A cada rato consultaba su reloj. Necesitaba algo a lo que aferrar su futuro, y una de las pocas esperanzas que mantenía era que la conversación con Orestes, el discjockey de cráneo pelado del Idílico, le abriese caminos nuevos que permitiesen esclarecer con prontitud la muerte de Luis Reigosa.
Llevaba más de media hora de espera impaciente cuando vio pasar a su ayudante a través del cristal como un rinoceronte en estampida. Rafael Estévez entró en la cafetería con el semblante descompuesto por el esfuerzo de mover su corpachón a semejante ritmo. Echó un vistazo rápido a las mesas y, cuando localizó al inspector, se le acercó agitado.
—¡Me cago en las cuestas! —el agente sudaba como una fuente y tenía que abrir excesivamente la boca para poder tomar aire al hablar—. ¿No me dijo que era justo arriba de la estación, jefe?
El inspector señaló el mirador frontal, por el que se veían los ferrocarriles.
—Ya sé donde está, coño, que vengo de allí. Pero me podría haber avisado de que luego tenía que subir trescientos escalones —el sofoco le obligó a hacer otra pausa—. Siempre andamos con prisas, todo queda cuesta arriba y, por si no fuera bastante, hoy aparece a traición este calor pegajoso.
El agente tiró del cuello de su camisa de pana en un vano intento por separarla de su cuerpo lo suficiente como para dejar correr el aire entre ellos. Consultó el reloj que llevaba en la muñeca izquierda. Habían quedado a las cinco y ya eran las seis menos cuarto.
—Mierda, además llego tarde.
—No, llegas a tiempo —le corrigió el inspector.
—¿Aún no ha aparecido el pinchadiscos?
—¿Tú qué crees? —preguntó Leo Caldas.
—Coño, deje los jeroglíficos, jefe, que vengo a sprint desde allí abajo —protestó Rafael Estévez señalando los trenes—. ¿No ha venido el fulano de la discoteca o es que se ha marchado ya?
—Yo estoy aquí desde las cinco pasadas y entonces tampoco había nadie. Supongo que no habrá venido —el inspector barrió con la mirada el local vacío—. Supongo que no va a venir, —añadió para sí.
—Pues ya se le pudo ocurrir avisarme, jefe. Habría subido en coche y aparcado más cerca.
Estévez se giró hacia la barra levantando una mano.
—¡Camarero, una coca–cola con mucho hielo! —bramó, moviendo en el aire la carta del menú que estaba sobre la mesa—. ¿Ya sabe qué vamos a hacer, inspector?
Caldas le miró en silencio, interrogativo.
—Usted y yo —recalcó Rafael Estévez malhumorado—. ¿Ha pensado cómo vamos a salir de ésta? Porque me imagino que el comisario no va a tardar nada en saber que un par de policías gilipollas han estado tocando los cojones al mismísimo doctor Zuriaga —dijo, juntando los dedos pulgar e índice.
Caldas ni se inmutó.
—No.
—Pues ya lo puede ir pensando, jefe, porque nos van a empapelar. Yo ya estoy acostumbrado, pero vamos a ver adónde coño me mandan ahora… Voy a terminar de guardia forestal en las islas Chafarinas, con las putas focas monje.
Estévez se pasó la mano por la frente para enjugarse la película de sudor que la cubría.
—Además, toda esta situación me jode por su sobrina Diana —añadió.
—¿La sobrina de quién? —Caldas hizo como si no entendiera.
—¿De quién va a ser? Lo sabe de sobra, jefe, la sobrina de Zuriaga.
Estévez se daba aire agitando la carta directamente en el enorme vientre.
—¿Viene esa coca–cola de una vez? —aulló de nuevo hacia la barra.
Leo Caldas sonreía.
—¿De qué se ríe? —preguntó Estévez al verlo.
La mueca continuaba en el rostro del inspector al contestar:
—De nada.
—¿Cómo que de nada? ¿Me quiere decir qué le ha parecido tan gracioso, inspector?
—Nada, Rafa —Leo Caldas meneó la cabeza—. Que estamos jugándonos la placa y tú te preocupas por Diana. Por Diana Zuriaga, nada menos… Como si tuvieses algo que hacer con ella.
Rafael dejó la carta en la mesa dando un golpe que resonó como un disparo en el local vacío.
—Mire, jefe, en primer lugar le recuerdo que han sido sus deseos de suicidarse los que nos han metido en este lío a los dos. Y eso que el que tiene fama de demente aquí soy yo. En segundo, me preocupo por quien a mí me da la gana… —Caldas quiso intervenir, pero el agente, que ya había extendido dos, desplegó un tercer dedo de su mano sin dejarse interrumpir—. En tercero, desconozco si tengo algo que hacer con esa chica. En realidad sé perfectamente que le llevo muchos años, más kilos, y que probablemente no tengo categoría ni para ser su chofer… —tomó aliento—. Pero sí estoy en el mismo derecho que el resto para ilusionarme con quien quiera sin que nadie tenga por ello bula para mofarse de mí, por muy superior mío que sea. ¿Está claro, inspector?
—Rafa, de verdad que yo no me he burlado —la sonrisa había desaparecido de su faz al escuchar la filípica de su ayudante.
—Sí, inspector. Sí que se ha burlado —le espetó Estévez, a quien la excitación hacía sudar todavía más copiosamente—. ¿Cree que no conozco esa sonrisilla suya de superioridad?
Caldas permaneció callado y Estévez, volviéndose al camarero, voceó:
—¿Y usted me va a traer la maldita coca–cola hoy, o voy a tener que ir a buscarla yo?
El camarero salió de la barra como un resorte con el refresco en una mano y un vaso en la otra. Los dejó sobre la mesa, en el lugar más próximo al impaciente policía.
—Rafa, no seas susceptible. No pretendía mofarme —se justificó el inspector cuando creyó notar menos crispación en su ayudante.
—Vamos a dejar el tema, inspector. Hace demasiado calor para alterarse.
Estévez aferró la coca–cola para verterla en el vaso y se volvió rápidamente al camarero.
—La he pedido con hielo.
—¿No está fresca? —le preguntó aquél.
—No lo sé —Rafael Estévez consideraba innecesario abundar en las explicaciones—. Yo la quiero con hielo.
El camarero veía las cosas de modo diferente.
—Acabo de sacarla ahora
mismiño
de la nevera. Mire —dijo, tomando la botella en su mano y acercándosela al agente, que apartó el vidrio de un manotazo y le incrustó una mirada furibunda.
—Me importa tres cojones que esté fría, como si la ha traído del polo sur con un pingüino. Póngame hielo en el vaso —ordenó, haciendo un esfuerzo enorme por permanecer sentado.
El camarero tocó la botella con la palma abierta de su mano para demostrarle que estaba realmente helada.
—¡Que la quiero con hielo! —gritó Rafael Estévez desbocado.
El inspector no tuvo valor para pedirle que bajara la voz. Sin embargo, el denodado camarero parecía conservar intacta la confianza en su poder de persuasión y arrimó una vez más la botella al agente.
—Yo el hielo se lo traigo. Pero mire qué
fresquiña
está.
Estévez se puso en pie, agarró al camarero por el pescuezo y comenzó a zarandearlo.
—¡La quiero con hielo, con mucho hielo! ¿Me has entendido? —se desgañitaba, colérico—. ¡Gallego testarudo, cabezón, hijo de puta!
Leo Caldas saltó sobre el brazo de su airado ayudante.
—Rafa, ¿estás loco o qué
carallo
te pasa? Y usted —ordenó—, ¿quiere ir a buscar ese hielo de una maldita vez? Está todavía más majareta que él.
El aterrado camarero, rígido de pánico, asintió moviendo lentamente su cabeza arriba y abajo. Tan pronto como Estévez le soltó, corrió hacia la barra. Retornó a los pocos segundos posando en la mesa un caldero metálico lleno hasta el borde de cubitos de hielo.
Leo Caldas y Rafael Estévez permanecieron sentados en silencio algunos minutos. El inspector fumó un par de cigarrillos mirando por la ventana, y el agente mantuvo la cabeza baja, con la frente empapada en sudor apoyada en sus manos extendidas.
Con los ánimos más templados, Caldas estuvo tratando de poner orden en su cabeza formulando diferentes especulaciones que le ayudasen a aportar algo de luz al caso. Nada de lo que caviló tenía sentido. Luego, recordando la comida con su padre y la conversación telefónica mantenida con Moncho Ríos, reparó en lo que éste le había comentado con respecto a la inasistencia al trabajo de Isidro Freire. Lo lógico era pensar que hubiese caído enfermo, pero había otras posibilidades que podían justificar su ausencia: que estuviese asustado, tal como había sugerido Moncho Ríos en tono de broma, o que alguien hubiese hecho desaparecer al apuesto vendedor para taparle la boca.
—¿No va a ir? —preguntó de repente Estévez levantando la cabeza para mirar al inspector.
—¿Ir adónde?
—Al programa, jefe —le aclaró su ayudante señalando el altavoz del techo—. Acaban de anunciar su sección para dentro de media hora.
—Mierda —musitó Leo mirando su reloj. Había olvidado que esa tarde tenía programa. Llevaba todo aquel tiempo oyendo la radio como si se tratase de la música ambiental de una película, sin prestar atención a nada que fuera ajeno a sus elucubraciones.
—Rafa, ¿estás bien? —se interesó Caldas, que continuaba desconcertado por la reacción exagerada de su ayudante.
El agente Estévez le confirmó que sí.
—Yo voy a la emisora. Espera aquí unos minutos —le pidió el inspector—. Si Orestes no aparece, ve tú a buscarlo. No lo podemos perder.
—¿Adónde quiere que vaya a buscarlo, jefe?
—No sé: al Idílico si está abierto, a su casa… Tal vez en la comisaría sepan algo de él; conocen mucha gente de la noche. Si no quieres mover el coche ve donde tengas que ir en taxi y pasamos el cargo al departamento.
Estévez volvió a apoyar la frente en las palmas abiertas de sus manos.
—Rafa, siento lo de antes —en el último momento se arrepintió de haber comenzado la frase—, pero tenemos que seguir adelante. Es probable que estemos ante nuestra última oportunidad para salir de esta situación.
Estévez levantó la cabeza y echó mano al refresco, que seguía intacto sobre la mesa.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó de nuevo el inspector al levantarse.
Rafael se lo aseguró y Leo Caldas le obsequió con una palmada amistosa en el hombro.
Salía por la puerta cuando oyó al camarero.
—¿Va a dejar a su amigo solo? —preguntaba, atribulado.
1. Asilo, acogida o amparo. 2. Lugar adecuado para refugiarse. 3. Hermandad dedicada al servicio y socorro de los pobres. 4. Edificio situado en determinados lugares de montaña para acoger a viajeros y excursionistas. 5. Zona situada dentro de la calzada, reservada para los peatones y convenientemente protegida del tránsito rodado.
Leo Caldas entró en el edificio de la plaza de la Alameda, saludó al conserje, subió apresuradamente la escalera y empujó la puerta del primer piso. Acompañado por la música que Onda Vigo emitía en esos instantes, se dirigió por el largo pasillo de la emisora hasta el control de sonido.
—Hola, inspector —le saludó el técnico sentado ante la mesa de edición al verlo entrar.
—Buenas tardes.
Leo Caldas, plantado bajo el frescor del chorro de aire acondicionado, comprobó que ya eran las siete y cinco, y leyó en el termómetro que la temperatura era de treinta y dos grados en la calle. Se acordaba de la camisa de pana empapada en sudor de Rafael Estévez y se figuró lo mucho que hubiera agradecido poder encontrarse allí dentro. Rebeca y Santiago Losada hablaban tras el cristal, dentro del estudio. El locutor, con los auriculares alrededor del cuello, parecía alterado por aquello que la encargada de producción le contaba.
Caldas golpeó el cristal con los nudillos y las dos cabezas se alzaron a un tiempo. Rebeca sonrió al verlo y Losada señaló airadamente el reloj digital, indicándole con aspavientos que entrara en el estudio. En la puerta insonorizada coincidió con Rebeca.
—¿Dónde te has metido, Leo? Llevo más de una hora llamándote al móvil.
—Trabajo —contestó Caldas secamente.
—¿Y no has oído mis mensajes en el contestador? Leo, eres una calamidad.
—He debido de quedarme sin batería —mintió el inspector, que había apagado el teléfono en el restaurante tras hablar con Ramón Ríos.
—Será mejor que entres. Al líder mediático no le ha dado un infarto de milagro al ver que no aparecías. Ya sabes, él puede hacer lo que quiera, pero el resto…
Leo Caldas se deslizó dentro del estudio y tomó asiento en su sitio de siempre, ante el micrófono más próximo al mirador.
—Llegas tarde —fue el simpático saludo que le dedicó Losada.
—Ya.
Rebeca habló por línea interna.
—Santiago, ¿comenzamos directamente con la patrulla o quieres que busque otra canción?
—Déjate de canciones. Vamos con las llamadas —le apremió Losada.
—Por cierto, Leo —prosiguió Rebeca—, el comisario debe de querer que te pongas en contacto con él urgentemente. Ha llamado veinte veces esta tarde preguntando por ti. Por lo visto tampoco él ha podido localizarte en el móvil.
«Con ese fin lo apagué», dijo Leo para sí mismo.
—Gracias, Rebeca.
El inspector conocía aquella conversación futura con el comisario Soto como si hubiese desarrollado capacidades proféticas, y no tenía el menor interés en escuchar sus gritos anatematizadores sin haber recabado argumentos con los que justificar su acoso al doctor. Lo peor era que no estaba seguro de poder conseguirlos a tiempo. Zuriaga era demasiado poderoso y se movería rápido. Además, la pequeña esperanza que suponía Orestes se había disuelto como azúcar en un vaso de leche caliente. Necesitaban al pinchadiscos, y aunque Rafael Estévez haría todo lo que estuviera en sus manos para encontrarle, el zaragozano no era precisamente un hombre discreto y todavía estaba lejos de conocer los entresijos de la ciudad. Orestes percibiría su llegada con suficiente antelación y desaparecería dejándolos desnudos, indefensos frente a las acciones que el doctor quisiera emprender contra ellos.
Santiago Losada alzó la mano y la sintonía del programa inundó el estudio. Caldas vio, a través del ventanal, a las madres que hablaban en la Alameda. Habían buscado la sombra de los árboles para su tertulia cotidiana. Los niños ignoraban el calor y corrían tras las palomas, espantándolas en su sesión de caza diaria. Los pájaros esperaban al último momento para echar a volar.
Caldas pensó en Alba. Ella también había volado, había huido cuando más cerca la tenía.
Santiago bajó el brazo, y con él descendió el volumen de la melodía y se encendió en el estudio la luz roja que advertía a los que se encontraban en su interior que estaban en el aire.