Sáfico (46 page)

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Authors: Catherine Fisher

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Sáfico
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El mundo había desaparecido y se vio colgando, volátil, en un cielo negro, y a su alrededor, en silencio, las galaxias y las nebulosas giraban, gélidas. Las estrellas tenían voces; lo llamaban por su nombre, pero él siguió dando vueltas, lentamente, hasta que la estrella que era Sáfico quedó próxima a él y susurró:

—Os estoy esperando, Maestro. Y Claudia también os espera.

Abrió los ojos. El dolor regresó como una ola brava, llenó sus venas, su boca, sus nervios.

Keiro gritó:

—¡Jared, trepad! ¡Trepad!

Obedeció. Como un niño, sin pensar, se dio impulso, mano sobre mano. Trepó a través del dolor, a través del fuego oscuro de su respiración, mientras abajo, Finn y Ralph eran dos centelleos en el recibidor negro.

—Más. Un poco más.

Algo lo agarró desde arriba. Sus manos, empapadas en sudor, se resbalaban por la cuerda, tenía la piel en carne viva, las rodillas y los tobillos eran nudos magullados. Alguien lo asió con vigor. Una mano se coló por debajo de su codo.

—Ya os tengo. Ya os tengo.

Y entonces, una fuerza que parecía milagrosa lo impulsó hacia arriba y aterrizó a cuatro patas más allá del sufrimiento, entre toses y arcadas.

—¡Está a salvo! —el grito de Keiro sonó tranquilizador—. Rápido, Finn.

Finn se volvió hacia Ralph.

—Ralph, no puedes subir con la cuerda. Haz una cosa por mí. Sal a buscar al Consejo Real. Ellos son quienes tienen que gobernar ahora. Diles que yo… —Hizo una pausa y tragó saliva—. Que el rey lo ha ordenado. Comida y techo para todos.

—Pero vos…

—Volveré. Con Claudia.

—Pero señor, ¿pensáis entrar de nuevo en la Cárcel?

Finn se envolvió las manos con la cuerda y se dio impulso hacia arriba.

—No, si puedo evitarlo. Pero si tengo que hacerlo, lo haré.

Trepó a toda prisa y con ímpetu, impulsándose con gritos energéticos. Rechazó la mano que le tendía Keiro y rodó por el borde del rellano con suma habilidad. El pasillo estaba oscuro. Seguramente, una parte del tejado había sido arrancada por el vendaval, porque al fondo, a lo lejos, distinguió el cielo entre unas vigas y media chimenea partida.

—Puede que el Portal esté dañado —murmuró Keiro.

—No. El Portal ni siquiera está en esta casa. —Finn se dio la vuelta—. ¿Maestro?

El rellano estaba vacío.

—¿Jared?

Entonces lo vieron. Estaba al otro lado del pasillo, junto a la puerta del estudio.

—Lo siento, Finn —dijo con amabilidad—. Éste es mi plan. Tengo que hacerlo yo solo.

Algo hizo un clic.

Finn echó a correr, con Keiro un paso por detrás, y cuando llegó a la puerta, se abalanzó contra el panel. El cisne negro se arqueaba desafiante sobre él.

Pero estaba cerrada con llave.

Capítulo 34

En otro tiempo la Cárcel era un ser hermoso. Su propósito era amar. Pero tal vez resultaba muy difícil amarnos. Tal vez le exigimos demasiado. Tal vez la volvimos loca.

Diario de lord Calliston

Rix alargó la mano cubierta por el Guante y desde lo alto, un haz de luz diminuto, fino como un lápiz, bajó hasta tocarla. Se onduló con suavidad sobre su palma y, al cabo de un rato, el mago asintió.

—Veo cosas extrañas en tu mente, padre mío. Veo que te hicieron a su imagen y semejanza, y que despertaste en la oscuridad. Veo las personas que te habitan, veo todos los pasillos y las celdas y mazmorras polvorientas en las que viven.

—¡Rix! —exclamó Attia con voz autoritaria—. Basta.

Rix sonrió, pero no la miró.

—Veo lo solo que te sientes, y lo desquiciado que estás. Te has alimentado de tu propia alma, mi amo. Has devorado tu propia humanidad. Has mancillado tu propio Edén. Y ahora quieres Escapar.

—Ves un rayo de luz en la mano, Preso.

—Lo que tú digas. Un rayo de luz.

Sin embargo, la sonrisa desapareció cuando Rix levantó el Guante, de tal modo que la luz captó un brillo de polvo plateado que caía de sus dedos extendidos.

La multitud suspiró.

El polvo caía y caía sin parar. Era interminable. Se convirtió en una cascada de centelleos diminutos en un cielo negro.

—Veo las estrellas —dijo Rix con voz seria—. Bajo ellas hay un palacio en ruinas, con las ventanas rotas y oscuras. Espío a través del ojo de una cerradura, en una portezuela minúscula. Una tormenta ruge alrededor. Es el Exterior.

Claudia agarró a Attia por la muñeca.

—¿Está…?

—Creo que es una visión. Ya le ha pasado antes.

—¡El Exterior! —exclamó Claudia. Se dirigió al Guardián—: ¿Se refiere al Reino?

Sus ojos grises denotaban severidad.

—Me temo que sí.

—Pero Finn…

—Chist, Claudia. Si hablas, me pierdo.

Furiosa, se quedó mirando a Rix. El mago temblaba, con los ojos convertidos en finas líneas de color blanco.

—Hay una forma de Escapar —susurró, en un arrebato—. ¡Sáfico la encontró!

—¿Sáfico? —La voz de Incarceron era un murmullo que se expandía por el salón. Y entonces añadió con un tono que denotaba un miedo repentino, además de asombro—: ¿Cómo lo haces, Rix? ¿Cómo lo haces?

Rix parpadeó. Por un momento pareció sobrecogido. Todos guardaron silencio.

Entonces movió los dedos, y la lluvia plateada se convirtió en oro.

—El Arte de la Magia —susurró.

Jared se apartó de la puerta. Si Finn la estaba aporreando, como sospechaba el Sapient, el sonido no se apreciaba al otro lado.

Se dio la vuelta.

Tal vez el Reino se hubiera desmoronado, pero dentro de esa habitación no había cambiado nada. Mientras el Portal se allanaba, notó que el murmullo tranquilo de su misterio le resultaba apaciguador, las paredes grises y el escritorio solitario se enfocaron en su vista. Levantó una mano temblorosa hasta la boca y se lamió la sangre de la piel arañada.

De pronto, lo abatió la fatiga. Lo único que le apetecía era dormir, así que se desplomó en la silla metálica, delante de la pantalla cubierta de nieve, y combatió el deseo de apoyar la cabeza en el escritorio y cerrar los ojos para olvidarse de todo.

Sin embargo, la nieve cautivó su mirada. Detrás de ese misterio estaba atrapada Claudia, y la Cárcel y el Reino se hallaban inmersos en la destrucción.

Se obligó a sentarse con la espalda erguida, se frotó la cara con una manga mugrienta, se apartó el pelo de los ojos. Sacó el guante y lo colocó sobre la superficie de metal gris. Entonces hizo unos cuantos ajustes en los controles y habló.

Empleó la lengua de los Sapienti cuando dijo:

—¡Incarceron!

La nieve continuó cayendo, pero su frecuencia cambió, convertida en un remolino de asombro. Le respondió una voz maravillada:

—¿Cómo lo haces, Rix? ¿Cómo lo haces?

—No soy Rix. —Jared extendió las manos enjutas sobre el escritorio y las observó—. Hablaste conmigo en otra ocasión. Ya sabes quién soy.

—Oí una voz como ésa, hace mucho tiempo. —El murmullo de la Cárcel quedó suspendido en el aire inmóvil de la habitación.

—Hace mucho tiempo —susurró Jared—. Cuando aún no eras viejo, ni malvado. Cuando los Sapienti te crearon. Y otras muchas veces desde entonces, durante mi viaje interminable.

—Eres Sáfico.

Jared sonrió, fatigado.

—Ahora sí. Y tú y yo, Incarceron, tenemos el mismo problema. Ambos estamos atrapados dentro de nuestro cuerpo. A lo mejor podríamos ayudarnos el uno al otro. —Tomó el Guante y acarició con un dedo sus suaves escamas—. A lo mejor ha llegado la hora de la que hablan todas las profecías. La hora en la que el mundo termina, y Sáfico regresa.

Claudia dijo:

—Tienen tanto miedo que se están volviendo locos. Van a abalanzarse en cualquier momento para matarlo.

La muchedumbre empezaba a revolucionarse. Claudia percibía su pánico, notaba la urgencia en el modo en que empujaban hacia delante, alargaban el cuello para ver, desprendiendo ese hedor caliente y sudoroso que ascendía hacia ella. Sabían que, si Incarceron Escapaba, sería el fin de todos ellos. Si empezaban a creer que Rix era capaz de algo así, no tendrían nada que perder si se arriesgaban a avanzar.

Attia agarró el cuchillo de Rix. Claudia levantó el trabuco de chispa y miró a su padre. El Guardián no se movió, con los ojos fascinados y fijos en el mago.

Claudia lo adelantó y Attia fue con ella, y juntas se abrieron paso para colocarse en los peldaños que quedaban entre Rix y la multitud, a pesar de que era algo inútil, un mero amago de defensa.

—Oí una voz como ésa, hace mucho tiempo —murmuró la Cárcel.

Rix se echó a reír con severidad. Las palabras de su actuación habían cambiado, eran como una profecía.

—Hay una forma de Escapar. ¡Sáfico la encontró! La puerta es diminuta, más pequeña incluso que un átomo. Y el águila y el cisne extienden sus alas para protegerla.

—Eres Sáfico.

—Sáfico ha vuelto. ¿Alguna vez me has amado, Incarceron?

La Cárcel murmuró con voz ronca:

—Me acuerdo de ti. De entre todos ellos, tú eras mi hermano y mi hijo. Tuvimos el mismo sueño.

Rix se inclinó hacia la estatua. Alzó la mirada hacia su rostro pacífico, hacia sus ojos inertes.

—No te muevas ni un centímetro —susurró con ansiedad, como si quisiera que sólo la Cárcel lo oyera—. O el peligro que correrás será extremo.

Se dirigió a la multitud:

—Ha llegado el momento, amigos míos. Lo liberaré. ¡Y lo devolveré a este lugar!

—¡Otra vez!

Finn y Keiro se abalanzaron juntos contra la puerta, pero ni siquiera vibró. No se oía ningún sonido en el interior. Sin aliento, Keiro le dio la espalda al cisne de ébano y dijo:

—Podríamos coger uno de esos tablones y… —Se detuvo—. ¿Lo has oído?

Voces. El clamor de hombres dentro de la casa, hombres que subían como un enjambre por la cuerda de la escalera, siluetas sombrías que se arracimaban en el pasillo maltrecho.

Finn dio un paso adelante.

—¿Quién anda ahí?

Pero supo quiénes eran antes de que el resplandor de un relámpago los hiciera visibles. Los Lobos de Acero habían llegado en una manada de hocicos de plata, con los ojos brillantes detrás de las máscaras de asesinos y homicidas.

La voz de Medlicote dijo:

—Lo siento, Finn. No puedo dejar que esto termine así. Nadie se sorprenderá de que tu amigo y tú perezcáis en las ruinas del feudo del Guardián. Así empezará un nuevo mundo, sin reyes, sin tiranos.

—Jared está ahí dentro —soltó Finn—. Y vuestro Guardián…

—El Guardián nos ha dado órdenes.

Levantaron las pistolas.

A su lado, Finn notó el desafío arrogante de Keiro, esa extraña forma que tenía de volverse más alto, con todos los músculos en tensión.

—Nuestra última función, hermano —dijo Finn con amargura.

—Habla por ti —contestó Keiro.

Los Lobos de Acero avanzaron, una fila vacilante que llenaba el pasillo.

Finn se tensó, pero Keiro parecía casi lánguido.

—Vamos, amigos míos. Un poco más cerca, por favor.

Se detuvieron, como si sus palabras los hubieran puesto nerviosos. Entonces, tal como Finn sabía que haría, Keiro atacó.

Jared sujetaba el Guante con ambas manos. Sus escamas eran curiosamente flexibles, como si los siglos las hubieran amoldado con el uso. Como si sólo el Tiempo hubiera llevado el Guante.

—¿No estás asustado? —preguntó Incarceron con curiosidad.

—Claro que estoy asustado. Creo que llevo mucho tiempo asustado. —Tocó las garras duras y curvadas—. Pero ¿cómo sabes tú lo que es el miedo?

—Los Sapienti me enseñaron a sentir.

—¿El placer? ¿La crueldad?

—La soledad. La desesperación.

Jared negó con la cabeza.

—También querían que amases… a tus Presos. Que cuidases de ellos.

La voz sonó como una bocanada de nostalgia, un crepitar:

—Sabes que tú eres el único a quien he amado, Sáfico. El único a quien he cuidado. Tú eras la grieta insignificante de mi armadura. Tú eras la puerta.

—¿Fue por eso por lo que me dejaste Escapar?

—Los hijos siempre escapan de sus padres, tarde o temprano. —Un murmullo se coló en el Portal, como un suspiro a través de un pasillo largo y vacío—. Yo también estoy asustado.

—Entonces, debemos compartir el miedo.

Jared deslizó los dedos dentro del Guante. Tiró de él, con firmeza, y mientras lo hacía oyó, muy lejos, un martilleo, tal vez una puerta, tal vez su corazón, tal vez miles de pasos que se aproximaban. Cerró los ojos. Cuando el Guante le arropó los dedos, se le enfrió la mano, que se fundió con la piel de dragón en una sola materia. Le ardían las neuronas. Las garras se hendieron cuando las dobló. Su cuerpo se volvió gélido, e inmenso, poblado por un millón de terrores. Y entonces, todo su ser se desmoronó, se marchitó, replegándose hacia dentro, hacia un interminable torbellino de luz. Inclinó la cabeza y lloró a mares.

—Yo también estoy asustado.

El murmullo de la Cárcel se propagó por todos sus pabellones y bosques, por encima de sus mares. En las profundidades del Ala de Hielo, su miedo fragmentó las estalactitas, asustó a bandadas enteras de pájaros que aletearon sobre bosques metálicos que ningún Preso había pisado jamás.

Rix cerró los ojos. Su cara se había convertido en puro éxtasis. Extendió los brazos y exclamó:

—Ninguno de nosotros tiene por qué asustarse. ¡Mirad!

Claudia oyó el suspiro de Attia. La horda de gente rugió al unísono y se abalanzó hacia delante y, cuando la muchacha saltó hacia atrás, volvió la cabeza y vio a su padre, mirando fijamente la imagen de Sáfico. En la mano derecha llevaba puesto el Guante.

Anonadada, Claudia intentó preguntar:

—¿Cómo…?

Pero el susurro se perdió en el tumulto.

Los dedos de la estatua eran de piel de dragón, sus uñas eran garras. ¡Y se movían!

La mano derecha se flexionó; se abrió y se alargó hacia delante, como si se aferrara a la oscuridad, o como si buscara algo que palpar.

Todos los asistentes se quedaron mudos. Algunos cayeron de rodillas, otros se dieron la vuelta y echaron a correr para escapar de la muchedumbre hacinada.

Claudia y Attia permanecieron quietas. Attia sintió como si el asombro fuese a irrumpir en ella, como si la maravilla de lo que veía, de lo que eso significaba, fuese a hacerla gritar a pleno pulmón de miedo y gozo.

El Guardián era el único que observaba con atención. Claudia se dio cuenta de que él sabía lo que estaba ocurriendo.

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