Sáfico (36 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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—Seguro que las interrogan. Quién está aquí, qué planes tenemos… —comentó Finn.

—Ya lo sé. Pero no seré responsable de sus muertes.

—¿Crees que la cosa llegará tan lejos?

Claudia lo miró a los ojos.

—Tenemos que intentar negociar. Ganar tiempo como sea. Trabajar en el Portal.

Finn asintió. Claudia pasó por delante de él y se dirigió a la escalera. Antes de desaparecer, dijo por encima del hombro:

—Vamos, no deberías quedarte ahí plantado. Una flecha lanzada desde el campamento y se acabó.

Finn la siguió y, cuando llegaba al primer peldaño de la escalera, le preguntó:

—Tú me crees, ¿verdad, Claudia? Necesito saber que crees que lo recuerdo todo.

—Claro que te creo —le dijo ella—. Ahora, vamos.

Sin embargo, cuando contestó estaba de espaldas a él, y no se dio la vuelta.

—Me falta luz. Sube un poco más la antorcha.

La voz de Keiro descendió con impaciencia por el tubo; los ecos hacían que pareciera hueca y extraña. Attia se estiró cuanto pudo, pero seguía sin distinguir el cuerpo del muchacho. Debajo de ella, Rix gritó:

—¿Qué ves?

—No veo nada. Voy a continuar.

Roces metálicos y tintineos. Unos juramentos entre dientes que el tubo recogió y susurró para sus adentros. Preocupada, Attia le recomendó:

—Ten cuidado.

Keiro no se molestó en contestar. La escalera de cadenas se retorcía y doblaba, aunque Attia se esforzaba por mantenerla recta; Rix se acercó y se colgó de ella con todo su peso, de modo que facilitó un poco las cosas a Keiro.

—Escúchame, Rix —le dijo Attia—. Ahora que estamos solos, tienes que escucharme. Keiro acabará por robarte el guante. ¿Por qué no le haces un truco?

Él sonrió con astucia.

—¿Te refieres a que te lo entregue a ti y yo lleve uno falso? Ay, mi pobre Attia. ¿Ahí termina tu astucia? Un niño lo haría mejor.

Attia lo perforó con la mirada.

—Por lo menos, yo no se lo daré a la Cárcel. Y por lo menos, yo no provocaré la muerte de todos.

Rix guiñó un ojo.

—Incarceron es mi padre, Attia. Nací dentro de sus celdas. No me traicionará.

Disgustada, Attia se agarró de la escalera.

Y se dio cuenta de que no se movía.

—¿Keiro?

Aguardaron mientras oían el pum, pum, pum, pum del corazón de la Cárcel.

—¿Keiro? Contesta.

Entonces la escalera se balanceó con ligereza. No había nadie subido.

—¡Keiro!

Les llegaba algún sonido, pero amortiguado y muy lejano. A toda prisa, Attia le puso la antorcha a Rix en las manos.

—Ha encontrado algo. Voy a subir.

Mientras se encaramaba a los primeros peldaños fabricados con cadenas, el mago le dijo:

—Si estás en apuros, di la palabra «problemas». Así lo sabré.

Attia miró fijamente el rostro marcado de costras del mago, su sonrisa desdentada. Entonces se dio impulso y acercó la cara a la del hombre.

—¿Hasta dónde llega tu locura, Rix? ¿Es grande o inexistente? Porque estoy empezando a dudarlo.

Él arqueó una ceja.

—Soy el Oscuro Encantador, Attia. Es imposible conocerme.

La escalera se retorcía y serpenteaba bajo sus pies como si estuviera viva. Attia se dio la vuelta y empezó a subir a toda velocidad. No tardó en quedarse sin aliento mientras se esforzaba por impulsar el peso hacia arriba. Las manos se le resbalaban al tocar el barro que habían dejado las botas de Keiro; el calor crecía con la altura, y un turbio hedor a sulfuro le recordó a su pesar la idea que Rix tenía sobre el corazón de magma.

Le dolían los brazos. Cada paso adelante le costaba verdaderos esfuerzos, y la antorcha, muy por debajo de ella, no era más que un tenue resplandor en la oscuridad. Se dio impulso para subir un peldaño más y se quedó colgando de las cadenas, con sensación de vértigo.

Y entonces se dio cuenta de que ante ella no continuaba la pared estrecha del tubo, sino que había un espacio ligeramente iluminado.

Y un par de botas.

Eran negras, bastante gastadas, con una hebilla de plata en una y unas puntadas en el empeine de la otra. Y quien fuera que las calzaba, estaba inclinado hacia abajo, porque su sombra cubría a Attia y le decía:

—Pero, qué alegría volver a verte, Attia.

La figura se agachó todavía más y le agarró la barbilla para obligarla a levantar la cara. Entonces vio su gélida sonrisa.

Capítulo 26

Observad, callad y actuad cuando llegue el momento propicio.

Los Lobos de Acero

La puerta de remaches estaba igual que siempre. Negro como el ébano, el cisne los miraba con desdén y desafío; su ojo tenía el brillo del diamante.

—Ya la abrimos con esto en otra ocasión.

Claudia esperaba impaciente mientras el disco murmuraba. Detrás de ella, Finn se había quedado de pie en medio del pasillo largo, y contemplaba todos los jarrones y armaduras expuestos.

—Bastante mejor que las bodegas de la Corte —dijo—. Pero ¿estás segura de que será el mismo Portal? ¿Cómo es posible?

El disco hizo un clic.

—No me lo preguntes. —Claudia alargó la mano y lo despegó de la puerta—. Jared tenía la teoría de que era una especie de punto intermedio entre esto y la Cárcel.

—¿Quieres decir que disminuimos de tamaño al entrar ahí?

—No lo sé.

El cerrojo de la puerta se desplazó, Claudia hizo girar el pomo y abrió con facilidad.

Cuando la siguió a través del mareante umbral, Finn miró lo que le rodeaba con los ojos muy abiertos. Luego asintió y dijo:

—Asombroso.

El Portal era igual que la sala del palacio que tan bien conocía después de sus numerosas visitas. Todos los artilugios de Jared y los cables desordenados continuaban colgando de los controles; la pluma gigante estaba rizada en un rincón, y se meció cuando la tocó la brisa. La habitación murmuraba en su silencio inclinado, con el solitario escritorio y la silla tan enigmática como siempre.

Claudia cruzó la estancia y dijo:

—Incarceron.

Un cajoncito se abrió solo. Dentro, Finn vio un cojín negro con el hueco reservado para una llave.

—De aquí es de donde robé la Llave. Parece que haga una eternidad. ¡Cuánto miedo tenía ese día! Bueno, ¿por dónde empezamos?

Él se encogió de hombros.

—Tú eres la que tenía a Jared por tutor.

—Trabajaba tan rápido que no tenía tiempo de explicármelo todo.

—Vaya, pero debe de haber apuntes, diagramas…

—Sí que hay. —Apilados encima del escritorio había páginas y páginas con la letra de trazos finos e inseguros de Jared; un libro ilustrado, listas de ecuaciones. Claudia cogió una hoja y suspiró—. Será mejor que nos pongamos manos a la obra. Podría llevarnos toda la noche.

Finn no contestó, así que Claudia alzó la mirada y le vio la cara. Se puso de pie de inmediato.

—Finn.

Estaba pálido y sus labios se habían convertido en una fina línea azul. Lo agarró y despejó el suelo apartando los circuitos a patadas para que se sentara.

—Tranquilo. Respira poco a poco. ¿Llevas alguna de las pastillas que te preparó Jared?

Finn negó con la cabeza mientras notaba que una agonía punzante le invadía y le oscurecía la vista. Notó cómo la vergüenza y la ira más absoluta lo embargaban.

—Me pondré bien —se oyó balbucir a sí mismo—. Me pondré bien.

Prefería la oscuridad. Se tapó los ojos con las manos y se quedó allí sentado, contra la pared gris, mudo, respirando, contando.

Al cabo de un rato, Claudia se marchó. Finn oyó gritos, pies que corrían. Lo obligaron a coger un cuenco con la mano.

—Agua —dijo Claudia. Y luego—: Ralph se quedará contigo. Yo tengo que irme. Ha llegado la reina.

Finn deseaba levantarse, pero no podía. Deseaba que ella se quedara, pero ya se había marchado.

Ralph le puso la mano en el hombro; la voz trémula en el oído.

—Yo os acompaño, señor.

No tenía que pasar. Ahora que recordaba, se había curado.

Debería haberse curado.

Attia subió el último peldaño de la escalera y se irguió con orgullo.

El Guardián dejó caer la mano de la chica.

—Bienvenida al corazón de Incarceron.

Se miraron a los ojos. Él vestía su habitual traje oscuro, pero tenía la piel manchada de polvo de la Cárcel, y el pelo despeinado y canoso. Llevaba un trabuco cruzado en el cinturón.

Detrás de él, en la habitación roja, estaba Keiro, quien parecía esforzarse por controlar su cólera. Tres hombres lo apuntaban con sus armas.

—Resulta que nuestro amigo el ladrón no tiene el Guante. Así que debes de tenerlo tú.

Attia se encogió de hombros.

—Os equivocáis. —Se quitó la chaqueta y la sacudió en el aire—. Buscadlo si queréis.

El Guardián enarcó una ceja. Dio una patada a la chaqueta de Attia, para tirársela a uno de los Presos, que la registró rápidamente.

—Nada, señor.

—Entonces tendré que registrarte a ti, Attia.

El Guardián fue brusco e insistente, cosa que provocó la rabia de la chica, pero cuando un chillido amortiguado subió por el tubo de la chimenea, paró en seco.

—¿Es el charlatán Rix?

Attia se sorprendió de que no lo supiera.

—Sí.

—Pues que suba. Ahora mismo.

Attia se asomó a la boca del tubo y se acuclilló junto al agujero.

—¡Rix! Sube. Estamos a salvo. No hay problemas.

El Guardián apartó a Attia tirándole de la espalda e hizo una señal a uno de sus hombres. Mientras Rix subía resoplando por la escalera de mano, el Preso se arrodilló y apuntó con el trabuco directamente al agujero del tubo. Cuando la cabeza de Rix surgió, se encontró mirando fijamente al cañón del arma.

—Despacio, mago. —El Guardián se acuclilló, con los ojos grises y cenicientos—. Muy despacio, si quieres conservar los sesos.

Attia miró a Keiro. Éste levantó las cejas y ella negó con la cabeza, el más leve de los movimientos. Ambos observaron a Rix.

El mago salió del agujero y mostró las manos abiertas delante del cuerpo.

—¿El Guante? —dijo el Guardián.

—Escondido. En un lugar secreto que únicamente desvelaré al propio Incarceron.

El Guardián suspiró, sacó un pañuelo que todavía se conservaba casi blanco, y se limpió las manos. Fatigado, ordenó:

—Cacheadlo.

Con Rix fueron todavía más brutos. Unos cuantos puñetazos lo mantuvieron callado, hicieron trizas su bolsa, le magullaron el cuerpo.

Encontraron monedas escondidas, pañuelos de colores, dos ratones, una jaula para palomas plegable. Encontraron bolsillos con doble fondo, mangas falsas, forros reversibles. Pero ni rastro del Guante.

El Guardián se sentó a observarlo, mientras Keiro holgazaneaba desafiante en el suelo de baldosas. Attia aprovechó la oportunidad para mirar a su alrededor.

Se hallaban en una amplia estancia embaldosada con cuadros blancos y negros que se prolongaba hasta donde se perdía la vista. De las paredes colgaban franjas de satén rojo, que caían formando anchas bandas. En el extremo más alejado, tan distante que apenas se distinguía, había una mesa larga flanqueada por unos candelabros de pie, como ramas encendidas con unas llamitas diminutas.

Por fin los Presos se dieron por vencidos.

—No lleva nada más encima, señor. Está limpio.

Attia percibió cómo Keiro iba recuperando la compostura poco a poco detrás de ella.

—Ya. —El Guardián esbozó una de sus sonrisas glaciales—. En fin, Rix, me has decepcionado. Pero si deseas hablar con Incarceron, habla. La Cárcel te escucha.

Rix hizo una reverencia. Se abrochó la maltrecha casaca y reunió toda la dignidad que le quedaba.

—Entonces, su majestad la Cárcel oirá mi petición. Suplico hablar con Incarceron cara a cara. Igual que hizo Sáfico.

Se oyeron unas risitas ahogadas.

Provenían de las paredes, del techo y del suelo, de modo que los hombres armados miraron a su alrededor, aterrados.

—¿Qué dices a eso? —preguntó el Guardián.

—Digo que el Preso es un temerario, y que podría devorarlo ahora mismo y arrancarle los circuitos del cerebro por su insolencia.

Rix se arrodilló humildemente.

—Toda mi vida he soñado contigo. He protegido tu Guante, y he ansiado que llegara el momento de entregártelo. Permite a tu siervo este privilegio.

Keiro resopló con desdén.

Rix miró a Attia a la cara.

Sus ojos se desviaron a la boca del tubo y después volvieron a fijarse en ella. El movimiento fue tan rápido que Attia casi lo pasó por alto, pero miró adonde indicaba el hechicero y vio el cordel.

Apenas perceptible, era muy delgado y transparente, como el hilo que utilizaba Rix en su actuación cuando hacía levitar objetos. Estaba atado a uno de los peldaños de la escalera y se perdía en el interior del tubo.

Por supuesto. En el conducto no había ningún Ojo.

Attia dio un pasito hacia allí.

La voz de la Cárcel sonó fría y metálica.

—Me conmueves, Rix. El Guardián te traerá hasta mí y sí, me verás cara a cara. Me contarás dónde está el Guante y luego, como recompensa, te destruiré lentamente y con sumo cuidado, átomo a átomo, durante siglos. Gritarás como los prisioneros de tus libros ilustrados, como Prometeo, devorado eternamente por el águila, como Loki, a quien el veneno le gotea sobre el rostro. Cuando yo haya Escapado y todos los demás hayan muerto, tus convulsiones todavía sacudirán la Cárcel.

Rix hizo una reverencia con la cara pálida.

—John Arlex.

El Guardián preguntó irritado:

—Y ahora ¿qué?

—Tráemelos a todos.

Attia se movió. Chilló mirando a Keiro y saltó al centro del tubo, descendió a toda prisa. El hilo de seda osciló; lo agarró y tiró de él hacia arriba. Soltó la cosa escamosa y seca que sujetaba, se la escondió debajo de la camisa.

Entonces unos brazos la atraparon; pataleó y mordió, pero los hombres del Guardián la levantaron en volandas y vio que Keiro estaba desparramado en el suelo, con el Guardián de pie encima de su pecho, arma en mano.

El padre de Claudia la miró a los ojos con falsa consternación:

—¿Escapar, Attia? No hay forma de Escapar. Para ninguno de nosotros.

Taciturna, devolvió la mirada a los ojos sombríos del Guardián. En ese momento, el hombre se marchó como ofendido y se perdió por el largo pasillo.

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