El 14 de mayo había amanecido otoño. El manto triste de niebla que se había colado de noche por la embocadura de la ría amenazaba con pasar la mañana sobre ella, como una boina.
Después de la visita al Hospital General, los policías habían acudido al Policlínico en busca de su sospechoso con éxito similar. La jefa de servicio que les había atendido tampoco había podido proporcionarles un nombre cercano al formol con las características que Caldas internamente atribuía al asesino de Luis Reigosa. El listado de personal masculino de los quirófanos excedía los doscientos cincuenta profesionales sólo en aquellos dos hospitales. Leo prefería, por una razón de economía de fuerzas, centrar los primeros esfuerzos en los servicios anatomopatológicos, los verdaderos especialistas. Como había apuntado Guzmán Barrio en la sala de autopsias, había que estar muy especializado para inyectar formol en los genitales de alguien.
Les restaba por visitar, de la relación que en Riofarma les había facilitado Isidro Freire, la Fundación Zuriaga, pero Leo Caldas tampoco esperaba gran cosa de esa otra visita. Venía comprobando que el de la sanidad era un sector enormemente corporativista, muy distinto de otros gremios en los que los chismes de unos para perjudicar la fama de otros eran cosa frecuente. Sin duda, la avalancha de causas abiertas por negligencia en tiempos recientes había obligado a los profesionales sanitarios a procurarse protección recíproca. No le parecía extraño, pues algo semejante había ocurrido en el ámbito policial.
Se montaron en el coche y Caldas indicó a su ayudante que se dirigiese a la Fundación Zuriaga, situada en el monte del Castro.
—Es el monte de ahí arriba, ¿no? Caldas se lo confirmó.
—Hay que subir como si fuéramos al parque. Luego te indico yo.
El Castro era el monte desde el que Vigo descendía hacia la mar. En la cumbre había un castillo y un parque con un mirador. La panorámica de la ciudad con su ría era visita obligada para los turistas, a los que los guías contaban leyendas de combates navales y tesoros hundidos. El monte debía su nombre a un importante yacimiento arqueológico descubierto en él años atrás. En el siglo I a. C., los celtas habían levantado un castro aprovechando que el escarpado y fragoso desnivel no hacía necesario alzar una fortificación alrededor del poblado.
No habrían comprendido los celtas que en las laderas de aquella montaña abrupta se pudiera construir una ciudad. Muchos siglos después, los nuevos pobladores seguían sin comprenderlo.
Caldas se aproximó al mostrador. El vestíbulo amplio combinaba cristal y granito pulido, como las otras cinco plantas del edificio actual. La pequeña maternidad Zuriaga, fundada siete décadas atrás, había sufrido transformaciones sucesivas hasta convertirse en el hospital privado más importante de la ciudad. Seguía trayendo al mundo los niños con mejor prosapia de Vigo, pero hacía años que se había convertido en fundación diversificando su actividad. Caldas había contado, en el rótulo de bienvenida, dieciséis especialidades médicas.
La segunda de ellas, por orden alfabético, era anatomía patológica. El inspector se interesó por el jefe de servicio.
—La jefa de anatomía patológica es una doctora —le corrigió la recepcionista, dándole el nombre y señalando los ascensores—. Tercera planta.
«Tercera planta y tercera mujer», pensó Caldas esperando que ésta le tratara mejor que la jefa de servicio del Hospital General.
La doctora escuchó con atención al inspector antes de hablar.
—Efectivamente, nosotros trabajamos con formaldehído. Lo almacenamos aquí al lado. Hagan el favor de acompañarme.
La doctora les mostró varias cajas apiladas en una habitación contigua a su despacho. Caldas comprobó por sí mismo que tampoco en la Fundación Zuriaga contemplaban medidas de seguridad específicas con respecto al formol.
—La mayor parte lo utilizamos en nuestro servicio. El resto se emplea en los quirófanos.
—Ya, para las biopsias —Caldas no necesitaba otra lección—. ¿Hay algún hombre que trabaje en su servicio? ¿Algún médico o enfermero?
—No, en anatomía patológica somos dos doctoras y tres enfermeras.
—Era de suponer —dijo Caldas lacónico, comprendiendo que debería conformarse de nuevo con obtener de la visita una relación del personal que entraba en quirófano. Hubiera deseado encontrar algún especialista varón y, a poder ser, homosexual, pero se iba haciendo a la idea de tener que trabajar sobre un listado que incluiría los datos de varios cientos de personas.
—¿Podría indicarme dónde se encuentra la gerencia de la fundación? —preguntó, dispuesto a recoger la relación y marcharse tan pronto como pudiera.
El inspector Caldas y el agente Estévez entraron en las oficinas del piso superior. A través de la pared de vidrio se contemplaba la parte más occidental de la ría, que permanecía cubierta de bruma. El inspector intuía que, de no ser por la niebla, se podrían divisar las veinte plantas de la torre de Toralla.
Frente a los ascensores, en la pared de granito pulido, colgaba el inmenso retrato al óleo de un viejo de cabello blanco y gran nariz. Al pie del lienzo figuraban un nombre, una fecha y una leyenda: «La felicidad radica en la salud. Gonzalo Zuriaga, 1976».
Pidieron el listado, datos personales incluidos, del cuadro de quirófanos a la joven que les atendió desde el otro lado del mostrador.
—Voy a tener que consultarlo —dudó—, esperen un momento.
La chica buscó la intimidad de un despacho posterior para llamar por teléfono. Había una docena de personas trabajando en las otras oficinas, pero no se veía a nadie más en las destinadas a la gerencia.
Estévez preguntó a su jefe por la táctica a emplear cuando tuvieran en su poder la relación del personal con acceso a los quirófanos.
—¿Qué vamos a hacer, inspector, llamar uno a uno a todos los matasanos de la lista y mirarles el chasis para ver si pierden aceite?
—Pensaba encerrarlos un par de horas contigo y detener al que te diera un masaje en los pies.
—Hablaba en serio, inspector.
—¿Se te ocurre algo mejor?
La joven, que había dejado el auricular descolgado sobre una mesa, se aproximó a ellos.
—¿Pueden enseñarme una identificación, si son tan amables?
—Por supuesto, soy el inspector Caldas —dijo, mostrándole su placa.
—¿El inspector Leo Caldas? ¿Es usted el inspector Leo Caldas… el de la radio?
—Sí, el de la radio —la confirmación de Leo Caldas sonaba a lamento—. Y éste es el agente Rafael Estévez.
—Ya verá como ahora todo son facilidades —susurró Estévez cuando la mujer fue a transmitir sus datos al interlocutor que aguardaba al otro lado de la línea telefónica.
—Seguro —contestó Caldas sucintamente.
Cuando la joven volvió, la expresión de su rostro parecía más distendida.
—El doctor Zuriaga me ruega que les facilite todo aquello que puedan necesitar —anunció—. También dice que siente no poder atenderle personalmente, inspector Caldas, pero desde hace un par de días está algo flojo de salud y guarda reposo en su casa. Me ha parecido entender que deseaban un listado con los datos del personal de quirófano, ¿es así?
Estévez sonrió al comprobar el cambio que la averiguación de la identidad de su jefe había producido en la actitud de la chica.
—¿Es posible? —preguntó Leo Caldas.
—¿Sirve si imprimo la relación completa de médicos y les marco los cirujanos?
—Eso sería perfecto —confirmó el inspector—, pero también necesitamos la identidad tanto de los enfermeros como del resto de personal auxiliar que pueda acceder a los quirófanos.
—Sólo los hombres —matizó Rafael Estévez.
La chica fue a sentarse ante un ordenador próximo.
—El sistema informático no distingue los sexos —les explicó—. Lo mejor va ser sacar el listado con el cuadro completo de personal y luego seleccionamos los hombres.
Cuando la joven pulsó una tecla, una impresora de agujas cargó ruidosamente la primera hoja de papel en el otro extremo de la oficina.
—Qué gusto da el encontrar gente amable —agregó Rafael Estévez guiñando un ojo a la chica, quien le devolvió la sonrisa al levantarse a recoger las páginas impresas.
Leo Caldas no reconocía a su ayudante en aquel adulador de mirada beatifica. Pensaba que una inclinación natural a la barbarie le mantenía apartado de los caminos del amor.
—¿Rafa, intentas ligar? —le preguntó en voz baja.
Estévez aproximó sus labios al oído de su superior.
—Ahora comprendo que haya llegado tan pronto a inspector —susurró—. Es usted un lince.
Caldas no le contestó. Su absurda pregunta tenía bien merecida la respuesta burlona de Estévez.
La joven tomó un rotulador fluorescente de una mesa y regresó al mostrador con las hojas que había arrojado la impresora.
—Éste es el listado. Estamos todos, del primero al último en orden alfabético. Yo soy ésta, ¿ven? —anunció alegremente, apoyando el rotulador en el papel—. Pero me temo que no soy un hombre.
Los policías leyeron, junto al reluciente puntito amarillo, el nombre de la muchacha: Diana Alonso Zuriaga.
No podía ser casualidad que se apellidase así.
—¿Es familiar suyo? —preguntó el inspector señalando la pintura inmensa de la pared.
—Era mi abuelo, el padre de mi madre —contestó la joven.
—Pues menos mal que no has heredado su nariz —bromeó Rafael Estévez, mirando el retrato de don Gonzalo Zuriaga.
—Me salvé por poco —dijo Diana, jovial—. La nariz le tocó a mi tío Dimas.
—¿Dimas Zuriaga? —preguntó Caldas, que había escuchado aquel nombre en muchas ocasiones.
—Sí —dijo ella—, el doctor Zuriaga es mi tío. Heredó la nariz y el cabello del abuelo.
«Y el sanatorio», pensaba Caldas contemplando el lienzo. El cabello del viejo Gonzalo Zuriaga era tan blanco como la bata con la que había posado para el retrato. El inspector, por primera vez en dos días, tenía la sensación de tomar el camino correcto.
Estévez tuvo otra ocurrencia con respecto a la herencia y la joven Diana Zuriaga la festejó con una carcajada. Leo Caldas no recordaba la última vez que un comentario suyo había producido una risa espontánea en una mujer.
—Si quieren voy subrayando con esto los nombres de los que acceden de forma habitual a los quirófanos —se ofreció la muchacha, moviendo el rotulador fluorescente en el aire.
—Muy bien —convino Caldas, sosteniendo la última página—. Sólo déjeme ver una cosa.
Cuando comprobó que figuraba en ella el nombre que buscaba, devolvió la hoja a la muchacha.
1. Que incluye o explica con sinceridad un sentimiento. 2. Se dice de la persona que se ofende con facilidad. 3. Cada una de las facultades que tienen el hombre y los animales para percibir las impresiones del mundo exterior. 4. Capacidad para apreciar alguna cosa. 5. Conciencia, percepción del mundo exterior. 6. Entendimiento, inteligencia. 7. Modo particular de entender una cosa, juicio que se hace sobre ella. 8. Razón de ser o finalidad. 9. Significado, cada una de las acepciones de las palabras. 10. Cada una de las interpretaciones que puede admitir un escrito, comentario, etc. 11. Cada una de las dos formas opuestas en que puede orientarse una línea, una dirección u otra cosa.
El sol del mediodía deshacía rápidamente la niebla otoñal amenazando con otra jornada de verano caliente. En la ría, entre la bruma, se entreveían las bateas alineadas como una escuadra de barcos fantasma.
El inspector Caldas, hundido en el asiento del copiloto, mantenía los ojos cerrados. El sonido estridente de su teléfono móvil le devolvió a la realidad.
—Dos cosas, ¿está contigo el animal de tu ayudante? —el comisario Soto, al otro lado de la línea, no parecía de muy buen humor.
—Sí —contestó Leo secamente.
—¿Sabes lo que hizo ayer por la noche?
Caldas prefería que fuese el comisario quien se lo contara.
—¿Ayer por la noche?
—Leo, si lo sabes no te hagas el tonto —ordenó—. No estoy para monsergas.
—Ni idea, comisario.
—Pues anduvo de cacería.
—¿De qué? —preguntó Caldas, como si no hubiera entendido.
—De cacería —repitió—. Tu ayudante entró en un bar de gays del Arenal, se colocó en posturas insinuantes para provocarles y pateó al primero que se le acercó. Por lo visto, debió de darle coces hasta hacerse daño en un pie, porque después se descalzó y, zapato en mano, continuó estampándole el tacón en la nariz. Parece ser que el muy maníaco amenazaba al resto de la clientela del bar con su pistola para impedir que se le acercasen y poder rematar así la faena a conciencia.
Como siempre que se trataba de Estévez, recapacitó Caldas, había algo de verdad y otro tanto de novela.
—Hace menos de media hora que se han ido dos abogados de una coordinadora de ésas —continuó su alterado relato el comisario Soto—. Quieren interponernos hoy mismo una demanda por lesiones.
—No entiendo una palabra de lo que me está contando, comisario —mintió el inspector—. ¿No cabe la posibilidad de que confundieran al agente con otra persona? Puede que no fuera él.
—¡Me da lo mismo que fuera o no fuera él! —atronó en el auricular la voz de Soto—. Estévez es un bárbaro. Acumula catorce denuncias en pocos meses. ¿Te parece normal? —Caldas guardó un prudente silencio y el comisario continuó vociferando—. Pues a mí no, Leo. Somos la policía, ¿nunca has leído lo que pone en tu placa? La po–li–cí–a, los buenos, los que persiguen a los delincuentes. Somos los encargados de mantener el orden. Para eso nos pagan, no para lanzar a las calles psicópatas agresivos de dos metros equipados con esposas y pistola reglamentaria. ¿No lo puedes controlar, o qué demonios te ocurre?
Caldas intuyó que no era el momento de explicarle que no.
—¿Está seguro de lo que dice, comisario? Yo estuve con Rafael toda la noche y no le vi apalear a nadie. Un momento, aprovechando que está a mi lado le voy a preguntar —apartó el auricular de la boca y se dirigió a su ayudante—. ¿Rafa, estuviste ayer en un bar de homosexuales dando una paliza a alguien?
Estévez le miró con la boca abierta y Leo Caldas tuvo que señalarle la carretera para no finalizar la excursión en la cuneta.
—Dice que no, comisario. Me parece que en esta ocasión va a tratarse de un error.
—Leo, espero que por el bien de todos no sepas nada del tema —el comisario hizo una pausa para tranquilizarse—. El otro motivo de mi llamada era contarte que ha aparecido el coche de Reigosa.