Ojos de agua (19 page)

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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

BOOK: Ojos de agua
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El comisario, que desde hacía horas estaba al corriente del nuevo crimen ocurrido en la ciudad, se pasó las manos por la cara.

—¿Es otra hipótesis, Leo?

—Por el momento sí, comisario. Pero las fotografías que tiene encima de la mesa estaban archivadas en el ordenador del muerto —le aclaró, señalándolas—. Estoy por apostar que la muerte de Orestes se produjo algo después de la una, cuando nosotros abandonamos la mansión de los Zuriaga. El doctor debió de dirigirse a casa del chico, que, como trabaja hasta las siete de la mañana, a esas horas aún estaría durmiendo. Orestes estaba muy asustado, por lo que supongo que el médico conseguiría que le abriese la puerta bajo la amenaza de acudir a la policía. Una vez dentro, esperaría a que el chico bajase la guardia para dispararle. Por cierto, Zuriaga no recuerda haberse ausentado de su casa a esas horas. Asegura que lleva días hundido, sin moverse de su finca. Su señora, sin embargo, comentó con naturalidad la salida del doctor con el pretexto de hacer unos recados. Por lo visto, nuestras visitas tienen virtudes sanadoras.

El comisario levantó una mano y Caldas detuvo su exposición.

—Leo, todo esto no termina de encajar. ¿Cómo ha podido Zuriaga saber que habíais estado con Orestes Rial la noche anterior si ni siquiera lo habíais visitado a él?

—No lo sabía. Yo, por la mañana, había hostigado al doctor asegurándole que había un testigo dispuesto a confirmar que conocía a Reigosa. La realidad es que solamente pretendía ponerlo nervioso, echarle un farol para forzarle a dar un paso en falso —aclaró Caldas—. Zuriaga debió de hacer sus propias suposiciones y decidió fulminar al coautor de la extorsión antes de que pudiese hablar. Luego movió los hilos necesarios para asegurarse de mantenernos alejados.

—Se le debieron de enredar —apostilló Soto en un susurro.

Estévez sonrió, algo más relajado al comprobar que las conjeturas de su superior no eran simples barruntos.

—Hace unos minutos me han informado de la aparición de un guante. Le supongo enterado, comisario.

—Sí, por aquí tengo la nota —Soto localizó un papel en el cajón de su mesa—. Han encontrado un guante de látex en el contenedor de basura más próximo al portal de la vivienda de ese Orestes —dijo, leyendo por encima—. Aparentemente, hay restos de pólvora en la cara exterior.

—Si estoy en lo cierto, comisario, en la parte interior encontraremos residuos con el ADN del doctor Zuriaga.

—En ese caso el doctor lo tendría complicado —el comisario comenzaba a vacilar.

Caldas asintió:

—La última pieza encajará tan pronto como aparezca Isidro Freire.

—¿Quién? —ese nombre también era nuevo para el comisario.

—Un tipo con un perrito negro —intervino Estévez, ganándose la mirada reprobatoria del inspector.

—Isidro Freire trabaja en Riofarma, es el vendedor del laboratorio que tiene a su cargo la zona de Vigo —informó Caldas a su superior—. Él es quien suministra formol a la Fundación Zuriaga. Si quiere mi opinión, pienso que tampoco Freire va a aparecer vivo.

—¡Por favor, Leo! —exclamó el comisario al escuchar el presagio del inspector, pero Caldas continuó sin hacer caso del comentario.

—Isidro Freire es el nexo entre Zuriaga y el formol, entre el autor del crimen y el arma homicida. He pedido un listado de las llamadas telefónicas del vendedor, y en los últimos días se ha comunicado en varias ocasiones con el teléfono particular del doctor Zuriaga. Freire no ha aparecido hoy por la oficina ni responde al teléfono. ¿Qué quiere que le diga, comisario? Si Zuriaga se deshizo de Luis Reigosa y de Orestes Rial, no encuentro ningún motivo para creer que haya perdonado la vida a Isidro Freire si éste podía involucrarle en el asesinato del músico.

El comisario Soto se quedó mudo ante la contundencia del razonamiento.

Leo Caldas se puso en pie.

—¿Sabe ahora qué hace aquí el doctor Zuriaga, comisario?

Lluvia:

1. Precipitación de agua de la atmósfera que cae de las nubes en forma de gotas. 2. Conjunto numeroso de cosas que aparecen o suceden al mismo tiempo.

El 20 de mayo llovía. Tocaba invierno.

A la una y media de la tarde el inspector se apoyó en la barra a la espera de un vino que sirviera de aperitivo a las luras que Carlos había encontrado esa mañana en el mercado. Le había llamado, como a algunos otros clientes asiduos, para relatarle lo insólito de su descubrimiento y anunciarle que iban a guisarlas a la antigua, con una salsa ligera de vino, cebolla, laurel y patatas rotas, ese mismo mediodía. Leo, atraído por la evocación de los pequeños cefalópodos, había llegado a la taberna antes de tiempo. También los catedráticos estaban sentados a deshora frente a las tazas de vino. Los cuatro profesores, como Caldas, eran habituales de Eligio al anochecer, pero habían alterado su rutina hechizados por el influjo irresistible del manjar marinero.

La primera página del periódico local reservaba, como todos los días de la última semana, un espacio importante para el llamado «caso Zuriaga». El asunto se había transformado en una suerte de linchamiento popular del insigne mecenas, a quien la prensa, pese a no haberse celebrado el juicio, ya había condenado. Le acusaban de ser un homosexual de hábitos depravados y un brutal asesino en serie.

El doctor seguía declarándose inocente a pesar de que los indicios apuntaban cada vez más en su contra. Su equipo de abogados se aferraba al hecho de que la huella dactilar encontrada en casa de Luis Reigosa no hubiera coincidido con las del doctor, ratificando la ausencia de pruebas que situasen a su defendido en el apartamento de la isla de Toralla en el momento del crimen.

Sin embargo, poco podían hacer frente a los resultados arrojados por el análisis del guante de látex. Por un lado, confirmaba que la pólvora adherida a la parte exterior había salido de un arma como la que había asesinado a Orestes Rial. Por otro, las pruebas de ADN verificaban que había restos genéticos de Dimas Zuriaga en el interior del guante.

La fotografía principal del diario mostraba al médico exhausto, flanqueado por uno de sus abogados y su sobrina Diana. El doctor, víctima de un hondo abatimiento, daba la sensación de ir a tirar la toalla de un momento a otro. A pesar de las dificultades, su sobrina peleaba sin descanso por demostrar su inocencia. Convertida en portavoz eventual de su tío, Diana Alonso Zuriaga aprovechaba cada una de las comparecencias ante la prensa para destacar públicamente la trayectoria sobresaliente y altruista del doctor, y reprobar con vehemencia la injusticia a la que, según su criterio, se estaba sometiendo al presidente de la Fundación Zuriaga.

La esposa del doctor no había dado señales de vida. El diario recogía que una depresión mantenía a Mercedes Zuriaga recluida entre los muros de la mansión familiar desde la tarde de la detención de su marido.

—Vaya lío tienen ésos —dijo Carlos señalando el periódico, mientras llenaba de vino la taza situada delante de Caldas.

—Sí.

Desde la mesa vecina, el catedrático que hojeaba el diario preguntó a Caldas si había estado implicado en el caso Zuriaga.

—Algo tuve que ver —respondió parcamente.

—Deberían escribir una novela con tus andanzas, Leo —dijo otro de los profesores.

—Claro —aseguró el inspector con un guiño.

—Hablo en serio —insistió el catedrático—, las novelas policíacas funcionan muy bien.

—Pues ya sabes —dijo Caldas, llevándose la taza a los labios.

El inspector se quedó pensando en las palabras del profesor acerca de las novelas policíacas mientras paladeaba la agradable sensación de acidez que el vino dejaba en su boca.

De repente, como si en su interior hubiese estallado una pompa de jabón, la lucecita que durante tantos días había chispeado en su cabeza se extinguió. Al dejar de brillar, trajo a su memoria un recuerdo vívido, permitiendo que distinguiese nítidamente aquello que le había llamado la atención durante la inspección de la casa de Reigosa y que hasta entonces no había conseguido evocar.

Rememoraba con claridad los estantes del muerto, repletos de novelas policíacas. Recordaba que también pertenecía a ese género uno de los dos libros apilados en su mesilla de noche. Sin embargo, el otro libro, el que tenía la marca de lectura, era una obra completamente distinta, un volumen de casi ochocientas páginas de Hegel.

Aunque no tuviese la menor relevancia con respecto a la resolución del caso, sintió el alivio de apagar el martilleo incómodo de la luz interior.

—¿Os parece normal que un hombre que habitualmente lee novela negra tenga como libro de cabecera las
Lecciones de filosofía de la historia de Hegel
? —preguntó, al recordar el título del libro, dirigiéndose a la mesa de los catedráticos.

Éstos, extrañados, centraron las miradas en el más veterano de los cuatro.

—Hombre, no sé… —dijo, como empujado a hablar por los ojos de los otros—. Lo cierto es que, a pesar de las metáforas que utiliza para facilitar la comprensión de sus teorías, Hegel es plato de difícil digestión nocturna.

Sus tres cultivados compañeros de mesa coincidieron.

—¿No era de Hegel una de las defensas principales de los métodos de la Inquisición? —intervino Carlos desde detrás de la barra, mostrando su bagaje de regente veterano de taberna ilustrada.

—Puedes interpretarlo así, Carlos, pero con matizaciones. Hegel tiende a justificar todo lo que aproxime al hombre a la salvación; la salvación del alma, se entiende. Ahí es donde se podría incluir a los Torquemada de turno —aclaró el viejo profesor—, pues Hegel da la bienvenida al dolor si su efecto es el arrepentimiento.

A Leo Caldas aquellas palabras le sonaron familiares. Recordaba que un oyente del programa de radio había dicho algo semejante la semana anterior, y le pareció una extraña casualidad. Echó mano de su teléfono móvil, marcó el número de la emisora y pidió que le pasaran con producción.

—Perdona que te moleste, Rebeca.

—Leo, qué milagro hablar contigo por teléfono. ¿Es que ha ocurrido algo?

—No, sólo quería saber si es posible localizar la llamada de un oyente al programa. Es sólo por curiosidad, nada más.

—Si es reciente no hay problema, los programas se graban y se conservan durante un tiempo. ¿Qué fecha tiene la que te interesa?

—Fue la semana pasada, pero no recuerdo el día exacto —vaciló Caldas—. Seguramente tú te acuerdas mejor que yo. Busco la llamada de aquel tipo que dejó a Losada con la palabra en la boca. Uno que solamente dijo una frase, una sentencia un tanto apocalíptica, y colgó.

—Ya sé a cuál te refieres, menudo humor se le puso al jefe con aquel chalado —contestó Rebeca—. Debo de tenerla a mano. Solemos registrar aparte las llamadas de la gente que insulta, las de los bromistas o las de locos como ése. Así, si nos llaman de nuevo, estamos sobre aviso y no les damos entrada en directo. No es un filtro muy fiable pero es mejor que nada —explicó—. Vamos a ver… Sí, aquí está. El oyente se llamaba Ángel, aunque dudo que sea su nombre real. La frase que dijo fue: «Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento». La pronunció despacio y dos veces, de modo que tuve tiempo de apuntarla. Así podremos identificarlo mejor en el caso de que vuelva a llamar.

—Gracias, Rebeca, eres una máquina —dijo, sorprendido por la rapidez con que la encargada de producción había hallado la sentencia. Le resultaba extraño que el oyente hubiese citado al mismo autor del libro situado sobre la mesilla de noche de Reigosa.

—¿Quieres anotar el número, Leo?

Aquello era más de lo que el inspector podía esperar.

—Dime —pidió, tomando prestado de Carlos el bolígrafo que asomaba en el bolsillo de su camisa y tomando nota del número.

—¿Se te ocurre alguna cosa más? —preguntó, solícita, después de dictárselo.

—Sí. ¿Hay modo de saber qué día se realizó esa llamada? —consultó el inspector.

—Claro, Leo. Fue el 12 de mayo.

Caldas buscó la fecha del asesinato de Luis Reigosa en las noticias del periódico concernientes al caso Zuriaga. Allí estaba: habían matado al músico la noche del 11 al 12 de mayo.

Se despidió de Rebeca con la impresión de extrañeza que siempre producían en él las casualidades. Su primer impulso fue marcar el número que Rebeca le acababa de facilitar, pero lo pensó mejor y decidió hablar antes con la comisaría para que le proporcionasen la dirección del titular de la línea.

—Hola, soy Caldas. ¿Me puedes decir a quién corresponde este teléfono? —pidió, facilitándole el número al agente que recogió su llamada.

Mientras permanecía a la espera, contempló a los catedráticos. Taza en mano, seguían disertando acerca de las diferentes aproximaciones a la figura de Hegel. Habían llegado a la conclusión democrática, aunque por mayoría simple, de que el rasgo más característico de la personalidad del filósofo alemán era el de ser un ladrillo insoportable.

—¿Inspector? —Leo Caldas volvió a oír la voz del agente al otro lado de la línea—. Ese teléfono no es de un particular. Pertenece a una cabina pública situada en un hospital.

—¿En cuál? —preguntó Leo Caldas con el desasosiego que le producía la sensación de conocer la respuesta de antemano.

—En la Fundación Zuriaga, inspector —dijo el agente, confirmando el funesto presentimiento de Caldas.

—Muchas gracias —musitó el inspector al colgar el teléfono.

Se dejó caer en un banco, junto al vidrio enmarcado en madera verde de una de las ventanas de la taberna, con la mirada absorta en las gotas de lluvia que reventaban al golpear los cristales. Ni siquiera se movió al percibir el aroma de la cacerola humeante que Carlos acercaba a la mesa.

Los eruditos olvidaron la filosofía entre gritos de júbilo.

—¡Dios salve a las luras!

El inspector salió a la calle.

Nadie reparó en él.

Vuelta:

1. Movimiento de una cosa alrededor de un punto, o girando sobre sí misma, hasta invertir su posición primera, o hasta recobrarla de nuevo. 2. Curvatura en una línea, o alejamiento del camino recto. 3. Cada una de las circunvoluciones de una cosa alrededor de otra a la cual se aplica. 4. Regreso al punto de partida. 5. En ciclismo y otros deportes, carrera en etapas en torno a un país, una región, una comarca, etc. 6. Devolución de algo a quien lo tenía o poseía. 7. Retorno o recompensa. 8. Repetición de algo. 9. Paso o repaso que se da a una materia leyéndola. 10. Alternancia de una cosa por turno.

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