—¿Está barrado?
—Como si lo estuviera. —Su voz sonó contenida, casi un suspiro, algo raro en él. Su aliento se congeló cuando volvió la cabeza para mirarla—. Deberíamos regresar. Nunca conseguiremos cruzar esto.
—Pero… ¡con lo lejos que hemos llegado!
—El caballo está muerto de miedo.
¿Acaso el asustado era Keiro? Hablaba en voz baja y con la cara seria. Por un instante, Attia creyó percibir debilidad, pero entonces el murmullo cargado de rabia del chico le dio ánimos:
—¡Date la vuelta, Attia!
Lo hizo.
Y vio lo imposible.
Unas siluetas enmascaradas ascendían como un enjambre por los laterales del viaducto, se colaban por los agujeros, trepaban por las cadenas y las ramas de hiedra. El caballo relinchó aterrado y retrocedió a toda prisa. Keiro soltó las riendas y también dio un paso atrás.
Attia sabía que aquello era el final. El caballo se tropezó, lleno de pavor. Terminaría por caerse y, al llegar a la lejana superficie, toda aquella gente hambrienta devoraría su cuerpo.
Entonces, una de las personas enmascaradas agarró al animal, le cubrió los ojos con una capa y, con pericia, lo condujo hacia la oscuridad.
Eran unos diez, todos bajos y delgados, y protegidos por cascos con plumas. Eran como una mancha negra de la cabeza a los pies, salvo por un relámpago irregular que les cruzaba el ojo derecho. Rodearon a Keiro en un círculo que describieron con los trabucos con los que le apuntaban. Ninguno de ellos se acercó a Attia.
La chica se quedó plantada, alerta, con el cuchillo en la mano.
Keiro recuperó la compostura, y sus ojos azules destilaban ira. Se llevó la mano a la espada.
—Ni la toques —le dijo el bandolero más alto, y le arrebató el arma. Entonces se volvió hacia Attia—. ¿Es tu esclavo?
Tenía voz de chica. Los ojos que ocultaba la máscara no encajaban: uno era gris y vivaz, y el otro tenía la pupila de oro, una piedra incapaz de ver.
Sin dudarlo, Attia respondió:
—Sí, no lo matéis. Me pertenece.
Keiro soltó un bufido pero no se movió. Attia confiaba en que tuviera suficiente sentido común para mantener la boca cerrada.
Las chicas enmascaradas (porque Attia estaba segura de que todas eran chicas) se miraron unas a otras. Entonces, la líder hizo una señal. Bajaron los trabucos.
Keiro miró a Attia. Sabía muy bien qué significaba esa mirada. Él llevaba el Guante escondido en el bolsillo interior del abrigo, y lo encontrarían si lo registraban.
Se cruzó de brazos y sonrió:
—Estoy rodeado de mujeres. La cosa se va animando.
Attia lo miró con desprecio.
—Calla, esclavo.
La chica del ojo de oro rodeó a Keiro.
—No se comporta como un esclavo. Es arrogante y masculino, y piensa que es más fuerte que nosotras. —Hizo un gesto rápido con la cabeza—. Tiradlo al abismo.
—¡No! —Attia dio un paso adelante—. No. Me pertenece. Creedme, pelearé contra cualquiera que intente matarlo.
La chica enmascarada miró fijamente a Keiro. Su ojo de oro relució y Attia se dio cuenta de que la pupila no estaba ciega; de algún modo, la chica veía con ese ojo artificial. Una medio mujer.
—Entonces, cacheadlo para quitarle las armas.
Dos de las chicas lo registraron; Keiro fingió divertirse, pero cuando le quitaron el Guante del bolsillo, Attia supo que le había hecho falta todo su autocontrol para no protestar.
—¿Qué es esto?
La cabecilla mostró el Guante. Lo tenía en las manos, la piel de dragón iridiscente en la penumbra, las garras separadas y pesadas.
—Es mío —dijeron al unísono Keiro y Attia.
—Ah.
—Yo se lo llevo —dijo Keiro. Esbozó su sonrisa más irresistible—. Soy el Esclavo del Guante.
La chica contempló las garras del dragón con sus ojos diferentes. Después miró hacia arriba.
—Vais a acompañarnos ahora mismo, los dos. En todos los años que llevo reclamando el peaje del Sendero Celestial, nunca había visto un objeto con tanto poder. Susurra en violeta y dorado. Y canta en ámbar.
Attia se acercó a ella con cautela.
—¿Cómo ves esas cosas?
—Oigo con los ojos.
Se dio la vuelta. Attia dirigió una mirada severa a Keiro. Era imprescindible que continuase callado y le siguiese la corriente.
Dos de las chicas enmascaradas lo empujaron.
—En marcha —le dijo una.
La líder echó a andar junto a Attia.
—¿Cómo te llamas?
—Attia. ¿Y tú?
—Ro Cygni. Renunciamos a nuestro nombre propio.
En cuanto llegaban al agujero más grande del viaducto, las chicas se iban introduciendo por él con agilidad.
—¿Por ahí?
Attia procuró que el miedo no se percibiera en su voz, pero intuyó la sonrisa de Ro por debajo de la máscara.
—No hay que bajar hasta la superficie. Vamos. Ahora lo verás.
Attia se sentó con las piernas colgando por el borde. Alguien la agarró por los pies y la estabilizó; se deslizó por el agujero y se agarró de la cadena oxidada. Había un pasillo destartalado construido por debajo del viaducto y medio oculto por la hiedra. Era tan oscuro como un túnel y crujía con cada pisada, pero terminaba en un laberinto de pasillos más pequeños y escaleras de cuerda que conducían a recovecos y jaulas colgantes.
Ro caminaba detrás de ella, silenciosa como una sombra. Al llegar al final guió a Attia hacia la derecha, y la introdujo en una habitación que se movía ligeramente, como si debajo no tuviera nada más que aire. Attia tragó saliva. Las paredes estaban hechas con cañas entrelazadas, y el suelo quedaba escondido en una densa capa de plumas. Sin embargo, fue el techo lo que más cautivó su atención. Estaba pintado de un color azul intenso y en él resplandecían unos dibujos trazados con piedras doradas, como la del ojo de Ro.
—¡Las estrellas!
—Tal como las describió Sáfico en sus escritos. —La chica se colocó junto a Attia y miró hacia arriba—. En el Exterior, las estrellas cantan mientras surcan el cielo. Tauro, Orión, Andrómeda… Es decir, el Toro, el Cazador, la Princesa Encadenada. Y Cygnus, el Cisne, en cuya constelación estamos. —Se quitó el casco de plumas y dejó al descubierto su pelo moreno y corto, que enmarcaba una cara pálida—. Bienvenida al Nido del Cisne, Attia.
El calor en el nido era sofocante, y la sensación se incrementaba con la luz de unas diminutas lamparillas. Attia vio que las figuras oscuras se quitaban la armadura y la máscara para convertirse en chicas y mujeres de todas las edades, algunas corpulentas, otras jóvenes y ágiles. De las cazuelas puestas al fuego emanaba un apetitoso olor a comida. Unos divanes anchos y rellenos de plumas aterciopeladas ocupaban la habitación.
Ro empujó a Attia hacia uno de los divanes.
—Siéntate. Pareces exhausta.
Nerviosa, Attia preguntó:
—¿Dónde está… mi sirviente?
—Enjaulado. No se morirá de hambre. Pero este lugar no es para hombres.
Attia se sentó. De repente se sentía increíblemente fatigada, aunque debía permanecer alerta. Imaginarse la rabia que sin duda sentiría Keiro la animó un poco.
—Come, por favor. Tenemos de sobra.
Alguien le tendió un plato de sopa caliente. Attia la sorbió a toda prisa mientras Ro se sentaba a observarla con los codos sobre las rodillas.
—Tenías hambre —dijo al cabo de un rato.
—Llevo varios días viajando.
—Bueno, pues tu viaje ha terminado. Aquí estás a salvo.
Attia saboreó la sopa clara y se preguntó qué querría decir la chica. Aquellas mujeres parecían hospitalarias, pero no podía bajar la guardia. Tenían a Keiro, y tenían el Guante.
—Estábamos esperándote —le dijo Ro en voz baja.
Attia estuvo a punto de atragantarse.
—¿A mí?
—A alguien como tú. Algo como esto. —Ro sacó el Guante del abrigo y se lo colocó encima del regazo con aire reverencial—. Últimamente pasan cosas extrañas, Attia. Cosas magníficas. Ya has visto a las tribus de emigrantes. Llevamos semanas observando cómo avanzan allí abajo, siempre buscando algo, comida o calor, siempre huyendo de la conmoción que habita en el corazón de la Cárcel.
—¿De qué conmoción hablas, Ro?
—Yo la he oído. —La extraña mirada de la joven se volvió hacia Attia—. Todas la hemos oído. Entrada la noche, en la profundidad de los sueños. Suspendidas entre el techo y el suelo, hemos notado sus vibraciones en las cadenas y los muros, en nuestros cuerpos. El latido del corazón de Incarceron. Cada vez se vuelve más fuerte, día tras día. Nosotras somos quienes lo alimentan, y lo sabemos.
Attia bajó la cuchara y cortó un pedazo de pan negro.
—La Cárcel se está cerrando, ¿verdad?
—Se concentra. Se contrae. Alas enteras están sumidas en la oscuridad y el silencio. Ha empezado el Invierno Eterno, tal como decía la profecía. Y aun así, el Insapient sigue exigiendo cosas.
—¿El «Insapient»?
—Así es como lo llamamos. Dicen que la Cárcel fue a buscarlo al Exterior… Metido en su celda, en el corazón de Incarceron, está creando algo terrible. Dicen que está fabricando un hombre a partir de los despojos y los sueños y las flores y el metal. Un hombre que nos conducirá a todos a las estrellas. Pronto ocurrirá, Attia.
Al contemplar el rostro ilusionado de la chica, Attia se sintió todavía más fatigada. Apartó el plato y dijo con tristeza:
—Y ¿qué hay de ti? Háblame de ti.
Ro sonrió.
—Creo que eso puede esperar hasta mañana. Ahora necesitas dormir.
Tiró de una colcha gruesa y cubrió a Attia con ella. Era suave, cálida e irresistible. Attia se acurrucó en ella.
—No perdáis el Guante —dijo ya medio dormida.
—No. Descansa. Ahora estás con nosotras, Attia Cygni.
Cerró los ojos. Desde algún punto lejano oyó que Ro preguntaba:
—¿Has dado de comer al esclavo?
—Sí. Pero se ha pasado la mayor parte del tiempo intentando seducirme —dijo entre risas una de las chicas.
Attia se dio la vuelta y sonrió.
Horas más tarde, en la profundidad del sueño, entre una respiración y otra, en los dientes, en las pestañas y en los nervios, notó el latido. Su latido. El de Keiro. El de Finn. El de la Cárcel.
El mundo es un tablero de ajedrez, mi Señora, en el que exponemos nuestros ardides y estrategias. Vos sois la Reina, por supuesto. Vuestros movimientos son los más poderosos. Por mi parte, sólo aspiro a ser la pieza de un caballo, que avanza con su sinuoso desplazamiento. ¿Creéis que nos movemos de forma autónoma, o acaso hay una gigantesca mano enguantada que nos coloca en la casilla que nos corresponde?
Carta personal del Guardián de Incarceron a la reina Sia
—¿Ha sido cosa vuestra?
Claudia salió de la protección del matorral y se deleitó al ver que Medlicote daba un respingo, alarmado.
Hizo una reverencia y las medias lunas de sus gafas resplandecieron con el sol de la mañana.
—¿Os referís a la tormenta, mi lady? ¿O al incendio?
—No seáis frívolo. —Claudia dio un tinte autoritario a su voz—. Nos atacaron en el Bosque: al príncipe Giles y a mí. ¿Fue cosa vuestra?
—Por favor. —Medlicote levantó los dedos manchados de tinta—. Por favor, lady Claudia. Sed discreta.
Aunque le hervía la sangre, Claudia guardó silencio.
Medlicote perdió la mirada en las extensiones de césped recién cortado, pobladas únicamente por unos pavos reales que graznaban y se pavoneaban. Más lejos, en el invernadero, había un grupo de cortesanos; unas débiles risitas llegaban flotando desde los jardines aromáticos.
—Nosotros no realizamos ningún ataque —dijo él con voz pausada—. Creedme, señora, si lo hubiéramos hecho, el príncipe Giles (suponiendo que sea Giles) habría muerto. Los Lobos de Acero son merecedores de su reputación.
—En más de una ocasión habéis fracasado en el intento de matar a la reina. —Era mordaz—. Y colocasteis una daga junto a Finn…
—Para asegurarnos de que no se olvidaba de nosotros. Pero lo del Bosque no fue cosa nuestra. Si me lo permitís, actuasteis con imprudencia al salir a montar a caballo sin escolta. El Reino está lleno de resentimientos. Los pobres sufren las injusticias, pero no las per donan. Lo más probable es que fuese un mero intento de saqueo.
Claudia pensaba que había sido un complot de la reina, pero no tenía la menor intención de dejar que él lo supiera. En lugar de contestar, truncó un capullo de rosa y preguntó:
—¿Y el incendio?
Medlicote parecía afligido.
—Un auténtico desastre. Ya sabéis quién es responsable del incendio, mi lady. La reina nunca ha querido que el Portal se reabriera.
—Y ahora cree que ha vencido. —Claudia dio un respingo cuando uno de los pavos reales desplegó su magnífica cola formando un abanico. Los cientos de ojos de sus plumas la observaron—. Piensa que con eso ha dejado incomunicado a mi padre.
—Sin el Portal, es así.
—¿Conocíais bien a mi padre, Maestro Medlicote?
Medlicote frunció el entrecejo.
—Fui su secretario durante diez años. Pero no era un hombre fácil de conocer.
—¿Os ocultaba algún secreto?
—Más de uno.
—¿Acerca de Incarceron?
—No me contaba nada sobre la Cárcel.
Ella asintió y sacó la mano del bolsillo.
—¿Sabéis qué es esto?
El secretario lo observó pensativo.
—Es el reloj de bolsillo del Guardián. Siempre lo llevaba.
Claudia lo escudriñó con atención, intentando vislumbrar algún brillo de complicidad, de reconocimiento. En las gafas vio el reflejo de la tapa abierta del reloj, el dado de plata que giraba en la cadena.
—Me lo dio. Entonces, ¿no tenéis la menor idea de dónde se halla la Cárcel?
—No. Yo escribía su correspondencia. Organizaba sus asuntos. Pero nunca entré allí con él.
Claudia cerró la tapa del reloj con un clic repentino. El hombre parecía confundido, no había dado muestras de saber qué era lo que le había enseñado.
—¿Cómo entraba en Incarceron? —preguntó Claudia con calma.
—No llegué a descubrirlo. Desaparecía, durante un día, o una semana. Nosotros… Los Lobos… creemos que la Cárcel es una especie de laberinto subterráneo, por debajo de la Corte. Era evidente que accedía a él a través del Portal. —La miró con curiosidad—. Vos sabéis más sobre esto que yo. Es posible que haya información al respecto en el estudio que el Guardián tenía en el feudo.