—Usted no, pero por lo visto su amigo Reigosa pasaba por el Idílico de vez en cuando. El muchacho asesinado trabajaba allí como pinchadiscos.
Zuriaga había escuchado con atención.
—¿Qué me está queriendo decir con todo esto, inspector?
—Que yo no creo en las casualidades, doctor. Quiero que me acompañe a comisaría para que le tomen declaración.
—¿Va a detenerme? —titubeó Zuriaga.
—No le voy a colocar las esposas, si es eso lo que le asusta, pero sería conveniente que fuese localizando a su abogado. Dos muertos son una carga demasiado pesada incluso para un hombre como usted.
—¿Dos muertos? —Zuriaga le miraba suplicante—. Después de lo que le he confiado, no irá a pensar que yo he podido matar a Luis o a ese otro chico.
—Yo no pienso nada, doctor. Estaré encantado de que pueda demostrar su inocencia. Me limito a hacer mi trabajo. Por supuesto, puedo marcharme ahora sin usted, pero con los indicios existentes no tardaría en estar de vuelta con una orden firmada por un juez.
El doctor permaneció un momento callado, valorando la situación que se le presentaba.
—Déjeme ir a buscar una chaqueta —murmuró, abatido.
Caldas contempló a Dimas Zuriaga mientras se dirigía, arrastrando los pies, hacia su majestuosa mansión de piedra.
—¡Doctor! —llamó.
Dimas Zuriaga se detuvo y se giró hacia él.
—Si quiere hablar con su esposa… No descarto que este asunto quede en nada, pero cabe la posibilidad de que todo termine por salir a la luz. Creo que ella agradecerá enterarse de esta historia por usted.
—No sé si me creerá —confesó el médico—, pero hablar con Mercedes va a suponerme un alivio.
1. Conexión, correspondencia de una cosa con otra. 2. Trato, comunicación de una persona con otra. 3. Referencia que se hace de un hecho. 4. Lista o serie escrita de personas o cosas. 5. Conexión o enlace entre dos términos de una misma oración o entre dos oraciones.
Al entrar en la comisaría acompañaron a Dimas Zuriaga hasta la sala de juntas. Le acomodaron en un sofá y le ofrecieron una taza de café de la máquina. El doctor era un sospechoso, pero su distinguida persona requería la mayor de las cortesías.
Caldas y Estévez fueron reclamados en el despacho del comisario Soto.
—¿Me vais a explicar qué cojones hace aquí el doctor Zuriaga? —les recibió Soto con su dulzura habitual.
Estévez suspiró, nervioso, y Caldas tomó la palabra.
—Tiene que ver con la muerte de Luis Reigosa, el músico que apareció asesinado en la torre de Toralla.
—Ya sé quién es Reigosa —le cortó el comisario—. Te estoy preguntando qué
carallo
hace en mi comisaría el doctor Zuriaga. ¿Sabes que me ordenaron expresamente que lo dejases tranquilo? ¿Es ésta la manera que entiendes tú de dejar tranquilo a alguien?
Estévez agachó la cabeza, pero Caldas permanecía impasible.
—Si le sirve de algo, nosotros no hemos traído al doctor a la fuerza, comisario. Ha sido él mismo quien ha decidido acompañarnos, por su propia voluntad.
—Seguro que sí. Además te habrá solicitado un calabozo lóbrego —le espetó el comisario Soto visiblemente nervioso.
—Comisario, ¿quiere que le explique por qué está el doctor aquí? —Leo esperó la respuesta del comisario, que no se produjo—. Tal vez prefiera inventar algo de su propia cosecha cuando, de un momento a otro, llame cualquier gerifalte pidiéndole explicaciones.
El comisario se sentó y señaló las sillas situadas al otro lado de la mesa.
—Suelta —mandó—, y a ver si eres breve.
Los policías tomaron asiento. Caldas colocó un sobre cerrado sobre la mesa y comenzó su exposición.
—Brevemente, el doctor Zuriaga tenía una relación con Luis Reigosa desde hace unos años…
—¿Una relación? —le detuvo Soto—. ¿De qué
carallo
hablas?
—De una relación, comisario, una relación…, un romance, si lo quiere llamar de otra manera.
—Leo, no fastidies —exclamó el comisario, poniéndose en pie y lanzando un brazo al aire en un gesto exagerado de desaprobación—. Te recuerdo que estamos hablando de don Dimas Zuriaga.
—¿Quiere que se lo explique o no? —dijo Caldas con severidad.
El comisario, advirtiendo el semblante serio del inspector, volvió a tomar asiento. Leo Caldas interpretó el gesto como un consentimiento y comenzó de nuevo.
—Zuriaga y Reigosa mantenían una relación desde hace tres años. Una relación furtiva, oculta a los ojos de la sociedad e incluso de la familia del doctor. Nadie en su círculo más allegado tenía conocimiento de la existencia de Luis Reigosa. Hace aproximadamente un mes que el doctor comenzó a recibir anónimos en su correo electrónico. Esos mensajes, sin un remitente real, llevaban adjuntos unos archivos fotográficos con imágenes explícitas de la relación que mantenía el doctor con el saxofonista. En los mensajes se le exigía una importante cantidad económica a cambio de no hacer públicas dichas fotografías, y el doctor, un hombre tremendamente discreto, aturdido ante la posibilidad de que alguien revelase su secreto, decidió pagar el chantaje.
Caldas, que mientras narraba los acontecimientos manipulaba el sobre que tenía en las manos, hizo una pausa.
—Comisario, hasta aquí no he hecho otra cosa que transmitirle lo que me ha relatado el propio Dimas Zuriaga —aclaró—. El doctor puede confirmárselo punto por punto.
—¿Adónde me quieres llevar, Leo? —preguntó Soto—. No pretenderás que me trague que has traído al doctor para que interponga una denuncia por extorsión.
—No, comisario. Dimas Zuriaga está aquí porque pensamos que está relacionado, cuando menos, con la muerte del músico.
—¿No acabas de decirme que era su amante? —el comisario se resistía a tropezar con un obstáculo del calibre de la Fundación Zuriaga—. Leo, hazme el favor…
—Pretendía continuar aclarándoselo —contestó Caldas—. Si le parece bien, paso a exponerle mi teoría.
—¿Has traído al doctor Zuriaga a mi comisaría sólo porque tienes una teoría?
Rafael Estévez se revolvió en su silla.
—Por ahora no es más que eso —confirmó Caldas.
—Mierda, Leo, me vas a arruinar la vida. Nos la vas a arruinar a todos.
El comisario Soto mantuvo durante un rato el rostro oculto por las palmas de sus manos. Después de frotarse los ojos con fuerza, miró al inspector.
—Continúa —le ordenó secamente.
Leo Caldas, obtenida la autorización del comisario, prosiguió el relato de los hechos.
—Cuando se hubo repuesto del impacto causado por el primer mensaje, Zuriaga centró sus esfuerzos en localizar al remitente. Para encontrarlo necesitaba tiempo, por lo que fue pagando las cantidades que se le exigieron en las semanas sucesivas, mientras duró la extorsión. Un hombre poderoso como el doctor Zuriaga, con recursos suficientes para abrir las bocas más cerradas, acabó por descubrir el origen de la coacción sin levantar las sospechas del chantajista. Le llevó cierto tiempo, pero finalmente Dimas Zuriaga dio con aquello que buscaba.
Estévez y Soto escuchaban en silencio, atentos a las palabras del inspector.
—La revelación de la autoría del chantaje fue para el doctor Zuriaga un golpe mucho más doloroso que el hecho mismo de sufrir la extorsión —continuó Leo—, pues detrás de los mensajes se escondían el discjockey de un local de ambiente homosexual aficionado a la fotografía y el propio Luis Reigosa, su amante.
El comisario Soto abrió los brazos demandando mayores explicaciones.
—El secreto más profundo del doctor había sido traicionado por la persona en quien él más confiaba —prosiguió Caldas, sin dejarse interrumpir—. Primero sintió una honda pena, pero la desorientación y el abatimiento no tardaron en ser sustituidos por el odio y el deseo de venganza. Luis Reigosa había jugado con los sentimientos honestos de Zuriaga y se había aprovechado de ellos. El doctor deseaba resarcirse, devolver el dolor inmenso que había recibido de modo tan inesperado.
—¿Puedes demostrar algo de esa locura? —quiso saber Soto.
El inspector abrió el sobre que mantenía sujeto entre sus manos y extrajo de su interior las imágenes que había impreso en casa de Orestes Rial.
—En nuestra visita de esta mañana, el doctor aseguró que no conocía al saxofonista —puntualizó Leo Caldas, mientras desplegaba las comprometedoras fotografías del doctor Zuriaga y Luis Reigosa y las extendía sobre la mesa—. Ahora dice que si nos mintió fue para no destapar la extorsión y mantener ocultas las fotografías.
Caldas permitió al perplejo comisario Soto examinar detenidamente las imágenes antes de continuar su disertación.
—El doctor Zuriaga esperó a que se diesen las circunstancias adecuadas para consumar su venganza. No deseaba dejar rastro alguno que lo pudiera vincular al crimen, pero necesitaba entrar y salir, sin ser visto, en una isla con el acceso restringido y vigilada por un guarda las veinticuatro horas del día. Zuriaga había ido a Toralla en otras ocasiones y sabía que, cuando llovía, los vigilantes franqueaban paso a los automóviles conocidos sin abandonar el abrigo seco de la garita. La primera noche de lluvia trajo consigo la oportunidad. El doctor citó a Reigosa en algún lugar y juntos cruzaron el puente de la isla montados en el coche del saxofonista. Tal como había supuesto el doctor, el guarda no salió. Se limitó a levantar la barrera al paso del coche sin advertir su presencia en el asiento del acompañante. La oscuridad, la lluvia y la época del año, con la torre de Toralla libre de veraneantes, hacían tremendamente complicado que alguien le pudiese situar en la isla aquella noche.
Caldas interrumpió el relato de su hipótesis para preguntar al comisario si le seguía. Soto giró la mano en el aire pidiéndole que avanzase con la explicación.
—Al llegar al apartamento tomaron unos tragos, como cualquier otro día. La actitud del doctor, con el instinto depredador que tantas veces le había acompañado en sus reuniones de negocios, no despertó sospechas en Luis Reigosa. Con pasión fingida, el médico ató las manos del saxofonista al cabecero de la cama dejándolo a su merced. Reigosa descubrió demasiado tarde lo que en realidad estaba sucediendo. Zuriaga había planeado fríamente la venganza más dolorosa que supo imaginar. Conocía, por su trayectoria como cirujano, el efecto demoledor que se producía al inyectar formol en un tejido vivo, y tras escuchar por boca del horrorizado Reigosa la confesión de la trama chantajista, le amordazó para que no pudiese gritar. Después, inyectó el formaldehído en el pene inerme del músico, consumando así su lacerante y fatal venganza. Ya ha visto en la sala de autopsias el pavoroso resultado de esa inyección.
El comisario asintió levemente.
—Como para olvidarlo —dijo con estupor Rafael Estévez, que recordaba con detalle la imagen de los genitales del saxofonista.
—Leo, con esto puedes probar que Zuriaga conocía a Reigosa. Incluso tendríamos los indicios para demostrar que estaba siendo sometido a chantaje —dijo el comisario, sosteniendo una de las fotografías—, pero estamos caminando sobre arenas movedizas. Para implicar al doctor en un crimen necesitamos algo más que conjeturas. Necesitamos evidencias.
—Déjeme dárselas —pidió Caldas, volviendo a la narración de los sucesos acontecidos en la isla de Toralla—. El doctor, mientras su amante agonizaba en la cama, se esmeró en limpiar a fondo el apartamento. Cualquier huella, de aquella noche o de otra de las ocasiones en que había visitado a Reigosa, podría ser suficiente para vincularlo al crimen en un futuro y dar al traste con su plan. Dejó los vasos de la mesa del salón para el final, pues querría borrar sus huellas minuciosamente una vez limpiado el resto. Sin embargo, algo debió de alterar la sangre fría mostrada por Zuriaga hasta entonces y hacerlo huir antes de tiempo. Pudo tratarse de un sonido o de una luz, no lo sé, el hecho es que el doctor abandonó la torre sin borrar las impresiones de los vasos. Aunque la mujer de la limpieza estropeó la mayor parte de ellas, pudimos recuperar una porción de una huella que podremos cotejar con las del doctor. Si coinciden, habremos situado a don Dimas Zuriaga en la escena del crimen.
—Sigo sin ver las evidencias necesarias para acusar de asesinato a un hombre como Zuriaga —repuso el comisario—. La huella, si al final fuese suya, sólo probaría que el doctor ha estado en casa del músico. En cuanto a las contradicciones en que incurrió, puede justificarlas en el temor a ver distribuidas las fotografías. ¿Por qué no esperamos a tener el informe definitivo de la UIDC?
—Además está el pinchadiscos —dijo Caldas, que no contemplaba dar un paso atrás una vez comenzada su arremetida.
—¿Quién? —preguntó el comisario.
—Ya le he relatado cómo Dimas Zuriaga encontró dos personas detrás del chantaje. Una de ellas era Luis Reigosa, su amante. La otra, su cómplice, se encargaba de tomar las fotografías y enviar los correos electrónicos con las extorsiones al doctor.
—¿Habéis podido dar con él? —se interesó Soto, anheloso de pruebas más sólidas que las que había escuchado hasta entonces.
Leo le confirmó que lo habían encontrado.
—La noche pasada. Trabajaba de discjockey en un pub del Arenal, el Idílico, un local para homosexuales.
—Ya —dijo el comisario Soto, regalando a Estévez una mirada censuradora al recordar la denuncia que, por su conducta, les iba a interponer la coordinadora gay.
—El chico afirmó conocer a Reigosa —dijo Caldas—. Me contó que, sin ser cliente habitual, a veces se dejaba caer por el Idílico. Sin embargo, se mostró huidizo cuando le pregunté por un hombre de cabello extremadamente blanco, la característica física más sobresaliente del doctor. Ya lo ha constatado usted.
El comisario, con una leve inclinación de su cabeza, ratificó que lo había visto.
—Cuando le anuncié que Luis Reigosa había sido asesinado —siguió el inspector—, el joven dio muestras de tener verdadero miedo. Daba la impresión de sentirse inseguro, y se negó a continuar hablando allí. Quedamos en hacerlo hoy a las cinco de la tarde en un lugar suficientemente apartado de su casa, de la comisaría y de su trabajo.
—¿Y qué habéis sacado en limpio? —preguntó Soto.
—Nada, comisario. El pinchadiscos no ha podido acudir a la cita —explicó Caldas—. Se llamaba Orestes Rial. Es el chico que hoy ha aparecido asesinado de un disparo en la nuca en ese apartamento de la avenida de las Camelias. Estoy convencido de que fue Zuriaga quien acabó con él.