—Explícamelo —le susurró la chica.
Su padre miró la imagen de Sáfico y un macabro agradecimiento cubrió sus ojos grises.
—¿Por qué, mi querida Claudia? —le preguntó él a su vez con aspereza—. Es un gran milagro. Tenemos el inmenso privilegio de estar aquí. —Y luego, en voz más baja—: Y parece que he vuelto a subestimar al Maestro Jared una vez más.
El proyectil de un trabuco impactó contra el techo. Uno de los hombres había caído ya, ovillado entre gemidos. Espalda contra espalda, Finn y Keiro describían círculos.
El pasillo en ruinas era una maraña intermitente de luz, surcada por haces de oscuridad. Alguien disparó un mosquetón y la bala hizo saltar unas astillas que cayeron en el codo de Finn. Se defendió, apartó el arma de un manotazo y se deshizo del hombre enmascarado a golpes.
Tras él, Keiro empezó a luchar con un florete hurtado hasta que se le rompió, y a partir de entonces, contraatacó con las manos desnudas. Se movía con agilidad, furia y precisión, y para Finn, que estaba a su lado, ya no existía el Reino ni Incarceron, sólo la abrasadora violencia de los puñetazos y el dolor, una puñalada en el pecho esquivada con desesperación, un cuerpo arrojado contra los paneles de madera.
Chilló, con sudor en las pestañas, cuando Medlicote arremetió contra él, y la espada del secretario se dobló al clavarse en la pared. Al instante, ambos intentaron asir el arma, y Finn agarró el hombre con fuerza por el pecho para inmovilizarlo, obligándole a tirarse al suelo. Resplandeció otro relámpago, que mostró la sonrisa de Keiro, el destello de acero de un hocico de lobo. El trueno rugió, con un retumbar grave y distante.
Una llamarada de fuego. Creció en un instante y, con su luz, Finn vio que los Lobos se hundían, jadeantes y ensangrentados por las llamas que los azotaban.
—Bajad las armas —la voz de Keiro sonó feroz y sin aliento. Volvió a disparar y todos se encogieron cuando la escayola del techo caía convertida en nieve blanca—. ¡Bajadlas ya!
Unos cuantos ruidos sordos.
—Ahora, al suelo. Al que se quede de pie, me lo cargo.
Poco a poco, los Lobos de Acero fueron obedeciéndole. Finn le arrancó la máscara a Medlicote y la arrojó al pasillo. Una furia repentina ardía en él. Les amenazó:
—Ahora yo soy el rey, Maestro Medlicote. ¿Queda claro? —Su voz era rabia en estado puro—. ¡El viejo mundo ha terminado y a partir de ahora ya no habrá más complots ni mentiras! —Levantó al hombre como si fuera un trapo viejo y lo empotró contra la pared—. Yo soy Giles. ¡Se acabó el Protocolo!
—Finn. —Keiro se acercó y le quitó la espada de la mano—. Déjalo. Es igual. Ya está medio muerto.
Lentamente, Finn soltó al hombre, que se derrumbó aliviado. Finn se volvió hacia su hermano de sangre y fue enfocándolo de forma paulatina, como si la furia hubiese sido un velo que enturbiaba el ambiente.
—Tranquilo, hermano. —Keiro escudriñó a sus cautivos—. Como siempre te enseñé…
—Estoy tranquilo.
—Bien. Por lo menos, no te has vuelto tan blandengue como todos los demás aquí fuera.
Keiro se dio la vuelta con una pirueta y levantó el arma. Disparó, una vez, dos, contra la puerta del despacho, debajo del cisne enfadado, y la puerta se sacudió antes de derrumbarse hacia dentro.
Finn se adelantó y entró en la sala dando zancadas a través del humo. Se tambaleó cuando el Portal se onduló para darle la bienvenida.
Pero la habitación estaba vacía.
Eso era la muerte.
Era cálida y pegajosa, y llegaba a Jared en oleadas, que lo barrían como ráfagas de dolor. No había aire que respirar, ni palabras que pronunciar. Era algo que se le atragantaba en la garganta.
Y luego surgió un resplandor gris, y en él estaba Claudia, junto con su padre y Attia. Alargó la mano hacia ella e intentó pronunciar su nombre, pero tenía los labios fríos y mudos como el mármol, y la lengua tan entumecida que no podía moverla.
—¿Estoy muerto? —preguntó a la Cárcel, pero la pregunta reverberó por colinas y pasillos, y recorrió galerías centenarias cubiertas de telarañas. Entonces se dio cuenta de que él era la Cárcel, de que compartían los sueños.
Se había convertido en un mundo entero, y al mismo tiempo, era una criatura diminuta. Ahora podía respirar, su corazón latía con fuerza, tenía la vista clara. Sintió como si le hubieran quitado una grandísima preocupación de encima, un gran peso de los hombros. Y tal vez hubiera sido así, tal vez se tratara de la liberación de su vieja vida. Y dentro de sí mismo, había bosques y océanos, altos puentes sobre profundas grietas, escaleras en espiral que bajaban a las celdas blancas y vacías en las que había nacido su enfermedad. Había viajado a través de ella, había explorado todos sus secretos, se había zambullido en su oscuridad.
Sólo él conocía la respuesta al acertijo, y la puerta que conducía al Exterior.
Claudia lo oyó. En medio del silencio, la estatua se meció y pronunció su nombre.
Sin dejar de mirar la imagen fijamente, Claudia se tambaleó hacia atrás, pero su padre la agarró por el brazo.
—Te he enseñado a no tener miedo jamás —le dijo en voz baja—. Y además, ya sabes quién es.
Cobró vida ante su atenta mirada. Los ojos de la estatua se abrieron y eran verdes, esos ojos curiosos e inteligentes que tan bien conocía Claudia. El rostro delicado había perdido el tono marfil y se había sonrosado con el aliento vital. El pelo largo se le había oscurecido y ondulado, y la túnica de Sapient relucía con tonos grises iridiscentes. Extendió los brazos y las plumas brillaron como si fueran alas.
Se bajó del pedestal y se colocó ante ella.
—Claudia… —dijo. Y repitió—: Claudia.
Las palabras se le atascaron en la garganta.
Mientras tanto, Rix saltaba ante la abrumadora adulación de la multitud; cogió a Attia de la mano y la obligó a hacer una reverencia con él en medio de la tormenta de aplausos que no tenían fin, los vítores de alegría, los gritos extasiados que recibían a Sáfico, ahora que había regresado para salvar a su pueblo.
Cantó su última canción. Y las palabras que pronunció no fueron plasmadas jamás en papel. Pero fue una canción dulce y de gran belleza, y quienes la oyeron cambiaron por completo.
Hay quien dice que fue la canción que dio movimiento a las estrellas.
La Última Canción de Sáfico
Finn caminó lentamente hacia la pantalla y clavó los ojos en ella. Había dejado de nevar, y ahora la imagen se veía nítida y brillante. Vio a una chica que lo miraba a la cara.
—¡Claudia! —exclamó.
No parecía que lo hubiera oído. Entonces se dio cuenta de que la estaba mirando a través de los ojos de otra persona, unos ojos que estaban ligeramente nublados, como si la mirada de la Cárcel estuviera borrosa por las lágrimas.
Keiro se le acercó por la espalda.
—¿Qué demonios pasa ahí dentro?
Igual que si sus palabras hubieran accionado una palanca, el sonido irrumpió, una explosión de bramidos y aplausos y vítores de alegría que los estremecieron.
Claudia alargó el brazo y tomó la mano enguantada.
—Maestro —dijo—. ¿Cómo habéis entrado? ¿Qué habéis hecho?
Él le dedicó su cálida sonrisa.
—Creo que he realizado un experimento nuevo, Claudia. Mi proyecto de investigación más ambicioso hasta el momento.
—No os burléis de mí.
Apretó el puño sobre los dedos de escamas.
—Jamás os he traicionado —dijo Jared—. La reina me ofreció los conocimientos prohibidos. Pero no creo que se refiriera a esto.
—Ni una sola vez pensé que pudierais traicionarme. —Claudia miró fijamente el Guante—. Esta gente cree que sois Sáfico. Decidles que no es verdad.
—Soy Sáfico. —El rugido que recibió sus palabras fue tremendo, pero Jared no despegó la mirada de Claudia—. Es a él a quien esperan, Claudia. E Incarceron y yo les daremos seguridad. —Los dedos del dragón se doblaron sobre los de la chica—. Me siento muy raro, Claudia. Es como si estuvierais dentro de mí, como si hubiera mudado la piel y debajo de ella habitara un nuevo ser, y veo tantas cosas y oigo tantos sonidos y accedo a tantas mentes… Sueño los sueños de la Cárcel, y son tan tristes…
—Pero ¿podéis regresar? ¿O tendréis que quedaros aquí para siempre? —Su desesperación denotaba debilidad, pero no le importó, ni siquiera le importó que su egoísmo se interpusiera en el futuro de los Presos de Incarceron—. No puedo hacerlo sin vos, Jared. Os necesito.
Él negó con la cabeza.
—Vais a ser reina, y las reinas no tienen tutores. —Extendió los brazos y la rodeó. Le dio un beso en la frente—. Además, no me marcharé a ninguna parte. Me llevaréis en la cadena del reloj. —Miró por detrás de la chica, hacia el Guardián—. Y de ahora en adelante, todos nosotros tendremos libertad.
La sonrisa del Guardián era una línea fina.
—Vaya, viejo amigo, parece que al final os habéis procurado un cuerpo.
—A pesar de todo vuestro empeño, John Arlex.
—Pero no habéis Escapado.
Jared se encogió de hombros con un movimiento curioso, ligeramente extraño en él.
—Claro que sí. He Escapado de mí mismo, pero no me marcharé de aquí. Ésa es la paradoja que encarna Sáfico.
Hizo un gesto con la mano y todo el público suspiró. Detrás de ellos, y a su alrededor, las paredes se iluminaron y vieron la habitación gris que albergaba el Portal, con la puerta abarrotada de observadores, y Finn y Keiro retrocedieron muy sobresaltados. Jared se dio la vuelta.
—Ahora estamos todos juntos. El Interior y el Exterior.
—¿Significa eso que los Presos pueden Escapar? —intervino Keiro, y Claudia cayó en la cuenta de que lo habían oído todo.
Jared sonrió.
—¿Escapar adónde? ¿A las ruinas del Reino? Harán de esto su paraíso, Keiro, tal como se suponía que debía ser, tal como los Sapienti lo idearon. Nadie tendrá necesidad de Escapar; lo prometo. Pero la puerta estará abierta, para quienes deseen entrar y salir.
Claudia retrocedió un paso. Conocía al Sapient tan bien como la palma de la mano, y al mismo tiempo, lo notaba diferente. Como si su personalidad se hubiera entremezclado con otra, dos voces distintas que se fragmentaban en una, como las baldosas blancas y negras del suelo del salón, que formaban un dibujo nuevo, y ese dibujo era la silueta de Sáfico. La chica miró a su alrededor, vio a Rix maravillado, inclinándose hacia el Sapient, y a Attia quieta y pálida, mirando fijamente a Finn.
La muchedumbre murmuraba, repetía sus palabras, las transmitía de unos a otros. Oyó que la promesa reverberaba por los paisajes de la Cárcel. Sin embargo, Claudia se sentía desconsolada y aturdida, porque en otro tiempo había sido la hija del Guardián, y ahora iba a ser la reina, y sin Jared, su nueva vida sería otro papel que debería representar, otra parte del juego.
Jared pasó rozándola y se dirigió hacia la multitud. La gente extendía las manos y lo tocaba, agarraba el guante de piel de dragón, se postraba a sus pies. Una mujer empezó a sollozar y él la tocó con delicadeza, puso sus manos alrededor de las de ella.
—No te preocupes —dijo el Guardián en voz baja al oído de Claudia.
—No puedo evitarlo. Jared no es fuerte.
—Uf, creo que es más fuerte que todos nosotros.
—La Cárcel lo corromperá.
Fue Attia quien lo dijo, y Claudia se volvió hacia ella muy enfadada.
—¡No!
—Sí. Incarceron es cruel, y tu tutor es demasiado considerado para dominarlo. Las cosas se torcerán, igual que la vez anterior. —Attia hablaba con frialdad. Sabía que sus palabras eran hirientes, pero aun así las dijo, y un amargo desconsuelo la llevó a añadir—: Y Finn y tú tampoco tendréis un gran reino, tal como están las cosas.
Attia alzó los ojos hacia Finn, quien le sostuvo la mirada.
—Salid al Exterior —les dijo Finn—. Las dos.
Detrás de Attia, Rix preguntó:
—¿Quieres que abra una puerta mágica, Attia? A lo mejor así recupero a mi Aprendiz.
—Ni hablar. —Keiro dedicó una fugaz mirada azul a Finn—. Aquí pagan mejor.
En el último escalón, Jared se dio la vuelta.
—Bueno, Rix. ¿Vamos a ver alguna otra muestra del Arte de la Magia? Haznos una puerta, Rix.
El hechicero soltó una carcajada. Sacó una tiza del bolsillo y la mostró ante el público. La multitud la miró embobada. Entonces Rix se inclinó hasta tocar el suelo y acercó la tiza a la superficie de mármol en la que antes descansaba la estatua. Con cuidado, dibujó la puerta de una mazmorra, de madera antigua, con una ventana embarrada y un gran ojo de cerradura, y con cadenas cruzadas alrededor. Encima de la puerta escribió: «SÁFICO».
—Todos creen que sois Sáfico —le dijo Rix a Jared mientras se ponía de pie—. Pero está claro que no lo sois. Aunque no voy a desmentirlo, podéis confiar en mí. —Se acercó a Attia y le guiñó un ojo—. Es todo una ilusión. Uno de mis libros habla de eso mismo. Un hombre roba el fuego de los dioses y salva a la humanidad con su calor. Los dioses lo castigan inmovilizándolo eternamente con una gruesa cadena. Pero el hombre forcejea y se retuerce, y el día del fin del mundo regresará. En un barco hecho con uñas. —Entonces sonrió a la chica con tristeza—. Te echaré de menos, Attia.
Jared alargó la mano y tocó la puerta de tiza con la punta de una garra de dragón. Al instante se volvió real y se abrió. La puerta se dobló hacia dentro con gran estruendo, dejando un rectángulo de oscuridad en el suelo.
Finn dio un paso atrás, admirado. A sus pies, el suelo también se había hundido. Había un agujero negro y vacío.
Jared condujo a Claudia con amabilidad hasta el borde.
—Vamos, Claudia. Vos estaréis allí y yo aquí. Trabajaremos juntos, igual que hemos hecho siempre.
La chica asintió y miró a su padre. El Guardián dijo:
—Maestro Jared, ¿me permitís hablar un momento con mi hija?
Jared hizo una reverencia y se apartó.
—Haz lo que te dice —le aconsejó el Guardián a Claudia.
—¿Y qué pasará con vos?
Su padre esbozó su gélida sonrisa.
—Mi propósito era que tú fueses reina, Claudia. A eso me he dedicado en cuerpo y alma. A lo mejor ya va siendo hora de que me dedique a cuidar de esto, mi propio reino. El nuevo régimen también necesitará un Guardián. Jared es demasiado permisivo, e Incarceron demasiado severo.
Claudia le dio la razón y luego dijo:
—Decidme la verdad. ¿Qué ocurrió con el príncipe Giles?