—Vamos.
Attia se coló por la puerta y se detuvo junto a él.
El interior estaba oscuro y mugriento. Saltaba a la vista que llevaba años abandonado, tal vez siglos. Montones de desperdicios y troncos se agrupaban debajo de las telas de araña y la suciedad.
Keiro apartó algo y se abrió paso entre un escritorio abarrotado y un armario roto. Sacudió el polvo de sus guantes y bajó la mirada hacia el montículo de vajilla rota.
—Vaya, lo que faltaba.
Attia aguzó el oído. El pasillo conducía hacia la oscuridad, donde no se percibía nada salvo unas voces. Ahora había dos, que se acercaban y alejaban a ellos de forma curiosa.
Keiro ya tenía la espada preparada.
—Al menor contratiempo nos largamos de aquí. Con una Banda Encadenada ya tenemos suficiente…
Attia asintió y se desplazó para adelantarlo, pero él la agarró por el brazo y la empujó hacia atrás.
—Cúbreme las espaldas. Ése es tu trabajo.
Attia sonrió con dulzura.
—Yo también te quiero —susurró.
Avanzaron con cautela por el espacio sombrío. Al final del pasillo había una puerta enorme medio abierta, detenida para siempre e incapaz de abrirse del todo. Cuando Attia se coló por la rendija detrás de Keiro, supo por qué: alguien había apilado un montón de muebles contra la puerta, como en un último y desesperado intento de mantenerla cerrada.
—Aquí dentro pasó algo. Mira ahí.
Keiro dirigió la luz de la linterna hacia el suelo. Unas manchas oscuras moteaban las baldosas. Attia supuso que en otra época habría sido sangre. Observó con más atención los desperdicios, después miró alrededor y repasó toda la sala rodeada de galerías.
—Son juguetes —susurró.
Se hallaban ante los restos de una guardería suntuosa. Pero el tamaño de las cosas no encajaba. La casa de muñecas que la muchacha observaba en ese momento era enorme, tanto que casi habría podido colarse dentro si hubiera aplastado la cabeza contra el techo de la cocina, rematado con filigranas de escayola y del que se había desprendido una de las molduras. Las ventanas del piso superior quedaban demasiado altas para poder mirar por ellas. En el centro de la habitación había aros, tableros, pelotas y bolos desperdigados; cuando Attia se acercó a ellos notó una suavidad increíble bajo sus pies, y al arrodillarse se dio cuenta de que era una alfombra, negra por la mugre.
La estancia se iluminó. Keiro había encontrado velas; encendió unas cuantas y las repartió.
—Mira esto. ¿Habría un gigante o varios enanos?
Aquellos juguetes eran impresionantes. En su mayoría eran demasiado grandes, como esa espada gigante y el casco del tamaño de un ogro que colgaba de una percha. Pero otras cosas eran diminutas: un desbarajuste de piezas de construcción no más grandes que unos granos de sal, libros ordenados en una estantería que empezaban siendo cuadernos inmensos en una punta e iban disminuyendo de tamaño hasta convertirse en minúsculos libros cerrados con llave en la otra punta. Keiro abrió la tapa de un baúl de madera y se admiró al encontrar una colección interminable de disfraces de todas las tallas. Continuó rebuscando dentro del baúl y encontró un cinturón de cuero con hebillas de oro. También había una casaca de pirata, de piel de color carmín. Al instante se quitó la levita roja que llevaba y se puso la nueva, ajustándose el cinturón antes de decir:
—¿Me queda bien?
—Estamos perdiendo el tiempo.
Las voces se habían apagado. Attia se dio la vuelta e intentó identificar de dónde provenía el sonido, que parecía nacer entre el enorme caballito balancín y una fila de marionetas oscilantes que colgaban de la pared, con la nuca rota y las extremidades retorcidas, y que la miraban con sus ojillos penetrantes y rojos como los de Incarceron.
Detrás de las marionetas había muñecos. Estaban todos amontonados: princesas de melena rubia, ejércitos enteros de soldados, dragones de fieltro y batista con la cola larga y terminada en un tridente. Ositos de peluche, osos pandas y otros animales que Attia no había visto nunca formaban una montaña tan alta que llegaba al techo.
Arremetió contra ellos y los apartó a manotazos.
—¿Qué haces? —soltó Keiro.
—¿Es que no lo oyes?
Dos voces. Pequeñas y crepitantes. Era como si los peluches hablaran, como si las muñecas conversaran. Brazos y piernas y cabezas y ojos de cristal azul entremezclados.
Debajo de todos ellos encontró una cajita, en cuya tapa había incrustada un águila de marfil.
Las voces provenían de su interior.
Durante un buen rato, Claudia no dijo nada. Entonces se acercó, agarró el reloj y dejó que el dado se balanceara en la cadena y diera vueltas, para que brillase con la luz.
Al final susurró:
—¿Cómo lo sabéis?
—Me lo dijo vuestro padre.
Claudia asintió y el Sapient vio la fascinación en sus ojos.
—«Tenéis un mundo en vuestras manos.» Eso me dijo.
—Y ¿por qué no me lo habíais contado antes?
—Primero quería hacer unos cuantos experimentos. Pero ninguno de ellos ha funcionado. Supongo que deseaba estar seguro de que me había dicho la verdad.
La pantalla crepitó. Jared la miró con la mente abstraída.
Claudia observaba cómo giraba el dado. ¿De verdad contenía el mundo infernal en el que había entrado, la cárcel con un millón de presos? ¿Era allí donde estaba su padre?
—¿Por qué iba a mentir, Jared?
Él no la escuchaba. Estaba absorto en los controles, ajustando algo hasta que el murmullo de la habitación se moduló. Claudia sintió unas náuseas repentinas, como si el mundo hubiera cambiado, y bajó el reloj a toda prisa.
—¡La frecuencia ha cambiado! —exclamó Jared—. A lo mejor… ¡Attia! ¡Attia! ¿Me oyes?
Sólo crepitó el silencio. Y entonces, para su asombro, débil y muy lejano, les llegó el sonido de una música.
—¿Qué es eso? —preguntó en un suspiro Claudia.
Pero ya sabía lo que era. Era la melodía aguda y tontorrona de una caja de música.
Keiro mantuvo abierta la caja. La melodía sonaba muy fuerte; llenó la sala abarrotada con una alegría fantasmal y amenazadora. Lo curioso era que carecía de mecanismo, no había nada que produjera el sonido. La caja era de madera y estaba completamente vacía, salvo por un espejo que había en el reverso de la tapa. Keiro le dio la vuelta y examinó la parte inferior.
—Parece imposible.
—Dámela.
Keiro la miró a los ojos, pero después le entregó la caja.
Attia la agarró con fuerza, porque sabía que las voces estaban ahí escondidas, detrás de la música.
—Soy yo —contestó—. Soy Attia.
—Ha pasado algo. —Jared deslizó sus delicados dedos por los controles, tecleando con rapidez—. Ahí. ¡Ahí! ¿Lo oyes?
Una amalgama de sonidos indescifrables. Eran tan altos que Claudia se estremeció, y el Sapient bajó el volumen al instante.
—Soy yo. Soy Attia.
—¡La hemos encontrado! —Jared no cabía en sí de gozo—. ¡Attia, soy Jared! Jared Sapiens. Dime si puedes oírme.
Un minuto de electricidad estática. Y después la voz de Attia, distorsionada, pero inteligible.
—¿De verdad sois vos?
Jared miró a Claudia, pero el rostro de la chica provocó la extinción de su alegría triunfal. Parecía extrañamente sobrecogida, como si la voz de la otra chica le hubiera devuelto los oscuros recuerdos de la Cárcel.
Más tranquilo, el Maestro dijo:
—Claudia y yo estamos aquí. ¿Te encuentras bien, Attia? ¿Estás a salvo?
Un crujido. Después otra voz, corrosiva como el ácido.
—¿Dónde está Finn?
Claudia soltó el aliento lentamente.
—¿Keiro?
—¿Quién va a ser, si no? ¿Eh? ¿Dónde está, Claudia? ¿Dónde está el príncipe? ¿Estás ahí, hermano de sangre? ¿Me estás oyendo? Porque te voy a partir la cara, asqueroso.
—No está aquí.
Claudia se acercó más a la pantalla. Describía ondas frenéticas. Jared hizo unos cuantos ajustes.
—Ya está —dijo el Sapient en voz baja.
Claudia vio a Keiro.
No había cambiado nada. Llevaba el pelo largo y se lo había recogido en la nuca; vestía una especie de chaqueta muy cantona con cuchillos en el cinturón. Sus ojos reflejaban una rabia feroz. Él también debió de verla, porque una burla instantánea se dibujó en su cara.
—Hombre, parece que aún llevas sedas y volantes.
Detrás de él, Claudia vio a Attia, en las sombras de una habitación abarrotada de objetos. Sus ojos se encontraron. Claudia preguntó:
—Decidme, ¿habéis visto a mi padre?
Keiro soltó el aire en un silbido silencioso. Miró a Attia y preguntó:
—Entonces, ¿es verdad? ¿Está en el Interior?
La voz de Claudia sonó muy baja.
—Sí. Se llevó las dos Llaves, pero ahora las tiene la Cárcel. Ha ideado un plan temerario… Quiere construir…
—Un cuerpo. Lo sabemos.
Keiro disfrutó del breve silencio que provocó el asombro de la pareja, pero entonces Attia volvió a arrebatarle la caja y preguntó:
—¿Finn se encuentra bien? ¿Qué está pasando ahí?
—El Guardián saboteó el Portal. —Jared parecía apurado, como si se le acabara el tiempo—. He hecho algunos arreglos pero… Todavía no podemos sacaros de allí.
—Entonces…
—Escuchadme. El Guardián es el único que puede ayudaros. Intentad encontrarlo. ¿Con qué mecanismo nos veis?
—Con una caja de música.
—Pues llevadla encima. A lo mejor…
—¡Sí, pero Finn…! —Attia estaba pálida por la ansiedad—. ¿Dónde está Finn?
A su alrededor, la guardería empezó a ondularse de repente. Keiro chilló alarmado.
—¿Qué ha sido eso?
Attia miró con atención. Todo el tejido del mundo se había vuelto más fino. Sintió un terror repentino a que, de algún modo, pudiera caer a través de él, hacia abajo, como Sáfico, envuelta en la eterna negrura. Y al momento la alfombra mugrienta volvió a parecer firme bajo sus pies y Keiro dijo:
—La Cárcel debe de estar furiosa. Tenemos que irnos.
—¡Claudia! —Attia sacudió la caja, pues ahora sólo se veía a sí misma en el espejo—. Sigues ahí?
Voces, discusiones. Ruido, movimiento, una puerta que se abría. Y luego una voz que dijo:
—Attia, soy Finn.
La pantalla se iluminó y entonces lo vio.
Attia se quedó totalmente muda.
Las palabras se le escaparon; había tantas cosas que quería decirle… Logró pronunciar su nombre:
—¿Finn…?
—¿Estáis bien los dos? Keiro, ¿estás ahí?
Attia notó que Keiro se le pegaba a la espalda. Cuando el muchacho por fin dejó oír su voz, sonó grave y burlona:
—Vaya —dijo—. Mira cómo vas…
Ninguno de nosotros sabe ya quiénes somos.
Los Lobos de Acero
Finn y Keiro se miraron el uno al otro.
Tras años de aprender a leer la expresión de su hermano de sangre para conocer su estado de ánimo, Finn supo que en ese momento estaba rabioso. Consciente de que Claudia y Jared lo observaban, se frotó el rostro sonrojado.
—¿Estás bien?
—Uf, ¡cómo quieres que esté! Mi hermano de sangre Escapó. No tengo banda, no tengo Comitatus, ni comida, ni casa, ni seguidores. Soy un proscrito en todas las Alas, un ladrón que roba a los ladrones. Soy el más rastrero de los rastreros, Finn. Pero claro, ¿qué otra cosa se puede esperar de un medio hombre?
Finn cerró los ojos. Llevaba la daga de los Lobos de Acero en el cinturón; notó la punta contra las costillas.
—Esto tampoco es el Paraíso.
—¿Ah no? —Con los brazos cruzados, Keiro lo repasó con la mirada de arriba abajo—. Pues a mí me parece que tienes muy buena pinta, hermano. Hambre no pasas, ¿no?
—No, pero…
—¿Tienes dolores? ¿Marcas de una paliza? ¿Sangre tras haber luchado contra una cadena de monstruos?
—No.
—Bueno, ¡pues yo sí, príncipe Finn! —Keiro explotó de rabia—. No te quedes ahí plantado en tu palacio de oro pidiendo mi compasión. ¡¿Qué ha pasado con tus planes de llevarnos al Exterior?!
El corazón latía con suma fuerza en el pecho de Finn; sintió un cosquilleo en la piel. Notó que Claudia se pegaba a él por detrás. Como si supiera que el muchacho era incapaz de responder, ella se adelantó a decir con firmeza:
—Jared se está esforzando mucho. No es fácil, Keiro. Mi padre se aseguró de que no lo fuera. Tendrás que ser paciente.
A través de la pantalla les llegó un resoplido socarrón.
Finn se sentó en la silla metálica. Se inclinó hacia delante, con ambas manos en la mesa, hacia ellos.
—No os he olvidado. No os he abandonado. Pienso en vosotros continuamente. Tenéis que creerme.
Fue Attia quien contestó:
—Te creemos. Estamos bien, Finn. Por favor, no te preocupes por nosotros. ¿Todavía tienes visiones?
La preocupación en sus ojos lo reconfortó un poco.
—Algunas veces. Me dan diferentes medicamentos, pero nada funciona.
—Attia. —Fue Jared quien intervino, con voz intrigada—. Dime una cosa: ¿estáis cerca de algún objeto que pueda emitir energía? ¿Alguna parte de los sistemas de la Cárcel?
—No sé… Estamos en una especie de… guardería.
—¿Ha dicho «guardería»? —susurró Claudia.
Finn se encogió de hombros. A lo único a lo que prestaba atención era al silencio de Keiro.
—Lo que pasa es que… —Jared estaba descolocado—. Me llegan algunas ondas de frecuencia muy peculiares. Como si alguna fuente de energía muy poderosa se hallara cerca de vosotros.
Attia dijo:
—Debe de ser el Guante. La Cárcel quiere…
Su voz se detuvo de forma abrupta. Se oyó una refriega y unos forcejeos, y después la pantalla parpadeó, vibró y se fundió en negro.
Jared dijo:
—¡Attia! ¿Estás bien?
Lejana y furiosa, la voz de Keiro siseó:
—¡Cállate! —Y luego, más alto—: ¡La Cárcel está nerviosa! Nos largamos de aquí.
Un aullido amortiguado. Un aleteo de acero.
—¿Keiro? —Finn se levantó de improviso—. Ha sacado la espada. ¡Keiro! ¿Qué os pasa?
Un alboroto. Y con nitidez, les llegó el chillido de terror de Attia.
—Las marionetas… —dijo la chica entre jadeos.
Y luego, nada salvo la electricidad estática.
Mordió la mano de Keiro; en cuanto él la apartó de su boca, Attia dijo en un suspiro:
—Mira. ¡Mira!
Keiro se dio la vuelta y lo vio. La última marioneta de la fila se estaba despertando. Las cuerdas que le daban movilidad se habían tensado desde el techo oscuro, y la cabeza se iba levantando y se volvía con lentitud hacia ellos.