Ojos de agua (14 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: Ojos de agua
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—¿Me va a explicar alguien a qué debo esta visita? —sonó de nuevo el grave tono de voz del doctor.

Estévez, tan deseoso como su anfitrión por conocer la respuesta, se revolvió en su asiento haciendo crujir el mimbre desagradablemente. Leo Caldas decidió tomar el camino más recto mostrándole el retrato de Luis Reigosa. Deslizándolo sobre la madera de la mesa como si fuese un naipe repartido por un crupier, se lo acercó al médico.

—¿Conoce a ese hombre, doctor?

El mimbre de la silla de Rafael Estévez prorrumpió de nuevo en quejidos cuando Dimas Zuriaga tomó la fotografía en sus manos.

El doctor colocó sobre su nariz prominente las lentes que colgaban en su pecho, entornó los ojos y, tras unos segundos, negó moviendo la cabeza.

—No sé quién es —dijo, devolviendo la fotografía al inspector.

—¿Está usted seguro, doctor? Es posible que hayan coincidido en algún acto de su fundación… —insistió Leo.

—Completamente seguro. No trato con demasiada gente, inspector Caldas. Por eso no es fácil que olvide una cara.

El estímulo que no se había manifestado al aparecer el doctor Zuriaga tomó forma de repente brincando en algún lugar del interior de Leo Caldas, susurrándole que Dimas Zuriaga no le estaba contando la verdad. Casi sin pensarlo, decidió echarse un farol.

—¿Cómo explica que podamos tener un testigo dispuesto a declarar que este hombre y usted se conocían? —mintió.

—No lo sé, dígamelo usted —repuso el médico, con el rugido sordo de quien no está acostumbrado a ver refutadas sus palabras.

Leo Caldas dudó un instante, pero una vez comenzado el ataque no podía retroceder. Iba a ser complicado tener otra oportunidad de encontrarse frente a frente con el insigne mecenas. Un paso atrás equivalía a dejarlo escapar, a perder.

—¿No estuvo ayer en un entierro, doctor Zuriaga? —le acosó.

—Ya le he dicho que ayer, como anteayer y como hoy, estuve enfermo —contestó el doctor sin amedrentarse—. No me he movido de aquí, de mi casa, ni un minuto. ¿Lo ha comprendido, o prefiere que se lo explique mi abogado, inspector Caldas?

El vehículo avanzaba hacia la salida entre los árboles centenarios de la finca de los Zuriaga.

—¿Cómo coño se le ocurre involucrar al doctor Zuriaga en este caso? Estamos hablando de un asesinato. ¿Y qué majadería es esa del testigo, me lo quiere explicar? Sabe usted mucho mejor que yo el poder que tiene ese tipo. Puede hundirnos con sólo descolgar el teléfono. Además, ¿no quedamos en que nuestro hombre era gay? El doctor Zuriaga tiene una mujer como la copa de un pino, inspector, la ha visto igual que yo. ¿A usted le parece que se puede ser homosexual con esa señora en casa? La verdad, no sé qué historia se le ha podido pasar por la cabeza, jefe, pero la vamos a cagar.

El inspector se mantenía en silencio, hundido en el asiento del copiloto y con los ojos cerrados. Había apostado fuerte por su intuición y había perdido.

Rafael Estévez bajó la ventanilla del coche.

—Joder, qué calor hace.

Ausencia:

1. Alejamiento, separación de un lugar. 2. Tiempo que dura el alejamiento. 3. Privación o falta de algo. 4. Condición legal de la persona en paradero desconocido. 5. Pérdida pasajera de la conciencia.

Milagrosamente, en el último momento había recordado su compromiso para comer. Llegaba tarde y caminaba a paso ligero por la calle del Arenal. Empujó la puerta acristalada y entró precipitadamente escudriñando las mesas. Cuando localizó la que buscaba se sentó en ella, ocupando el lugar opuesto al hombre de más edad que sonrió al verlo aparecer.

—¡Leo!

—Papá, perdona el retraso.

—Que llegues tarde no me importa —dijo el hombre, para luego susurrar—, pero me citaste en un sitio en que no tienen mi vino, y de esto no hay penitencia que te absuelva.

—¿Cómo que no lo tienen? Yo siempre que vengo lo pido.

—Pues no lo tienen —insistió su padre.

Caldas tenía bastantes problemas como para que el vino supusiese uno más.

—¡Cristina, por favor! —llamó.

La camarera se acercó a la mesa.

—Hola, Leo, ¿cómo vas?

—Yo más o menos. Pero el jefe —dijo Leo señalando a su progenitor— se ha incomodado porque le parece que en el Puerto no tenéis su vino. Yo le digo que siempre lo bebo, pero…

—Ay,
filliño
, lo tuvimos hasta hace unos días, que vendimos las últimas botellas. Estamos esperando que pase por aquí el distribuidor a reponer unas cajas.

—¿Ves cómo normalmente lo tienen?

El hombre no estaba muy conforme:

—El caso es que hoy no.

—Si quiere puedo traerle otro. No son tan exquisitos, claro, pero tampoco están mal. Puedo ofrecerle vino etiquetado o casero —le aclaró la mujer, que había sacado a Leo con solvencia del apuro.

—¿Cuál está mejor? —preguntó el padre del inspector.

—El casero no tiene química ninguna —comenzó a explicarle Cristina.

—¡Qué
carallo
no va a tener química! —le cortó el viejo—. A ver si piensas que la fermentación es literatura. Química tiene todo,
neniña
, todo. Lo que no tiene ese vino que llamas casero es fermentación controlada, ni filtros bacterianos, ni reposo en cubas como es debido, ni muchas otras cosas tan necesarias como la misma uva para hacer buen vino. Pero química…

—¿Entonces cuál les traigo?

—¡Qué se le va a hacer! —dijo teatralmente el padre—. Trae el casero.

—¿Y para comer? —preguntó Cristina.

—Yo soy el encargado de las cuestiones enológicas —contestó el padre, levantando las palmas de sus manos y dirigiéndolas al inspector, como echándole encima el aire que les separaba—. Las otras tareas se las encomiendo a mi hijo.

Leo Caldas ordenó como primer plato el medio kilo de percebes que había reservado por teléfono y, como segundo, un lenguado gigante que eligió en la exposición del mostrador. Con el fin de poderlo compartir con facilidad, pidió que lo limpiaran de espinas una vez frito.

En el Puerto se comía sobre mantel de papel, soportando un ruido excesivo, y en muchas ocasiones en mesas compartidas; pero los fresquísimos pescados y mariscos procedían siempre de las aguas generosas de las rías gallegas y no eran los insulsos peces emigrantes traídos en camión desde pobres mares lejanos que ofrecían otros. «¿Cómo me pides percebes,
filliño
? ¿No has visto cómo está hoy la mar?», le había reprendido muchas veces Cristina cuando Leo, a pesar del mal tiempo, llamaba para reservar su manjar preferido.

En el transcurso de los primeros quince minutos, padre e hijo apenas intercambiaron algún monosílabo. Se centraron en hender las uñas en los percebes para retirar la monda que los cubría y comerlos aprisa, antes de que se enfriasen. Leo Caldas bajaba los párpados cada vez que se llevaba uno a la boca, como si el sabor a mar de los negros crustáceos pudiera escapársele por los ojos de haberlos mantenido abiertos. Ya con el lenguado en la mesa, el padre del inspector le insistió en la estulticia que, según su criterio, suponía vivir en la ciudad, y en la degradación acelerada que producía en el hombre la falta de tiempo hasta para beber una copa de vino a la sombra de un árbol. Había encontrado a su hijo algo abatido, y su diagnóstico atribuía aquel estado lánguido a las prisas, el ruido y el humo tóxico de los coches.

El inspector no le quiso preocupar contándole que, salvo milagro, venía de arruinar su fulgurante carrera policial. Calladamente, escuchó a su padre relatar cómo las lluvias recientes habían coincidido con la floración de la vid causando estragos en la futura cosecha. La del otoño siguiente, se lamentaba, iba a ser menor que las precedentes.

—Dios va a tener que hacer algo al respecto —exclamó con semblante serio—. Menos vino es sinónimo de menos alegría en el mundo.

—Por cierto, ayer estuve en Riofarma con Ramón Ríos —le interrumpió Leo, recordando repentinamente la visita del día anterior a su antiguo compañero de escuela—. Me preguntó si cabría la posibilidad de que le enviaras una caja de vino antes de que se agote. Por lo visto trató de encargarte unas cajas el año pasado, pero al final ni las olió.

—¿Se ha decidido Moncho a trabajar de una vez?

—Más o menos, ya conoces su ritmo, sin agobiarse. ¿Qué le cuento del vino?

—Dime dónde tengo que mandar esa caja y yo se la hago llegar tan pronto como regrese a la bodega.

Leo Caldas asintió y echó mano de su teléfono móvil.

—Si no te importa, le pido la dirección ahora. Así queda el asunto entre vosotros y yo me desentiendo —dijo Leo Caldas marcando el número de su amigo Ramón Ríos.

—Moncho, buenas, soy Leo. ¿Te interrumpo?

—En absoluto. Sólo estoy trabajando —ironizó Ramón Ríos.

El inspector se alegró de encontrar a alguien de buen humor en medio de la tempestad que amenazaba con engullirlo.

—Tengo aquí a mi padre. Me pregunta adónde quieres que te mande esa caja de vino. ¿A Riofarma?

—¡Ni loco! Dile que me lo mande a casa, que esto está lleno de cacos. Y que me mande dos —apuntó Ríos dándole las señas.

—Pues solamente era eso… —se despidió el inspector cuando hubo anotado la dirección en el reverso de una tarjeta—. Y gracias por tu ayuda. Isidro Freire fue muy amable con nosotros, nos facilitó toda la información que le pedimos.

—Esta mañana quise preguntarle qué impresión le había causado el patrullero de las ondas al natural, pero no pude dar con él. Parece que hoy no ha venido al laboratorio. A ver si lo asustasteis —cuestionó Ramón Ríos divertido.

—No creo, Moncho. ¿No será que tomó ejemplo de su jefe y se embarcó con una loba de mar?

—No sé dónde estará ese Freire, pero yo, en diez minutos, repito la jornada marinerosexual de ayer.

El padre de Leo Caldas guardaba un recuerdo entrañable del niño díscolo que, pese a pertenecer a un mundo diferente, había compartido tantos ratos con su hijo.

—¿Qué cuenta ese chiflado? —preguntó, cuando Leo dejó el teléfono sobre la mesa.

—Gansadas —contestó Leo, entregando a su padre la tarjeta con la dirección a la que realizar el envío del vino—. Hoy no ha ido al trabajo un tipo con el que estuve ayer en Riofarma y Moncho me echa la culpa de su ausencia.

—Tan original como siempre —sonrió el padre.

Leo miró su reloj y comprobó que pasaban de las cuatro.

—¿Vuelves a la bodega, verdad? Después de comer, quiero decir.

—Sí, he terminado esta mañana todo lo que vine a hacer. Ya sabes que cuanto menos tiempo permanezca en esta ciudad, mejor.

—¿Te importaría dejarme un poco más arriba de la estación? Tendrás que desviarte, pero así podemos terminar la comida con tranquilidad y me evito subir la cuesta a pie con el estómago lleno.

—Claro —convino su padre—. No tengo otra cosa que hacer. ¿Adónde vas?

—He quedado a las cinco con un chico en la cafetería del hotel México, por un asunto de trabajo —dijo, evitando entrar en detalles—. No quiero que mi compañero llegue antes que yo, cuando Rafa está solo nunca se sabe lo que puede llegar a suceder.

El padre asintió. Había oído hablar del ímpetu con que se empleaba el nuevo ayudante de su hijo.

—Hablando de soledades, ¿ya tienes a Alba en casa?

—No —contestó Leo Caldas mirando al lenguado—. Alba no va a volver.

Subieron con el coche por la calle de Colón en dirección opuesta a la ría. Dejaron la estación de ferrocarril a la izquierda y continuaron ascendiendo en caravana hacia el bien llamado Calvario. Tuvieron que esquivar los vallados de varias zanjas que ya formaban parte del paisaje cotidiano de la ciudad. El padre del inspector se pasmaba viendo a los peatones sortear obstáculos por las aceras, sudando bajo el incisivo sol de la tarde.

—Un día vas a tener que explicarme qué rayos toma toda esta gente para poder seguir viviendo aquí, Leo.

El inspector no quiso recordarle que él mismo había pasado varias décadas en aquella ciudad que ahora repudiaba. Se limitó a callar, deseando que su padre no hiciese preguntas acerca de su trabajo ni insistiera en hablarle de Alba.

Comprobó en su reloj que llegaba tarde a la cita con el pinchadiscos del Idílico, pues ya pasaban dos minutos de las cinco.

—En el campo aún puedes ver pasar los días —su padre continuaba la perorata—. Aquí, además de estar rodeado de toda esta porquería, son los días los que te ven pasar a ti. ¿No lo has pensado, Leo? ¿A que nunca has reparado en eso?

—De ese modo… —contestó lacónico Caldas.

—Pues haz el favor de pensarlo.

—Me bajo aquí —dijo el inspector, aprovechando que un semáforo en rojo había hecho detenerse al coche—. Así ya no tienes que dar la vuelta y puedes huir antes.

—¿Ya te vas? —le preguntó, sorprendido por la despedida súbita de su hijo—. ¿Cuándo vendrás a verme, Leo?

El inspector solía mentir, sin conocer los motivos, al separarse de su padre. No obstante, aquella vez sospechó que podía estar diciéndole la verdad.

—La semana que viene te devuelvo la visita.

—¿Lo prometes, Leo? —le pidió, como si todavía hablase con un niño.

—Me temo que sí —dijo, abriendo la puerta—. Esta vez sí voy a tener tiempo.

—¡Leo! —le frenó el padre antes de que saliese del coche.

Cuando Leo Caldas se volvió, el padre le dijo:

—Leo, ya conoces aquello de que no es bueno que el hombre esté solo.

El inspector le obsequió con un abrazo y cerró la puerta. El semáforo cambió a verde y varios conductores hicieron sonar impacientes las bocinas de sus coches para que los primeros avanzaran.

Leo Caldas vio a su padre perderse entre el tráfico, y se preguntó si no tendría razón.

Aliento:

1. Aire que se expulsa al respirar. 2. Respiración (acción y efecto de respirar). 3. Vida, impulso vital. 4. Espíritu, alma. 5. Vigor del ánimo, esfuerzo, valor. 6. Soplo del viento. 7. Emanación, exhalación. 8. Inspiración, estímulo que impulsa la creación artística. 9. Alivio, consuelo.

La sintonía de Onda Vigo, que en aquella franja horaria estaba destinada a una polémica tertulia deportiva, saludaba a la audiencia a través del hilo musical.

Leo Caldas, sentado junto a una de las ventanas que daba a la estación, era el único cliente de la cafetería. Los huéspedes habían ido a conocer la ciudad o se resguardaban del calor repentino bajo el aire acondicionado de sus habitaciones.

El inspector mantenía la mirada clavada en las vías que serpenteaban entre edificios de hormigón de aspecto soviético que alguien había tenido el gusto dudoso de construir tiempo atrás. Al menos, pensaba, no habían levantado una Volkhaus a juego.

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