Apuró el agua que le quedaba y después rebuscó en el bolsillo para sacar el reloj del Guardián y colocarlo encima de la mesa. El diminuto dado de plata tintineó sobre la superficie metálica.
El Guardián le había dicho que ese cubo era Incarceron.
Lo hizo girar delicadamente con el dedo meñique.
Tan pequeño.
Tan misterioso.
Una cárcel que podía llevarse colgada de la cadena del reloj.
Lo había sometido a todos los análisis que conocía, pero no había obtenido ninguna lectura. No tenía densidad, ni campo magnético, ni rastro de energía. Ninguno de los instrumentos que poseía había sido capaz de penetrar su silencio de plata. Era un dado de composición desconocida, que dentro encerraba otro mundo.
O eso le había contado el Guardián.
De pronto Jared cayó en la cuenta de que lo único que tenía para corroborarlo era la palabra de John Arlex. ¿Y si no había sido más que una última provocación dirigida a su hija? ¿Y si era mentira?
¿Acaso explicaban esas dudas por qué él, Jared, todavía no se lo había revelado a Claudia? Aunque tenía que contárselo. La joven debía saberlo. El pensamiento de que también tendría que confesarle su trato con la reina lo apresó de repente y lo atormentó.
Repitió:
—¡Attia! ¡Attia! Contéstame. ¡Por favor!
Pero la única respuesta que recibió fue la de una aguda vibración en el bolsillo. Sacó a toda prisa el escáner y soltó un juramento en voz baja. A lo mejor los vigilantes se habían cansado de roncar apoyados contra la puerta de la Torre y habían ido a buscarlo.
Alguien se colaba por las bodegas.
—No deberíamos salirnos del camino —le recriminó Keiro mirando hacia abajo; Attia observaba fijamente los arbustos de la orilla.
—Te digo que lo he oído. Mi nombre.
Keiro frunció el entrecejo y bajó de la montura.
—Por aquí no podemos seguir con el caballo.
—Pues entonces avanzaremos gateando. —Attia se había puesto a cuatro patas, apoyándose en las manos y en las rodillas. En el resplandor verde, una maraña de raíces se expandía bajo las hojas altas.
—Por aquí. ¡Tiene que estar muy cerca!
Keiro vaciló.
—Si nos desviamos, la Cárcel pensará que intentamos darle esquinazo.
—¿Desde cuándo tienes miedo de Incarceron? —Attia levantó los ojos hacia él y Keiro le devolvió una mirada dura, porque la chica parecía saber siempre cuál era el mejor modo de manipularlo. Entonces añadió—: Espera aquí. Iré sola.
Y se adentró arrastrándose por entre las raíces y las hojas.
Con un siseo de irritación, Keiro amarró bien el caballo y se agachó detrás de ella. El manto de hojas formaba una masa de diminuto follaje quebradizo; Keiro notó cómo crujía bajo sus rodillas y le pinchaba los dedos enfundados en los guantes. Las raíces eran enormes, una maraña lisa y serpenteante de metal. Al cabo de un rato se dio cuenta de que eran unos cables gigantes, que entraban y salían de la superficie de la Cárcel, y sustentaban los arbustos formando una especie de túnel. Apenas había espacio para levantar la cabeza, y por encima de su espalda encogida, las zarzas, los espinos y los matorrales de acero le rasgaban y alborotaban el pelo.
—Agáchate más —murmuró Attia—. Túmbate.
Kiro maldijo como un carretero, sin contenerse, cuando su levita encarnada se rasgó a la altura del hombro.
—Por el amor de dios, no hay nada…
—Escucha. —Attia se detuvo, con el pie casi en la cara de él—. ¿Lo oyes?
Una voz.
Una voz cargada de energía estática y crujidos, como si las propias ramas espinosas se hicieran eco de las sílabas repetidas.
Keiro se frotó la cara con una mano sucia.
—Sigue —dijo el chico en voz baja.
Reptaron por el laberinto de puntas afiladas como cuchillos. Attia hundió los dedos en los restos vegetales y se abrió camino. El polen la hacía estornudar; el aire estaba cargado de polvo microscópico. Un Escarabajo correteó, con su sonido metálico, junto al pelo de Attia.
La chica hizo maniobras para esquivar un tronco grueso y vio, como si estuviera entretejida en el bosque de espinos y alambres puntiagudos, la pared de un edificio oscuro.
—Es como en el libro de Rix —susurró Attia.
—¿Otro libro?
—Una bella princesa duerme durante cien años en un castillo en ruinas.
Keiro gruñó y se tiró del pelo para separarlo de las zarzas.
—¿Y qué más?
—Un ladrón entra en el castillo y roba una taza de su tesoro. Ella se convierte en dragón y pelea contra él.
Keiro se deslizó para colocarse junto a Attia. Estaba sin resuello, con el pelo lacio y pegado a la cabeza por culpa de la suciedad y el sudor.
—Soy tonto de remate sólo por escucharte. Y ¿quién gana?
—El dragón. La chica devora al ladrón y entonces…
La energía estática crujió.
Keiro se acurrucó en un hueco polvoriento. Unas parras trepaban por el muro de ladrillo oscuro y satinado. En la base había una puertecilla de madera diminuta, asfixiada por la hiedra.
Detrás de la puerta, la voz crepitó y crujió una vez más:
—¿Quién anda ahí? —susurró.
Engañé a la Cárcel.
Engañé a mi padre.
Le pregunté algo
que quedó en el aire.
Cantos de Sáfico
—¡Soy yo! ¡Os he estado buscando por todas partes!
Jared cerró los ojos aliviado. Entonces abrió la puerta y dejó que Claudia entrara como el rayo. Llevaba el vestido de fiesta tapado por una capa oscura. Le preguntó:
—¿Está aquí Finn?
—¿Finn? No…
—Ha retado al Impostor a un duelo. ¿Os lo podéis creer?
Jared volvió a acercarse a la pantalla.
—Me temo que sí puedo, Claudia.
La joven observó el desorden general que rodeaba al Sapient.
—¿Qué hacéis aquí en plena noche? —Se acercó más a Jared y lo estudió con detenimiento—. Maestro, parecéis agotado. Deberíais dormir.
—Ya dormiré en la Academia.
Había un toque amargo en su voz que resultaba nuevo para Claudia.
Preocupada, se inclinó sobre el banco de trabajo y apartó las minúsculas herramientas.
—Pero pensaba…
—Me marcho mañana, Claudia.
—¿Tan pronto? —La pilló por sorpresa—. Pero… estáis tan cerca de conseguirlo. ¿Por qué no invertís algunos días más…?
—No puedo.
Nunca había sido tan cortante con ella. Claudia se preguntó si sería el dolor que lo dominaba. Y entonces el Sapient se sentó, dobló sus dedos largos y enjutos encima de la mesa y dijo con tristeza:
—¡Ay, Claudia! Desearía con todas mis fuerzas que estuviéramos a salvo en el feudo del Guardián. Me pregunto cómo estará mi zorrillo, y los pájaros. También echo de menos mi observatorio, Claudia. Echo de menos contemplar las estrellas.
Con dulzura, Claudia respondió:
—Añoráis el hogar, Maestro.
—Un poco. —Se encogió de hombros—. Estoy harto de la Corte. De su Protocolo asfixiante. De sus banquetes exquisitos y sus interminables salas suntuosas en las que cada puerta esconde un espía. Me gustaría vivir con un poco de paz.
Eso la dejó muda. Jared casi nunca estaba triste; siempre exhibía un talante tranquilo y sereno, era como una presencia segura a su lado. Claudia luchó por apaciguar la alarma que sentía.
—Maestro, entonces iremos a casa en cuanto Finn esté a salvo en el trono. Volveremos a casa. Solos vos y yo.
Él sonrió y asintió con la cabeza, y Claudia creyó ver nostalgia en su mirada.
—Tal vez falte mucho para eso. Y un duelo no ayudará a resolver las cosas.
—La reina les ha prohibido que peleen.
—Bien.
Los dedos de Jared golpetearon al unísono en el escritorio. Claudia se dio cuenta de que los sistemas estaban vivos, el Portal murmuraba con una energía distorsionada.
Jared dijo:
—Tengo algo que contaros, Claudia. Algo importante. —Se inclinó hacia delante y evitó mirarla—. Algo que ya deberíais saber, que no debería haberos ocultado. Este viaje a la Academia… Hay un motivo por el que… la reina me ha permitido que vaya…
—Para que estudiéis la Esotérica, ya lo sé —dijo Claudia con impaciencia mientras caminaba arriba y abajo—. ¡Ya lo sé! Ojalá pudiera acompañaros. ¿Por qué os deja ir a vos pero a mí no? ¿Qué está tramando?
Jared levantó la cabeza y la observó. El corazón le latía desbocado; sentía tanta vergüenza que le costaba hablar.
—Claudia…
—Aunque a lo mejor no está mal que yo me quede. ¡Un duelo! ¡No tiene ni idea de cómo comportarse! Es como si hubiera olvidado todo lo que ha…
Cuando su mirada se cruzó con la de su tutor, Claudia dejó de hablar y soltó una risita incómoda.
—Lo siento. ¿Qué ibais a decirme?
Jared sintió un dolor dentro de su cuerpo que no estaba provocado por la enfermedad. Levemente lo reconoció como rabia; rabia y un profundo y amargo orgullo. Ignoraba que fuera una persona orgullosa. «Vos erais su tutor y su hermano, y ejercíais más de padre que yo en toda mi vida.» Las palabras acusadoras del Guardián, cargadas de envidia, volvían a su mente; dedicó un instante a saborearlas, observó a Claudia, que aguardaba, sin sospechar nada. ¿Cómo podía haber destruido la confianza que había entre ellos dos?
—Esto —dijo el Sapient. Dio un golpecito al reloj que descansaba encima de la mesa—. Creo que deberíais tenerlo.
Claudia se mostró aliviada, y después sorprendida.
—¿El reloj de mi padre?
—No, el reloj no. Esto.
Claudia se acercó más a la mesa. Jared tocaba el cubo de plata que colgaba de la cadena. Lo había visto tantas veces en las manos de su padre que apenas le había prestado atención, pero ahora, un asombro repentino la embargó: ¿cómo podía ser que su padre, un hombre tan austero, llevara un adorno plateado en el reloj?
—¿Es un amuleto?
Jared no sonrió.
—Es Incarceron —dijo.
Finn se tumbó sobre la hierba crecida y miró las estrellas.
Entre las briznas oscuras, el brillo distante de su luz le proporcionaba cierto consuelo. Había llegado allí con la agitación del banquete todavía ardiendo en él, pero el silencio de la noche y la belleza de las estrellas lo habían ido apaciguando.
Movió el brazo que tenía debajo de la cabeza y notó el cosquilleo de la hierba bajo el cuello.
Estaban tan lejanas… En Incarceron soñaba con las estrellas, eran su símbolo de la Huida; cayó en la cuenta de que continuaban siendo lo mismo, de que él seguía encarcelado. Tal vez lo estuviera siempre. Tal vez lo mejor fuera desaparecer sin más, perderse cabalgando en el Bosque para no regresar. Aunque eso implicaría abandonar a Keiro y a Attia.
A Claudia no le importaría. Se removió incómodo para ahuyentar el pensamiento, pero la noción se mantuvo allí. No, no le importaría. Terminaría por casarse con el Impostor y sería reina, como estaba escrito en su destino desde el principio.
¿Por qué no?
¿Por qué no huir?
Aunque, ¿adónde? Y ¿qué sentiría cuando cabalgara entre el Protocolo interminable de ese mundo asfixiante, cuando soñara todas las noches con Keiro en el infierno metálico y lívido de Incarceron, sin saber si estaba vivo o muerto, tullido o loco, si había asesinado o recibido el golpe mortal de otro?
Se dio la vuelta y se acurrucó. Se suponía que los príncipes tenían que dormir en camas doradas con doseles de Damasco, pero el palacio era un nido de víboras, allí no podía respirar. Ese cosquilleo tan familiar detrás de los ojos había desaparecido, pero la sequedad de la garganta le advertía que el ataque había estado cerca. Tenía que andarse con cuidado. Era preciso aprender a controlarse mejor.
De todas formas, el momento de rabia en el que había planteado el reto había sido una satisfacción. Lo revivió una y otra vez: cómo el Impostor se apartaba, la marca enrojecida del puñetazo en su rostro… En ese momento había perdido la compostura, y Finn sonrió en la oscuridad, descansando la mejilla en la hierba húmeda.
Notó un roce tras él.
Se dio la vuelta a toda velocidad y se sentó. Los anchos prados parecían grises a la luz de las estrellas. Por detrás del lago, los bosques de la Corona elevaban sus negras cabezas hacia el cielo. Los jardines olían a rosa y a madreselva, un aroma dulce en el cálido ambiente estival.
Se tumbó de nuevo boca arriba y miró hacia lo alto.
La luna, un cúmulo de agujeros abandonados, pendía como un fantasma en el este. Jared le había contado que había recibido ataques durante los Años de la Ira, y que desde entonces las mareas del océano se veían alteradas, que la órbita nueva había modificado el mundo.
Y a continuación, habían detenido el cambio por completo.
Cuando él fuera rey, modificaría las cosas. Las personas serían libres de hacer o decir lo que quisieran. Los pobres no tendrían que ser esclavos en las grandes propiedades de los ricos. Y él encontraría Incarceron, los liberaría a todos… Aunque, claro, también pensaba huir.
Contempló las estrellas blancas del cielo.
«Finn el Visionario no huye.» Casi podía oír el sarcasmo de Keiro.
Volvió la cabeza, suspiró y estiró los brazos.
Entonces tocó algo frío.
Con un estremecimiento de acero, desenvainó la espada. Ya se había incorporado, estaba alerta, el corazón le palpitaba con fuerza, el cosquilleo del sudor le mojaba el cuello.
A lo lejos, en el palacio iluminado, se oía el eco de unas notas musicales.
Los prados continuaban vacíos. Sin embargo, había algo pequeño y brillante hundido en la hierba justo por encima del lugar en el que había reposado la cabeza.
Al cabo de un momento, sin dejar de prestar mucha atención, se agachó y recogió el objeto. Y mientras lo contemplaba, un escalofrío de temor hizo que le temblara la mano.
Era una pequeña daga de acero, peligrosamente afilada, y su empuñadura era un lobo que corría, con las fauces abiertas y aspecto feroz.
Fin se puso de pie y miró a su alrededor, agarró con firmeza el puño de la espada.
Pero la noche continuó en silencio.
La puerta cedió tras la tercera patada. Keiro apartó una zarza de cables y metió la cabeza por el hueco. Su voz resurgió amortiguada.
—Un pasillo. ¿Tienes la linterna?
Attia se la entregó.
Keiro se aventuró por el túnel mientras ella esperaba, sin distinguir apenas sus movimientos lejanos. Entonces le dijo: