—¿Sabe Dimas que le están esperando?
Leo asintió.
—Iba a pedir que me sirviesen un té —dijo ella señalando la puerta corrediza que daba al salón—. ¿Les apetece una taza?
Dijeron que no.
Mercedes Zuriaga entró un instante en el salón y, tras dar unas órdenes escuetas, volvió para sentarse con ellos en el porche. Poco después apareció la sirvienta de la cofia con una pequeña bandeja de plata que situó sobre la mesa, a la izquierda de la señora de la casa.
—Si no tienen inconveniente, les acompaño mientras baja mi marido.
—Claro —convino el inspector—. ¿Se encuentra el doctor más recuperado?
—Eso parece. Al poco rato de marcharse ustedes salió para hacer unos recados, unas compras —les explicó—. Si tiene ánimo para gastar dinero, es buena cosa —bromeó.
—Desde luego —admitió Caldas.
—¿Están seguros de no querer té? —insistió, levantando la tetera.
Caldas y Estévez lo agradecieron, pero declinaron nuevamente la invitación. Los tres permanecieron sentados, gozando del paisaje y escuchando el batir de la mar en las rocas y el de la cucharilla en la taza de Mercedes Zuriaga.
Cuando el doctor salió de la casa y se acercó al soportal, el inspector Caldas sintió el latido interior que había echado en falta por la mañana. La buganvilla, con el sol más bajo, no daba sombra en el porche y el cabello de Dimas Zuriaga resplandecía tan inmaculadamente blanco como aquel que le había admirado en el cementerio.
—Inspector Caldas, creí que todo había quedado claro por la mañana —la voz cavernosa del doctor no ocultaba su irritación.
Leo no quiso darle explicaciones delante de su mujer.
—Rafa, ¿te importa acompañar unos minutos a la señora Zuriaga mientras yo doy una vuelta con el doctor? —pidió a su ayudante.
Zuriaga y Caldas se alejaron unos pasos en silencio. El inspector señaló una mesa de piedra suficientemente retirada del porche, al borde de la piscina en que se había transformado el antiguo estanque de piedra.
—¿Le parece si nos sentamos allí, doctor?
Dimas Zuriaga asintió de mala gana y, cuando estuvieron sentados, le preguntó destempladamente qué pretendía.
—Que me responda sinceramente —repuso Leo Caldas colocando encima de la mesa la fotografía de Luis Reigosa y su saxofón, la misma que le había enseñado por la mañana—. ¿Conoce a este hombre?
Zuriaga no hizo ademán de mirar el retrato.
—Me prometieron que no se repetiría un atropello como el de este mediodía —dijo secamente el doctor—. Disculparon como pudieron su impertinencia, inspector Caldas, y yo me comprometí a olvidar el incidente. Pero esto es demasiado.
—¿Le conoce? —insistió Caldas, sin inmutarse.
—¿Cree que soy uno de esos chicos a los que usted puede amedrentar como si fuera un matón de barrio? —exclamó Zuriaga, poniéndose en pie.
Leo se esforzaba por no perder la calma.
—Yo no creo nada, doctor, y le aseguro que estoy teniendo mucha más deferencia con usted de la que pienso que merece. Por última vez —señaló el retrato—, ¿conoce a este hombre?
—¡Ya he dicho que no! —bramó, con su voz de trueno—. Ahora haga el favor de abandonar mi casa.
Leo Caldas extrajo otra fotografía del interior de su chaqueta. En ella, Dimas Zuriaga y Luis Reigosa conversaban animadamente frente a dos jarras de cerveza. El inspector la dejó en la parte de la mesa más próxima al doctor.
—¿Qué me dice ahora? ¿Conoce a este hombre?
Sacó una nueva fotografía de los dos hombres y la arrojó sobre la mesa.
—¿Ya sabe de quién le hablo o prefiere pensar la respuesta, doctor?
Leo hizo volar otra foto. Ésta era más clarificadora y no dejaba dudas respecto al tipo de relación existente entre saxofonista y médico.
—¿No va a decir nada, doctor?
Dimas Zuriaga, lívido, tomó asiento. Sostuvo por un momento las fotografías y volvió a dejarlas caer sobre la mesa.
—No hace falta que me muestre todas, inspector. Conozco estas fotografías —no quedaba rastro del hombre desafiante de unos segundos atrás.
—¿Conoce al hombre que aparece con usted en ellas? —preguntó, de nuevo, Caldas.
—Por supuesto que lo conozco, inspector —dijo, por fin—. Es Luis. Luis Reigosa.
—No me gusta que me mientan, doctor —dijo, mirando fijamente al médico.
—¿Por qué no especificó desde el principio que estaba al corriente del asunto, inspector? —el rugido de su voz se había transformado en ronroneo.
—¿Al corriente de qué? —Leo Caldas no sabía de qué hablaba, pero le permitió continuar.
—Del chantaje. ¿No ha venido usted por eso? Hace tiempo que recibo fotografías como éstas en mi correo electrónico. Creía que nadie más las conocía.
No era extraño que los implicados en un crimen se hiciesen pasar por víctimas en un esfuerzo último por distraer la atención de su perseguidor. Leo decidió tirar del hilo que el doctor le tendía y comprobar adónde le conducía. Dimas Zuriaga era un personaje demasiado importante para que la carrera del inspector resistiese otro desliz.
—¿Denunció usted estos hechos, doctor?
Dimas Zuriaga negó con la cabeza y, al moverla, el sol refulgió en sus canas como en un espejo.
—Me amenazaron con hacerlas llegar a mi mujer en el caso de que recurriese a la policía —el doctor miró furtivamente hacia la mesa del porche, donde permanecían sentados su esposa y Rafael Estévez—. Ella no sabe nada de esto —añadió.
—¿Prefiere que demos un paseo por donde no nos puedan ver, doctor?
Zuriaga asintió y Caldas señaló el camino que desembocaba en el muelle.
—No, vamos mejor hacia el otro lado, inspector. El mar sólo me gusta de lejos. Tengo miedo al agua desde pequeño; ni siquiera se nadar.
—¿Y el barco? —preguntó Caldas.
—Es cosa de Mercedes. Yo no me acerco.
Dimas Zuriaga señaló un camino que conducía al bosque que habían visto a la entrada.
—Por aquí.
Rodeando el estanque, el sendero los guió hasta un soto de castaños antiquísimos. Caldas caminaba en silencio entre el perfume de las hierbas que se explayaban bajo la arboleda, dispuesto a esperar a que el doctor se decidiese a hablar.
—Recibí las primeras fotografías un lunes por la mañana, hará cosa de un mes —comenzó—. A cambio de destruirlas, me solicitaban tres mil euros que debía dejar en un lugar determinado en el monte del Castro, cerca de la fundación.
—¿Obedeció?
—Sí, pero el lunes siguiente recibí otro correo, y el de la siguiente semana otro… He dejado tres sobres en ese monte.
—¿Nunca se le pasó por la cabeza denunciarlo?
—Sí. Pensé en acudir a la policía, pero luego me convencí de que lo mejor, al menos lo más discreto, era contratar los servicios de un detective privado. Manejaba varias alternativas, pero ya sabe que cuando hay demasiadas opciones se hace más complicado decidirse por una de ellas, inspector. El dinero que me pedían no era excesivo…, quiero decir excesivo para mi situación económica, y yo no podía errar en un asunto como éste. Así que no me importó aguantar un poco e ir pagando mientras buscaba a la persona a quien encargar la investigación. Iba a contratarla tan pronto como llegara el mensaje siguiente, pero el último lunes no recibí ninguna fotografía.
—Y decidió ocultar los hechos por si ya no se repetían.
—Exactamente, inspector. No deseaba remover el polvo sin necesidad. Mi voluntad es la de pasar tan desapercibido como me resulte posible, pero no puedo evitar ser un personaje público. Poca gente de esta ciudad sabe cómo es mi rostro, pero todos conocen mi nombre y el de la institución que represento. No podía permitir que un escándalo de esta índole salpicara a la fundación.
—Ni a su familia.
—En efecto. Todo está ligado: trabajo, familia, sociedad… Un escándalo podía hacer tambalearse todo aquello por lo que he trabajado y por lo que luchó mi padre antes que yo.
Leo Caldas pensaba que las palabras del médico necesitaban de pruebas sólidas que las sustentaran.
—¿Conserva los mensajes, doctor?
—No. Los mantuve durante unos días, pero luego los borré de mi correo electrónico.
«Tiene usted mala suerte», pensó el inspector.
—Ya. ¿Quién pudo hacerle esas fotos?
—No lo sé, inspector, no tengo la menor idea.
—¿Y enviárselas?
—Tampoco —contestó el doctor Zuriaga—. No sé gran cosa de informática, pero hice mis averiguaciones. Los correos electrónicos tenían como remitente un nombre falso y absurdo; todo lo que logré descubrir es que eran enviados desde cafés con acceso público a Internet por los que pasan cientos de personas cada día.
—¿Sabe al menos que Luis Reigosa está muerto, doctor?
—Claro. Estuve ayer en su entierro, al igual que usted, inspector Caldas. Ya le comenté por la mañana que es difícil que olvide un rostro.
El sendero los conducía bajo magnolios, tejos y pinos. Cuando se bifurcó, Zuriaga señaló el camino de la derecha.
—¿Nunca sospechó que pudiera haber sido Luis Reigosa el autor del chantaje?
—¿Está loco? ¿Para qué iba a querer Luis hacerme chantaje?
—¿No le parece extraño que muriese a la vez que usted deja de recibir mensajes?
—No —Dimas Zuriaga no dudó al responderle—. Luis no tenía más que pedirme aquello que necesitara. Un hombre como él no hace tonterías por esa cantidad de dinero. Usted ha visto las fotos. Ya sabe lo mío…, lo nuestro, inspector Caldas.
Leo asintió y Dimas Zuriaga abundó en la inocencia de Reigosa.
—Éramos más que amigos. Yo le habría dado todo lo que me pidiese sin preguntar siquiera para qué lo quería. No tenía motivos para recurrir a métodos así.
—¿Lo hizo?
—Si hice qué.
—Darle dinero.
—No, por Dios, claro que no lo hice —el doctor se pasó las manos por su cabellera blanca—. Pero lo habría hecho si me lo hubiera pedido.
—¿Tanto le importaba?
—Usted no entiende nada, inspector.
—Por eso estamos hablando, doctor, para que me explique aquellas cuestiones que no llego a comprender. ¿Le importaba? —insistió.
—Por supuesto, me importaba más de lo que él mismo se figuraba.
—Pero no tanto como para abandonar a su mujer.
—Inspector, ya le he comentado lo que yo represento. Una gran obra como la Fundación Zuriaga exige ciertos sacrificios. Yo elegí llevar esta apestosa doble vida. Opté por tener engañada a Mercedes durante todo este tiempo.
—¿Ha merecido la pena?
—Pues supongo que sí, inspector. Al menos, con esa idea he procedido siempre. Si bien es cierto que en algunas ocasiones he sentido la tentación de hablar abiertamente con ella acerca de mi condición.
—¿Por qué no lo hizo? —preguntó el inspector.
—¿Contárselo a Mercedes? Por varios motivos, pero en primer lugar porque Luis no me lo permitió. Me alentaba en esos momentos para que siguiese adelante con mi proyecto vital: con la fundación y con mi mujer.
Como peripatéticos, caminaban por el sendero limitado en algunos tramos por un seto de boj. El inspector escuchaba atentamente las explicaciones de Zuriaga con la sensación de hallarse ante un gigante derrumbado.
—¿Cuánto tiempo lleva usted con esta doble vida, doctor?
—En realidad siempre lo sospeché, pero hasta que apareció Luis no di el paso al frente. Nunca he querido acudir a un local de ambiente. Tengo demasiados años para esgrimir banderas o para mezclarme en absurdas atmósferas superficiales.
Ciertamente, aquel hombre de cabello níveo tenía poco que ver con el oyente que había llamado a la emisora para revelar la agresión de Estévez en el Idílico.
—¿Puedo preguntarle cómo conoció a Reigosa?
—En un festival de jazz que patrocinaba nuestra fundación. Estuvimos hablando tras el recital, luego hubo una cena, y después…
—¿Cuándo fue eso?
—Hace tres años, más o menos.
—¿Y está seguro de que su mujer no sospecha nada? Tres años es mucho tiempo.
—¿Mercedes? No, creo que no. Nunca he sido un marido ejemplar, siempre he estado demasiado ocupado para ello.
—¿Sabe que Luis Reigosa murió asesinado, doctor?
—Desde su muerte estoy hundido, desconectado del mundo. Solamente he salido de esta casa para ir al cementerio —dijo, apesadumbrado.
Caldas pensaba que para hablar con sus superiores y mantenerlo alejado de su mansión no se había mostrado tan abatido.
—¿Conoce un producto llamado formaldehído?
—Inspector, está hablando con un médico que gestiona un hospital. ¿Cómo no voy a saber qué es el formol?
—Utilizaron formol para matar a Reigosa.
—¿Lo durmieron?
—No exactamente.
No le quiso explicar más. Tendría tiempo de interrogarlo en comisaría. Le tenía agarrado por otro lado.
—¿Volvemos?
Hicieron el camino de vuelta en silencio. Los rayos del sol de la tarde penetraban en la fraga, y las sombras de las hojas de los árboles hacían dibujos extraños en el suelo. A medida que descendía la luz, los perfumes de las plantas se volvían más intensos.
Estaban llegando a la casa cuando el inspector decidió rematar el interrogatorio.
—¿Le suena alguien con el nombre de Orestes Rial?
—No.
—Haga memoria, doctor, ya me ha mentido una vez.
El comentario molestó a Dimas Zuriaga.
—No sé quién es ese Orestes, inspector. Le estoy hablando con franqueza, no es necesario que recurra al sarcasmo.
—¿Ha estado usted aquí todo el día? —cambió de estrategia.
—Efectivamente, ya le he dicho que no he traspasado los muros de mi finca en días. ¿A qué viene eso ahora, inspector? ¿Qué tiene que ver conmigo?
—¿Recuerda que esta mañana le dije que tenía un testigo de su relación con Luis Reigosa, doctor?
—Sí.
—Las fotografías que le he mostrado, las mismas que usted dice haber recibido con anterioridad, estaban archivadas en el ordenador de Orestes Rial. Teníamos que haber hablado con él esta tarde, pero no se ha podido presentar a la cita porque lo han asesinado. Le han pegado un tiro en la nuca mientras orinaba en el cuarto de baño de su apartamento. Curiosamente, el motivo de nuestro encuentro era terminar una conversación pendiente acerca de Luis Reigosa.
—¿De Luis?
—¿Sabe qué es el Idílico, doctor Zuriaga?
—Sí, un bar de ambiente, pero creo haber mencionado que yo no voy a ese tipo de locales.