Las puertas que había al fondo del salón se abrieron. Tras ellas, Claudia vio al Tribunal de la Inquisición.
El trono de la reina tenía forma de águila gigante, cuyas alas extendidas constituían el respaldo. Vio el pico abierto hacia arriba en pleno graznido furioso. La corona de los Havaarna rodeaba su cuello.
El Consejo Real fue sentándose en círculo alrededor del trono, pero a ambos lados del mismo quedaron dos asientos libres, uno blanco y otro negro. Mientras los miembros del Consejo avanzaban, Claudia se fijó en que había una puertecilla en la pared, que se abrió para dar paso a dos figuras. Esperaba ver aparecer a Finn y a Giles. En lugar de ellos, se presentaron los Inquisidores del Sol y la Sombra.
El Señor de la Sombra llevaba una capa de terciopelo negro ribeteada con piel de marta, y tenía el pelo y la barba de color negro azabache, igual que el resto de sus prendas. Su cara era dura y críptica. El otro Inquisidor, vestido de blanco, era afable y sonriente, y vestía una túnica blanca de satén decorada con una tira de perlas.
Jamás había visto a ninguno de los dos.
—Señor de la Sombra. —La reina se sentó en el trono y se volvió hacia él con cortesía—. Y Señor del Sol. Vuestra obligación es hacer preguntas y desentrañar la verdad, para que nuestro Consejo y nosotros seamos capaces de dar el veredicto. ¿Juráis actuar como corresponde en este interrogatorio?
Ambos hombres se arrodillaron y le besaron la mano. Entonces se bifurcaron para sentarse: uno se dirigió a la silla negra y el otro, a la silla blanca. La reina se alisó el vestido y se sacó un pequeño abanico de encaje de la manga.
—Excelente. Empecemos, pues. Cerrad las puertas.
Sonó un gong.
Finn y el Impostor fueron conducidos a la sala.
Claudia frunció el entrecejo. Finn iba vestido con sus habituales colores oscuros, sin ningún ornamento. Parecía desafiante, además de ansioso. El Impostor llevaba una casaca de seda amarilla, la más pura y más cara que podía tejerse. Ambos se quedaron de pie y se miraron el uno al otro en el centro de la superficie embaldosada.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó con aspereza el Señor de la Sombra.
Mientras las puertas se cerraban delante de sus narices, Claudia oyó la respuesta conjunta:
—Giles Ferdinand Alexander Havaarna.
Claudia dejó la mirada fija en las hojas de madera tallada, después se dio la vuelta y se abrió paso a toda velocidad por entre la multitud. Y como un susurro en el oído, oyó el eco de la voz de su padre, divertido y despiadado:
—¿No lo ves, Claudia? Son piezas en el tablero de ajedrez. Qué pena que sólo una de ellas pueda ganar la partida.
¿Qué tiene un príncipe?
Un cielo radiante, una puerta abierta.
¿Qué tiene un preso?
Una pregunta sin respuesta.
Cantos de Sáfico
—¡Sácame de aquí, Attia!
—Todavía no puedo. —Se acuclilló junto a las barras de madera de la jaula—. Ten paciencia.
—Te lo pasas en grande con tus preciosas amiguitas nuevas, ¿eh?
Keiro estaba sentado despreocupadamente contra la pared más alejada de la celda, con los brazos cruzados y las piernas extendidas. A pesar de la chulería y el desdén de sus palabras, Attia lo conocía tan bien que sabía que, por dentro, estaba a punto de estallar.
—Tengo que llevarme bien con ellas. Ya lo sabes.
—Bueno, y ¿quiénes son?
—Una banda de mujeres. Por lo que parece, la mayor parte de ellas odian a los hombres… Es probable que hayan sufrido por su culpa. Se hacen llamar las Cygni. Cada una tiene asignado un número en lugar de un nombre. El número de una estrella.
—¡Qué poético! —Keiro se dio unos golpecitos con el dedo en la cabeza—. Y ahora, dime cuándo van a matarme.
—Se lo están planteando. Les he suplicado que no lo hagan.
—¿Y el Guante?
—Lo tiene Ro.
—Pues quítaselo.
—Estoy en ello. —Attia miró hacia la puerta de la celda con cautela—. Este nido es una especie de estructura colgante. Hay habitaciones y pasillos que forman un entramado. Debe de haber algún modo de bajar hasta la superficie del pabellón, pero aún no he descubierto cómo.
Keiro permaneció callado un momento.
—¿Y el caballo?
—Ni idea.
—Fantástico. Lo único que teníamos.
—Lo único que tenías tú. —Attia se apartó el pelo negro enmarañado—. Ah, y otra cosa. Trabajan para el Guardián. Lo llaman el Insapient.
Sus ojos azules la miraron fijamente.
—¡Quieren darle el Guante!
Qué avispado era siempre, pensó Attia.
—Sí, pero…
—¡Attia, tienes que recuperarlo como sea! —Keiro se había puesto de pie y estaba agarrado a los barrotes—. El Guante es nuestro único modo de pactar con Incarceron.
—¿Cómo voy a quitárselo? Son muchas más que nosotros.
Keiro sacudió los barrotes, furioso.
—Sácame de aquí, Attia. Miénteles. Diles que me arrojen al abismo. Sácame como sea.
Cuando Attia se dio la vuelta, Keiro alargó el brazo y la agarró por detrás.
—Son todas medio humanas, ¿verdad?
—Algunas sí. Ro, Zeta. Una mujer llamada Omega tiene pinzas en lugar de manos. —Se lo quedó mirando—. ¿Hace eso que las odies todavía más?
Keiro soltó una risa fría y repicó con la uña del dedo en las barras. Se oyó un tintineo, el sonido de metal contra metal.
—Eso sería de hipócritas…
Attia retrocedió.
—Escúchame: creo que nos hemos equivocado. —Antes de que él tuviera tiempo de explotar, se apresuró a explicarse—: Si le entregamos el Guante a la Cárcel, llevará a cabo su demente plan de Huida. Todos los internos moriremos. No sé si podré hacer algo así, Keiro. De verdad, no creo que pueda.
La miraba con esos ojos fríos y penetrantes que siempre la aterraban.
Attia dio otro paso atrás.
—Debería llevarme el Guante y echar a correr. Dejarte aquí.
Llegó a la puerta antes de oír el susurro de Keiro, gélido y amenazador:
—Entonces serías igual que Finn. Una mentirosa, una traidora. Tú no me harías algo así, Attia.
Ella no miró atrás.
—Volved a hablarnos del día que recordáis. El día de la cacería.
El Señor de la Sombra se inclinó hacia él con la mirada severa.
Finn permaneció de pie en el centro de la habitación. Le entraron ganas de ponerse a pasear, pero en lugar de hacerlo, contestó:
—Yo iba a caballo…
—¿Solo?
—No… Estoy seguro de que había otras personas. Al principio…
—¿Qué personas?
Se frotó la cara.
—No lo sé. He intentado recordarlo una y mil veces, pero…
—Teníais dieciséis años.
—Quince. Tenía quince años.
Intentaban pillarlo en falso.
—¿El caballo era de color miel?
—Gris.
Miró a la reina con rabia. Sia estaba sentada, escuchando con los ojos medio cerrados y un perrillo encima de la falda. Sus dedos lo acariciaban rítmicamente.
—El caballo dio un salto —dijo Finn—. Ya os lo he contado. Noté una especie de picotazo en la pierna. Me caí.
—Con los cortesanos alrededor.
—No, estaba solo.
—Pero acabáis de decir que…
—¡Ya lo sé! ¡A lo mejor me perdí! —Negó con la cabeza. El cosquilleo de alarma se despertó detrás de sus ojos—. A lo mejor me equivoqué de camino. ¡No me acuerdo!
Procuraba mantener la calma. Estar alerta. El Impostor estaba repantigado en el asiento, siguiendo su declaración con aburrida impaciencia.
El Señor de la Sombra se acercó más. Tenía los ojos negros e inexpresivos. Le dijo con desprecio:
—La verdad es que te lo has inventado. No hubo ninguna emboscada. Tú no eres Giles. Eres la Escoria de Incarceron.
—Soy el príncipe Giles. —Pero su voz sonó débil. Incluso él percibió la duda.
—Eres un Preso. Has robado. ¿No es así?
—Sí. Pero vos no lo entendéis. En la Cárcel…
—Has matado.
—No. Nunca he matado.
—¿De verdad? —El Inquisidor se retiró como una serpiente—. ¿Ni siquiera a la mujer que se hacía llamar Maestra?
Finn levantó la cabeza con desafío.
—¿Cómo os habéis enterado de lo de la Maestra?
Se produjo un revuelo incómodo en la sala. Algunos de los miembros del Consejo murmuraron entre sí. El Impostor irguió la espalda.
—No importa cómo lo hemos averiguado. Se cayó, ¿verdad?, a las entrañas de la Cárcel, por un abismo gigante, porque el puente en el que estaba había sido saboteado. Tú fuiste el responsable.
—¡No! —gritó Finn mirando a los ojos desafiantes del hombre. El Inquisidor no se amedrentó.
—Sí. Le robaste un artilugio para Escapar. Tus palabras son una sarta de mentiras. Aseguras tener visiones. Aseguras haber hablado con fantasmas.
—¡No la maté! —Se llevó la mano al lugar donde solía guardar la espada, pero no la tenía—. Estuve preso, sí, porque el Guardián me drogó y me metió en aquel infierno. Me arrebató la memoria. ¡Soy Giles!
—Incarceron no es un infierno. Es un gran experimento.
—Es un infierno. Lo digo por experiencia.
—Mentiroso.
—No…
—Eres un mentiroso. ¡Siempre has sido un mentiroso! ¿O no? ¡O no!
—No. ¡No lo sé!
Ya no lo soportaba más. Tenía la garganta machacada, y la confusión provocada por el ataque frontal lo atormentaba. Si tenía un ataque allí, estaría acabado.
Percibió cierto movimiento y levantó la cabeza como un peso muerto. El Señor del Sol estaba de pie y hacía señas para que le trajeran una silla. El Señor de la Sombra había vuelto a su asiento.
—Por favor, caballero. Sentaos. Mantened la calma. —El anciano tenía el pelo plateado, y sus palabras eran dulces y afectuosas—. Dadle agua, por favor.
Un lacayo le ofreció una bandeja a Finn. Alguien le puso una copa fresca en la mano y el muchacho bebió, procurando no escupir lo ingerido. Temblaba y tenía la vista borrosa por culpa de los puntos brillantes y los pinchazos. Entonces se sentó y se agarró a los brazos acolchados de la butaca. El sudor le empapaba la espalda. Los ojos del Consejo estaban fijos en él; no se atrevía a enfrentarse con su incredulidad. Los dedos de la reina acariciaron el pelaje sedoso del perro. Observaba la acción sin inmutarse.
—Así pues —musitó el Señor del Sol—, ¿decís que el Guardián os encarceló?
—Tuvo que ser él.
El hombre sonrió con cordialidad. Finn se puso tenso. Los hombres amables siempre eran los más despiadados.
—Pero… si el Guardián hubiera sido el culpable, no habría podido actuar en solitario. Al menos, no en el caso de la abducción de un príncipe heredero. ¿Insinuáis que el Consejo Real estuvo implicado?
—No.
—¿Los Sapienti?
Finn se encogió de hombros, agotado.
—Por lo menos debió de necesitar a alguien que supiera de fármacos…
—¿Acusáis a los Sapienti?
—No acuso…
—¿Y a la reina?
La habitación se sumió en el silencio. Resentido, Finn apretó los puños. Estaba a punto de darse de bruces y lo sabía. Pero no le importaba.
—Supongo que estaba al corriente.
Nadie pestañeó. La mano de la reina dejó de moverse. El Señor del Sol negó con la cabeza tristemente.
—Es preciso que seamos absolutamente claros, caballero. ¿Acusáis a la reina de vuestra abducción? ¿De vuestro encarcelamiento?
Finn no levantó la mirada. Su voz se oscureció por la congoja, porque le habían tendido una trampa y había caído en ella, y porque Claudia lo despreciaría por su estupidez.
Pero aun así, lo dijo:
—Sí. Acuso a la reina.
—Mira.
Ro estaba de pie en el viaducto y señalaba con la mano. Attia achinó los ojos e intentó ver entre la penumbra del pabellón. Los pájaros volaban hacia ella en oscuras bandadas. Sus alas crujían; en un instante se le echaron encima y tuvo que agachar la cabeza con un suspiro para no ser barrida por la nube de plumas y picos. Luego continuaron como un vendaval hacia el este.
—Pájaros, murciélagos, personas. —Ro se dio la vuelta y su ojo de oro brilló—. Tenemos que vivir, Attia, como todos los demás, pero nosotras no robamos, ni matamos. Nos dedicamos a un propósito más elevado. Cuando el Insapient nos pide las cosas que necesita, se las conseguimos. En los últimos tres meses le hemos llevado…
—¿Cómo?
—¿Qué?
Attia atrapó a la joven por la muñeca.
—¿Cómo? ¿Cómo os pide ese… Insapient lo que quiere?
Ro se liberó de ella y la miró fijamente.
—Habla con nosotras.
Un retemblor del mundo la interrumpió. Abajo, en la lejanía, se oyó un grito, chillidos de terror. Al instante Attia se tumbó bocabajo y se agarró de las rejillas oxidadas; otra oleada de movimiento le recorrió todo el cuerpo, le sacudió hasta las uñas. Junto a ella, uno de los remaches se rompió; la hiedra se deslizó por la grieta.
Esperaron a que cesara el terremoto, Ro a cuatro patas junto a Attia, y ambas sin aliento por culpa del miedo. En cuanto recuperó el habla, Attia dijo:
—Bajemos a la superficie, por favor.
A través del agujero, el complejo del Nido continuaba suspendido, aparentemente intacto.
—Las sacudidas son cada vez más fuertes.
Ro se incorporó en el túnel de hiedra.
—¿Cómo habla con vosotras? Por favor, Ro, necesito saberlo, de verdad.
—Baja por aquí. Te lo mostraré.
Se apresuraron a cruzar la habitación de las plumas. Allí estaban tres de las mujeres, cocinando un guiso en un caldero enorme. Una de ellas limpiaba las salpicaduras de caldo provocadas por el temblor. El olor a carne hizo que Attia tragara saliva, impaciente. Entonces Ro agachó la cabeza y se zambulló por una puerta que daba a un lugar pequeño y redondo, una especie de burbuja. En ella no había nada más que un Ojo.
Attia se quedó petrificada.
El pequeño resplandor rojo viró para mirarla. Permaneció un momento inmóvil, cosa que le recordó el relato de Finn, quien había despertado en una celda que no contenía nada más que eso: la mirada callada y curiosa de Incarceron.
Después, lentamente, Attia se acercó para colocarse de pie debajo del Ojo.
—Creía que habías dicho que era el Insapient.
—Así es como se hace llamar. Es el corazón del ingenio de la Cárcel.
—¿Ahora es eso? —Attia respiró hondo y cruzó los brazos. Entonces, en voz tan alta que sobresaltó a Ro, espetó—: ¡Guardián! ¿Me oís?