hiriente, se abrió la puerta y entró el Guardián. Llevaba la levita oscura ajustada con un cinturón del que colgaban dos trabucos de chispa. También blandía una espada y sus ojos eran grises puntos de invierno.
—Levantaos —dijo.
Keiro se puso de pie.
—¿Y vuestros vasallos?
—Ahora no. Nadie salvo yo entra en el Corazón de Incarceron. Vosotros seréis las primeras (y las últimas) de sus criaturas que verán el auténtico rostro de Incarceron.
Attia notó que Rix le estrujaba la mano.
—No tengo palabras para expresar tal honor —murmuró el mago con una reverencia.
La chica sabía que quería que le diera el Guante de inmediato. Se apartó de Rix, en dirección al Guardián, porque esa decisión la tomaría única y exclusivamente ella.
Keiro se dio cuenta. Le dedicó una sonrisa irónica que la molestó.
Si el Guardián percibió algo, no dio muestras de ello. En lugar de eso, caminó hasta un rincón de la estancia y apartó un tapiz que representaba un bosque con ciervos.
Detrás del tapiz apareció un arco cubierto por la reja de un rastrillo, antiguo y oxidado. John Arlex se inclinó y con ambas manos hizo girar un torno envejecido. Una vez, dos, lo hizo girar, y entre crujidos y chispazos, el rastrillo fue elevándose y detrás de él vieron una puerta de madera pequeña y carcomida. El Guardián la abrió con un empujón. Una ráfaga de aire caliente los barrió. Más allá vieron la oscuridad, cargada de vapor y calor.
John Arlex sacó la espada.
—Aquí está, Rix. Aquí está lo que tanto has soñado.
Cuando Finn entró en el estudio, Claudia levantó la mirada.
Tenía los ojos enrojecidos. Finn se preguntó si habría estado llorando. No cabía duda de que estaba furiosa por la frustración.
—¡Mira! —escupió—. Llevo horas concentrada y sigue siendo un misterio. ¡Un auténtico desastre! ¡Incomprensible!
Los papeles de Jared eran un caos. Finn dejó en la mesa la bandeja con vino que Ralph había insistido en que le llevara a Claudia y miró a su alrededor.
—Deberías tomarte un respiro. Seguro que has averiguado algo.
Claudia se echó a reír con exasperación. Entonces se puso de pie tan rápido que la enorme pluma azul arrinconada en una esquina echó a volar.
—¡No lo sé! El Portal parpadea, cruje, emite sonidos.
—¿Qué sonidos?
—Gritos. Voces. Nada claro.
Apretó un botón y Finn los oyó: los ecos débiles y distantes de la desesperación.
—Parecen asustados. Están en un espacio grande. —Finn la miró a la cara—. Más que asustados: aterrados.
—¿Te resulta familiar?
Él soltó una carcajada amarga.
—Claudia, la Cárcel está llena de gente asustada.
—Entonces, es imposible que sepamos qué parte de la Cárcel es, o…
—¿Qué es eso?
Finn se acercó.
—¿Qué?
—El otro sonido. Por debajo…
Claudia se lo quedó mirando y después se dirigió a los controles y empezó a ajustarlos. De forma gradual, en medio del caos de susurros y energía estática, emergió un retemblor más bajo, más grave, repetido y palpitante.
Finn se quedó quieto para escuchar mejor.
Claudia dijo:
—Es el mismo sonido que oímos cuando mi padre habló con nosotros.
—Ahora es más fuerte.
—¿Se te ocurre…?
Finn negó con la cabeza.
—Durante todo el tiempo que pasé en el Interior, jamás oí algo parecido.
Por un momento, el latido fue lo único que llenó la habitación. Entonces, del bolsillo de Finn surgió un sonido metálico y repentino que los sobresaltó a los dos. Sacó el reloj del padre de Claudia.
Aturdida, la chica le dijo:
—Nunca había hecho ese ruido.
Finn abrió con presteza la tapa dorada. Las manecillas del reloj marcaban las seis en punto; el mecanismo acústico reprodujo el repicar impaciente de unas campanillas. A modo de respuesta, el Portal murmuró algo y se quedó callado.
Claudia se acercó más.
—No sabía que tuviera una alarma. ¿Quién la ha puesto? Y ¿por qué ahora?
Finn no contestó. Se limitó a mirar la hora con aire taciturno. Entonces dijo:
—Tal vez sea para recordarnos que sólo nos queda una hora de margen.
El cubo plateado que era Incarceron giró lentamente en su cadena.
—Tened cuidado los dos al llegar aquí.
Jared se deslizó por la pendiente del tejado. Se dio la vuelta y levantó la linterna para que a Caspar le resultara más fácil.
—¿No deberíamos desatarle las manos?
—No me parece recomendable. —Medlicote empujó al conde con el trabuco—. Vamos, sir.
—¡Puedo romperme la crisma! —Caspar sonaba más irritado que preocupado. Mientras Jared lo ayudaba a subir por un montículo de piedras, se resbaló y soltó un improperio—. Mi madre os decapitará a los dos por esto. ¿Lo sabéis?
—Por supuestísimo.
Jared miró hacia delante. No se acordaba del mal estado en que se hallaba el túnel; incluso cuando Claudia y él lo habían explorado por primera vez, ya estaba a punto de desplomarse, y de eso hacía años. Claudia siempre había tenido el propósito de arreglarlo, pero nunca se había puesto manos a la obra. No había nada artificial en su antigüedad ni en los frecuentes desprendimientos de tierra de sus paredes. Una bóveda de ladrillo cubría sus cabezas, verde por el limo que goteaba, e infestada de mosquitos, que revoloteaban alrededor de la linterna.
—¿Cuánto falta? —preguntó Medlicote. Parecía preocupado.
—Creo que estamos debajo del foso.
En algún punto por delante de ellos, un ominoso goteo les informó de que había una filtración.
—Si el tejado se desploma… —murmuró Medlicote. No terminó la frase. Entonces dijo—: Quizá debiéramos regresar.
—Podéis regresar si lo deseáis, señor. —Jared agachó la cabeza para esquivar las telarañas que colgaban en la oscuridad—. Pero mi intención es encontrar a Claudia. Y será mejor que salgamos de aquí antes de que empiecen a disparar los cañones.
Sin embargo, mientras se abría paso entre la pestilente oscuridad, se preguntó si ya habrían empezado, o si el retumbar de sus oídos era simplemente el latido de su propio corazón.
Attia trastabilló al cruzar el umbral de la puerta, porque el mundo estaba inclinado. Se fue allanando bajo sus pies, o ésa fue la impresión que tuvo ella, y se vio obligada a agarrar a Rix para mantener el equilibrio.
Él, que miraba hacia arriba, ni siquiera se dio cuenta.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Estamos en el Exterior!
El espacio no tenía techo, ni paredes. Era tan inmenso que no tenía final, nada salvo una neblina vaporosa que les impedía ver.
En ese instante, Attia supo que era un ser diminuto en la faz del universo; se asustó. Se pegó a Rix y el hombre la cogió de la mano, como si él también hubiera sentido ese mareo repentino.
Volutas de vapor se rizaban varios kilómetros por encima de sus cabezas, igual que si fueran nubes. El suelo estaba hecho de un mineral duro, con unos cuadrados enormes. Cuando el Guardián los instó a avanzar, sus pisadas resonaron rotundas sobre la superficie negra y brillante. Contó. Tuvo que dar trece pasos para llegar al siguiente cuadrado blanco.
—Figuras en un tablero de ajedrez. —Keiro verbalizó los pensamientos de Attia.
—Tanto en el Exterior como en el Interior —murmuró el Guardián, divertido.
Y reinaba el silencio. Eso era lo que más la asustaba. El latido había cesado en cuanto habían atravesado el umbral, como si de algún modo hubiesen entrado en las recámaras mismas del órgano vital, y allí, inmerso en sus profundidades, no habitara sonido alguno.
Una sombra parpadeó en las nubes.
Keiro se dio la vuelta a toda velocidad.
—¿Qué ha sido eso?
Una mano. Enorme. Y luego, un rayo de luz que se movía entre plumas, unas plumas inmensas, más altas que un hombre.
Rix alzó la cabeza, embelesado.
—Sáfico —susurró—. ¿Estáis ahí?
Era un espejismo, una visión. Levitó entre las nubes y se elevó como un coloso por el cielo, un gran ser de resplandor blanco y bocanadas de vapor; una nariz, un ojo, el plumaje de las alas tan extendido que era capaz de cubrir el mundo entero.
Incluso Keiro estaba admirado. Attia no podía moverse. Rix murmuró para sus adentros.
Sin embargo, la voz del Guardián, tras ellos, sonó apacible.
—¿Impresionado? Pero si también es una ilusión, Rix. ¿Ni siquiera te das cuenta? —Su profundo desdén no tenía límites—. ¿Por qué te impresiona tanto una cuestión de tamaño? Todo es relativo. Rix, ¿qué me dirías si te contara que todo Incarceron es en realidad más insignificante que un terrón de azúcar en un universo de gigantes?
Rix despegó los ojos de la aparición.
—Diría que el lunático sois vos, Guardián.
—Tal vez sea así. Venid los tres a ver qué provoca vuestro espejismo.
Keiro tiró de Attia para que avanzara. Al principio, la chica era incapaz de dejar de mirar atrás, porque la sombra de las nubes crecía conforme se alejaban de ella, ondeando, desvaneciéndose y reapareciendo. Por el contrario, Rix se apresuró a seguir al Guardián, como si ya hubiese olvidado la maravilla.
—¿Cómo de insignificante?
—Más pequeño de lo que podrías llegar a imaginar —contestó John Arlex, y lo miró a la cara.
—Pero en mi imaginación, ¡soy inmenso! Soy el universo. No existe nada más que yo.
Keiro comentó:
—Vaya, hablas igual que la Cárcel.
Ante sus ojos, la neblina se disipó. Solo, en el centro del suelo de mármol, destacado por un anillo de focos, vieron a un hombre.
Estaba de pie sobre una plataforma elevada por cinco peldaños, y al principio pensaron que tenía alas, de un plumaje negro como el del cisne. Después vieron que vestía una túnica de Sapient de la más oscura iridiscencia, a la que había cosido plumas. Tenía el rostro enjuto y bello, radiante. Sus ojos eran perfectos, sus labios esbozaban una sonrisa compasiva, su pelo era oscuro. Tenía una mano levantada y la otra colgaba relajadamente. No se movía, ni hablaba, ni respiraba.
Rix anduvo hasta el primer escalón y alzó la mirada.
—Sáfico —murmuró—. El rostro de la Cárcel es Sáfico.
—No es más que una estatua —espetó Keiro.
A su alrededor, tan próximo como una caricia contra las mejillas, surgió el susurro de Incarceron.
—No es verdad. Es mi cuerpo.
El Portal dijo algo.
Finn se dio la vuelta y observó. Unas volutas grises, como nubecillas rizadas, se movían en su superficie. El murmullo de la habitación se moduló y cambió. Todas las luces empezaron a parpadear, se encendían y se apagaban.
—Apártate. —Claudia ya estaba en los controles—. Ahí dentro pasa algo.
—Tu padre nos advirtió… de lo que podía salir.
—¡Ya sé lo que dijo! —No se dio la vuelta, sino que jugueteó con los dedos en los controles—. ¿Vas armado?
Finn desenvainó la espada lentamente.
La luz de la habitación se volvió más tenue.
—¿Y si es Keiro? ¡No puedo matar a Keiro!
—Incarceron es lo bastante astuto para parecerse a cualquiera.
—¡No puedo, Claudia! —Se acercó más.
De pronto, sin avisar, la habitación se inclinó. Habló. Y lo que dijo fue:
—Mi cuerpo…
Sobresaltado, Finn se inclinó hacia atrás y se golpeó contra el escritorio. La espada se le escapó de las manos mientras intentaba agarrarse a Claudia, pero ella retrocedió soltando un suspiro, perdió pie y, sin querer, aterrizó en la silla: se sentó a plomo.