—Queridos oyentes, con vosotros…
Patrulla en las ondas
. El espacio donde la voz de la ciudadanía se cruza con la del orden público con un solo fin: mejorar la convivencia en nuestra querida ciudad —Santiago Losada detuvo la presentación con una de sus pausas dramáticas.
Leo Caldas se volvió hacia la mesa y sostuvo los incómodos auriculares, esperando que la primera llamada estuviese en antena para ajustárselos.
El locutor prosiguió la introducción del inspector como si fuera el
speaker
de un combate de boxeo presentando a un púgil.
—Está con nosotros el terror de la delincuencia, el defensor implacable del buen ciudadano, el guardián temible de nuestras calles, el patrullero, el inspector Leo Caldas. Buenas tardes, inspector.
«Por poco tiempo», pensaba el inspector.
—Buenas tardes.
—El inspector Caldas se acerca a los micrófonos de Onda Vigo para ponerse a tu disposición, querido oyente, en esta
Patrulla en las ondas
que hemos creado pensando en ti.
Rebeca mostró un letrero y Losada dio paso a la llamada.
—Inés es la primera en acudir hoy en busca del amparo de la ley. Buenas tardes —la saludó, mientras el inspector se encajaba sacrificadamente los cascos sobre las orejas.
Tras la cortesía, la oyente refirió el asunto que la había inducido a llamar a la radio. Era una cuestión de tráfico que relató de modo impreciso. En cualquier caso, la responsabilidad correspondía a la policía municipal.
Caldas tomó nota: «Uno a cero».
Pasada media hora, el cuaderno de tapas negras exhibía el deprimente marcador de «municipales siete, Leo cero». Rebeca, desde la sala de control, levantó la pizarra con otro nombre: Carlos.
—Llamo para manifestar nuestra más enérgica repulsa por la agresión sufrida ayer, día 13 de mayo, por un miembro de nuestro colectivo que estaba disfrutando de su ocio en un local de la ciudad —el oyente había hablado sin hacer pausas para respirar. Se notaba que estaba leyendo un escrito.
—¿Desea denunciar el hecho en cuestión al inspector Leo Caldas? —preguntó Losada.
—No hace falta —la voz del tal Carlos adquiría una mayor afectación al dejar la lectura—. El inspector estaba en el mismo local tomando una cerveza y pudo ver todo lo que aconteció con sus propios ojos.
Leo apartó la boca del micrófono buscando refugio mental en la vista soleada de la Alameda.
—¡Mierda! Lo que faltaba —murmuró.
—De hecho —continuó el oyente—, fue el propio inspector Caldas quien socorrió al agredido y redujo al homófobo expulsándolo del local.
—¿Ah, sí?
El retintín de la exclamación de Losada invitó al oyente a continuar, y éste se explayó con una descripción pormenorizada de los acontecimientos sucedidos en la noche precedente, tras la que profirió una crítica enérgica a las instituciones por consentir que animales como el agresor formaran parte de sus cuerpos de seguridad, y terminó exigiendo las responsabilidades oportunas. El apasionado Carlos no omitió un agradecimiento explícito al inspector por lo que consideró «un comportamiento heroico a favor de nuestra total integración».
Durante toda la intervención, Leo Caldas estuvo moviendo repetidamente en el aire los dedos índice y medio a modo de tijeras, pidiendo a Losada que cortara la comunicación. Sin embargo, en un gesto democrático sorprendente, Santiago Losada permitió al exaltado oyente completar su alegato.
El inspector aprovechó la publicidad posterior a la llamada para pedir explicaciones.
—¿Por qué le has dejado hablar? Se supone que la finalidad de esta historia no es suscitar el miedo a la policía, sino todo lo contrario.
—Lo primero es la libertad de expresión —se justificó Santiago Losada.
—¿Libertad? No sabía que conocieses esa palabra.
—Leo, estás enfurruñado porque ha revelado en el aire tu presencia en ese bar tan especial —dijo Losada, con una entonación deliberadamente impertinente—. Pero no pasa nada, la sociedad de hoy está madura, admite cualquier orientación.
—Santiago, hazme un favor: vete al
carallo
.
Caldas miró al locutor con desprecio y se colocó en la boca un cigarrillo al que acercó la llama de su encendedor.
—Nuria, buenas tardes. Está usted en contacto con la
Patrulla en las ondas
, el espacio del incorruptible inspector Leo Caldas —saludó Losada, que miraba al inspector con una mueca insolente en el rostro.
La novena oyente de la tarde les hizo partícipes del pavor que sentía por las noches, pues unos facinerosos llevaban dos semanas durmiendo en el interior de su portal.
El allanamiento de morada era competencia suya, y el inspector asió el bolígrafo para registrar el siete a uno en su cuaderno.
Pese a los auriculares, percibió un sonido sordo sobre la voz aguda de la oyente. Levantó los ojos y vio a Rafael Estévez en la sala contigua, golpeando el cristal con los puños en el punto más próximo a él. Rebeca y el técnico de sonido le dejaban hacer, observándole tan temerosos como perplejos. El agente, mediante ademanes efusivos, reclamaba al inspector que saliese a su encuentro de inmediato.
En el momento en que la oyente requería una solución al conflicto con los intrusos, Leo Caldas abandonaba el estudio sin que Santiago Losada se percatara de ello.
—¿Y bien, inspector? —preguntó el locutor, mirando estúpidamente al asiento vacío de su derecha.
—Lo han despachado, jefe, ése ya no cuenta nada —soltó Estévez, que le esperaba en el control con el rostro congestionado.
—¿Qué?
—Encontré al pinchadiscos en su casa. Está muerto —explicó el agente—. Llevo una hora intentando localizarle, inspector. ¿Tiene el móvil apagado?
—Sí. ¿Quién sabe esto? —preguntó Caldas.
—Usted y yo.
—Pues vamos —dijo, y salieron buscando la calle.
Por el altavoz del corredor oyeron cómo Losada, al borde de una crisis histérica, fingía un corte en la línea telefónica y daba paso a una canción absurda.
1. Acción y efecto de imprimir. 2. Marca o señal que algo deja en otra cosa al presionar sobre ella. 3. Efecto o sensación que algo o alguien causa en el ánimo. 4. Calidad o forma de letra con que está impresa una obra. 5. Obra impresa. G. Efecto o alteración que causa en un cuerpo otro extraño. 7. Opinión, sentimiento, juicio que algo o alguien suscitan, sin que, muchas veces, se puedan justificar.
El edificio de apartamentos de la avenida de las Camelias era una de esas construcciones funcionales donde las multinacionales con filial en la ciudad acostumbraban alquilar viviendas para sus empleados desplazados a Vigo. Les salía más rentable pagar el alquiler anual de los apartamentos que costear una por una las numerosas noches de hotel que precisaban.
Caldas y Estévez se apearon del taxi, entraron en el portal y subieron a la quinta planta. Rafael Estévez se detuvo ante una puerta con el nombre Orestes Rial grabado en una pequeña placa de latón.
—¿Y esto? —preguntó el inspector, al empujar la puerta y constatar que la cerradura estaba reventada.
—Llamé al timbre —se excusó Estévez—, pero como no respondían le di un poco con el pie…
—Ya.
El inspector echó una ojeada al apartamento vacío. Una sola estancia, con el suelo de madera oscura y las paredes pintadas de blanco, comprendía salón, comedor y dormitorio. La cocina, moderna y también integrada en la sala, se situaba bajo una de las dos ventanas que daban a la calle. En el estante que recorría la pared se alineaban una docena de libros, dos álbumes de fotos, una cámara fotográfica digital y varios cientos de discos compactos. Todo estaba limpio y recogido a excepción de la cama deshecha y sin almohada.
—¿Dónde está Orestes?
—Ahí dentro —el agente señaló una puerta cerrada.
Caldas entró en el cuarto de baño y descubrió a Orestes tendido en el suelo, delante del inodoro. La sangre había fluido de la parte posterior de su cabeza rapada formando un charco oscuro que producía un contraste inquietante sobre el blanco del mármol.
El pinchadiscos llevaba las piernas cubiertas por el pantalón de un pijama rayado, y el torso, flaquísimo, desnudo. La almohada estaba tirada en el pavimento con un lado manchado de rojo sanguinolento.
—¿Moviste algo?
—Claro que no. Después de descubrir el fiambre y llamarle al móvil ochenta veces, comprobé que no había nadie más aquí dentro, entorné la puerta y salí a escape hacia la radio.
Leo Caldas inspeccionó el agujero que el impacto de la bala había producido en la nuca del joven. No quería tocar la herida y, con tanta sangre por medio, no fue capaz de calcular el calibre del proyectil. También sin éxito, intentó localizar el casquillo de la bala en el suelo. Buscándolo, levantó ligeramente la almohada sosteniéndola por el lado más limpio. Rodeado por una mancha oscura, vio un orificio que la atravesaba. El asesino había situado la almohada delante del cañón en el momento de disparar para amortiguar el tiro. Se lo señaló a su ayudante.
—Ya me había fijado antes, jefe —aseguró el agente—. Un silenciador casero, pero eficaz.
Caldas dejó la almohada en el suelo. No encontró rastro del casquillo.
—Lo sorprendieron meando —dijo Estévez.
Leo Caldas asintió.
—Probablemente le despertaría el timbre —especuló—. Se levantaría para abrir la puerta y necesitaría venir a orinar.
Decidieron buscar alguna pista por separado antes de avisar a la comisaría. Caldas, ayudándose de un pañuelo para no dejar huellas, encendió la cámara fotográfica y comprobó que la memoria estaba vacía. Después se centró en los dos álbumes de la estantería. El agente Estévez, cubiertas las manos con los guantes que encontró bajo el fregadero, fue inspeccionando todo lo demás. Husmeó en la mesilla de noche, en la del salón, entre los almohadones del sofá, en la cocina… Luego abrió el armario, registró los cajones uno a uno y comprobó el contenido de los bolsillos de todos los pantalones y cazadoras que colgaban de las perchas.
En ese tiempo, Caldas se dedicó a observar detenidamente el primero de los álbumes de fotos. Escrutó cada imagen con minuciosidad de relojero, pero no encontró ningún rostro conocido. Lo devolvió al estante, junto a los discos compactos, y alcanzó el segundo.
Estévez se aproximó a él para indagar en los discos. Casi todos ellos eran grabaciones caseras con el nombre del artista rotulado con tinta indeleble.
—¿Se da cuenta? Ya sólo compran discos en las tiendas los gilipollas. A este paso va a ser más lucrativo hacerse fontanero que estrella de rock —sentenció Estévez.
—Sí —rumió Caldas, enfrascado en las imágenes del álbum.
Rafael Estévez dio un repaso fugaz a los discos y miró a su alrededor buscando algo.
—¿Dónde coño los escuchaba? —dijo, pensando en voz alta.
—¿Cómo? —preguntó Caldas sin apartar los ojos de una fotografía tomada en el Idílico.
—Ah, nada, ya está —Estévez señaló la cocina con naturalidad—. Me preguntaba dónde escucharía tantos discos, pero debía de ser en aquel ordenador.
—¿Qué has dicho? —preguntó Caldas alzando la mirada.
—Que debía de escuchar sus discos en el chisme ese de la cocina —repitió Estévez.
Leo Caldas había reparado antes en la figura plana que ocupaba la superficie junto al horno, pero se había figurado que se trataba de una sandwichera u otro artilugio similar. Tampoco le había llamado la atención hasta entonces el aparato que descansaba al lado, sobre un montoncito de papeles brillantes.
Se acercó, abrió el original ordenador portátil y lo encendió. El objeto de diseño futurista de la derecha resultó ser una pequeña impresora láser que se cargaba con el papel sobre el que reposaba.
En el tiempo que el ordenador tardó en configurarse, el inspector acabó de revisar las últimas fotografías del segundo álbum, y, al no encontrar nada de interés, lo devolvió al anaquel.
Regresó al teclado y abrió el archivo que mostraba las aplicaciones más recientes. Comprobó que los últimos programas que se habían ejecutado en aquel ordenador eran el navegador de la web y el procesador de imágenes. Seleccionó este último programa, y accedió a un menú complejo. El inspector no era experto en nuevas tecnologías, pero sabía lo suficiente como para advertir que Orestes guardaba miles de fotos en formato digital en el disco duro de su ordenador.
Una opción en la pantalla permitía introducir parámetros de búsqueda que agilizasen la localización de una imagen concreta. Leo Caldas escribió el nombre que estaba buscando: «Luis Reigosa».
Al momento aparecieron una docena de iconos que contenían ese nombre. Cuando pulsó el primero de ellos, una fotografía se desplegó llenando la totalidad de la pantalla.
—¡Bingo! —dijo el inspector.
Rafael Estévez se le acercó.
—¿Qué pasa, jefe?
Leo Caldas no contestó. Fue abriendo el resto de imágenes y apretando la tecla de impresión.
—Se conocían… —balbuceó Estévez, con la vista clavada en la primera de las fotografías que escupió la impresora—. ¡Qué hijo de puta!
1. Vestigio, señal o indicio de un acontecimiento. 2. Herramienta a manera de azada, que en vez de pala tiene dientes fuertes y gruesos, y sirve para extender piedra partida y usos análogos. 3. Lugar que se destinaba en las poblaciones para vender en ciertos días de la semana la carne al por mayor. 4. Señal, huella que queda de algo.
La puerta de madera se deslizó hacia un lado y el coche avanzó entre la espesura de árboles hasta detenerse al pie de la escalinata. La sirvienta, que les esperaba manteniendo la misma posición marcial con que les había recibido por la mañana, condujo a los policías hasta el porche rodeando la casa, al igual que entonces.
Sin embargo, otras cosas habían cambiado. El sol no estaba alto en el cielo, caía al frente sobre una mar llena de reflejos que parecía esculpida en oro, y la temperatura se había suavizado varios grados con respecto al mediodía para alivio del agente Estévez, que ya no sudaba.
Por el camino que iba al embarcadero vieron aproximarse, a contraluz, la silueta esbelta de Mercedes Zuriaga. Se había cubierto el vestido beige con una larga blusa blanca. La mujer pasó por delante de ellos y se detuvo al reconocerles.
—Buenas tardes, agentes. ¿Otra vez por aquí? —preguntó, con cordialidad.
—Sí, necesitamos de nuevo el consejo del doctor —mintió Caldas.