El concierto terminó con una dedicatoria de Iria a Luis Reigosa:
Angel Eyes
.
Caldas no había olvidado el color de agua de las pupilas del muerto y pensó que
Ojos de ángel
era un título acertado para aquel tributo.
And why my angel eyes ain't here
oh, where is my angel eyes.
Cuando, desde la barra, oyó la voz desgarrada de Iria Ledo cantando entre lágrimas, el inspector supo que no existía un regalo mejor.
Excuse me while I disappear
angel eyes, angel eyes.
Terminada la actuación, Leo Caldas, Iria Ledo y Arthur O'Neal se sentaron en la mesa más apartada de la barra. Le contaron que Luis Reigosa era un hombre bueno además de un músico excelente y que no vivía más que para el saxofón. Pasaba las tardes en el conservatorio y las noches allí, en el Grial.
Estuvieron hablando un rato de vaguedades hasta que Caldas preguntó:
—¿Saben si Reigosa era homosexual?
—¿Cómo no lo íbamos a saber? —fue Iria quien contestó, y Leo Caldas sintió un ligero rubor—. Estábamos casi todos los días juntos. Luis no era de los que se escondían. No hacía bandera de su condición, pero si alguien le hacía esa pregunta no tenía problema en contestar con sinceridad. ¿Le vio los ojos?
—¿Los ojos? —el inspector era incapaz de olvidarlos desde la visita al apartamento de Toralla.
—Los de Luis —le aclaró Iria Ledo, como si fuese necesario—. Sus ojos eran un imán para hombres y mujeres, no podría pasarse la vida disimulando. ¿Tiene importancia con quién se acostara?
—Lo mataron en la cama —explicó Caldas.
—No nos habían dicho nada.
Arthur no llegaba a comprender el origen de aquel crimen.
—Luis era un tipo normal —afirmó con su marcado acento—. No se metía con nadie ni nadie tenía motivos para hacerle daño.
—Pero se lo hicieron.
—Lo sabemos. Fuimos nosotros a reconocer el cadáver —Iria hablaba con congoja—. Luis tenía el sufrimiento dibujado en la cara.
Leo pensó que, por suerte, no le habían visto el resto del cuerpo.
—¿Fueron a reconocerlo ustedes?
—La otra alternativa era dejar que fuera su madre —contestó la pianista—. Pobre mujer, en el entierro llegué a pensar que se iba con él.
O'Neal hizo una mueca amarga al rememorar la escena del entierro.
—Luis quería que lo incineraran —se lamentó.
—¿Reigosa hablaba de su muerte?
—¿Recuerda que somos músicos, inspector? Pasamos muchas noches en este bar, los tres: Art, Luis y yo. Hay ocasiones en que se bebe, se habla y se imaginan cosas. Por hablar, sin más. Una boda, un viaje, un entierro…, cosas. Luis había comentado en alguna ocasión que quería que le incineraran y que lanzáramos sus cenizas a la mar con el pájaro…, con Charlie Parker, haciendo la banda sonora.
Caldas asintió.
—¿Por qué no lo hicieron como él les había pedido? —preguntó después.
—¿Habría ido usted con ese cuento a su madre? Luis es… —Iria Ledo corrigió al instante—, Luis era su único hijo. Bastante disgusto le había dado al marcharse a vivir a Vigo. Se había criado sin padre, ya sabe…
El inspector sabía a qué se refería. En el mundo rural gallego no era extraño ni estaba mal visto que una mujer de cierta edad tuviera hijos sola. Una vieja sin descendencia estaba condenada a poco menos que la mendicidad al no poder trabajar la tierra. Se entendía con naturalidad que decidiera tener un hijo que le ayudase en el futuro. A pesar de ello, Reigosa había preferido otros planes para sí mismo.
—¿Saben si tenía pareja? —preguntó Leo Caldas, mirando a la pálida mujer.
—¿Luis? No, que yo sepa.
Un tanto sorprendida, Iria Ledo buscó al irlandés, que también lo negó.
—Luis contaba lo que él quería que supiéramos y nosotros no preguntábamos más. Puede que hubiera alguien con quien se viera con más frecuencia, pero de existir alguien realmente importante nos habría hablado de ello. ¿No crees?
Arthur O'Neal movió la cabeza afirmativamente y la vela que había en el centro de la mesa produjo curiosos reflejos en su cabello rojizo.
La mujer continuó:
—Sabíamos que algunas veces, después de tocar, iba a un pub en el Arenal, pero no recuerdo el nombre. Art, ¿sabes cuál digo?
—¿El Idílico?
—Sí, el Idílico, creo que es ése. Puede que allí encuentre algo que le interese. Iba algunas noches, pero no imagino a Luis Reigosa llevando una doble vida, inspector. Bastante tenía con la suya.
El irlandés, que en el transcurso de la charla había liquidado dos enormes jarras de cerveza, se excusó para ir al cuarto de baño. Leo permaneció sentado junto a la mujer, y sacó un nuevo cigarrillo que encendió acercándolo a la llama de la vela.
—Otra cosa: me sorprendió la casa de Reigosa. ¿Se gana tanto con la música?
—¿Tanto, inspector? Cada uno se apaña con lo que tiene.
—Pero lo que cobraba aquí y un sueldo de profesor suplente en el conservatorio no parece suficiente para poder vivir en un dúplex de Toralla.
—Luis no tenía que ahorrar, inspector Caldas. El formar una familia estaba lejos de sus planes.
«Ciertamente», pensaba el inspector cuando la chica le indicó:
—Su amigo.
—¿Cómo?
Iria señaló hacia la puerta del Grial.
—El tipo grande de la entrada. ¿No estaba con usted en el entierro?
Caldas vio a Estévez cojear hasta la barra y apoyarse en ella.
—Buena memoria —asintió.
Antes de despedirse, preguntó a la pianista:
—¿Vio a un hombre muy elegante en el cementerio? Un hombre de cabello cano.
—Sí, me fijé en el pelo y en el traje. El pelo muy blanco, el traje precioso. ¿Quién era?
—No lo sé. —Caldas volvió a lamentar no haber visto su rostro—. Quise hablar con él, pero al salir ya no estaba por allí. ¿Hará el favor de preguntar a O'Neal si le había visto en alguna ocasión con Reigosa?
—Claro, inspector.
Se levantaron de la mesa y la luz de un fluorescente tiñó de azul la piel pálida de la pianista. Se estrecharon la mano.
—Gracias, Iria, no piense que es fácil para mí venir a remover su dolor.
Iria Ledo le dijo que no hacía falta que se disculpara y Caldas le entregó una tarjeta con su teléfono.
—Si se le ocurriese algo más no deje de llamarme. A veces cosas que parecen intrascendentes…
Ella sostuvo la tarjeta en la mano, sin leerla.
—¿Cuándo fue la otra vez? —preguntó.
—¿A qué se refiere?
—Antes del concierto me comentó que había venido en otra ocasión al Grial. ¿A qué se debió tal honor, inspector Caldas?
—A un pianista americano… Bill Garner creo que se llamaba. Decían que era hijo de Errol Garner. ¿Sabe de quién le hablo?
—Por supuesto, de Apolo.
—¿Apolo?
—Bill Garner, apodado Apolo —le explicó la mujer—, no sé de quién es hijo. Él piensa de sí mismo que es el nuevo Thelonius Monk, pero no creo que sea para tanto. Para algunas cosas no es suficiente el ser negro. Creo que vive en Lisboa, pero todos los años viene por aquí una noche o dos. Debe de tener una amiguita.
—Parece que no le cae bien.
—¿Apolo? Me cae bien… pero me desafina el piano —por primera vez en la noche, Leo la vio sonreír—. No se lo cuente a nadie, inspector.
Cuando Iria Ledo se marchó, Leo Caldas permaneció durante unos segundos viendo caminar a la pequeña mujer entre los clientes del pub. Apagó la colilla en el cenicero de una mesa próxima y se dirigió a la barra, al encuentro de Estévez.
—A buenas horas apareces.
—Si quedamos después de cenar, es después de cenar, inspector. Además, no puedo ni caminar, he tenido que estar tumbado con el pie en alto desde que llegué a casa. Tengo los dedos del pie como chorizos por la piraña navajera de las pelotas.
—Faneca.
—Eso, faneca, la madre que la parió. No me vuelvo a meter en el mar sin pistola.
1. Áspero, desapacible. 2. Rápido, repentino. 3. Arbusto liliáceo de color verde oscuro, con cladodios ovales similares a hojas terminados en una espina de cuyo centro salen las flores blanquecinas o verdosas. 4. Lo que se desperdicia en las cosechas por muy menudo.
Al salir del Grial, tardaron media hora larga en recorrer cuatrocientos metros. Estévez se detuvo en todos los bancos de la Alameda quejándose de su pie. En cada una de las paradas, el policía juraba una cosa diferente.
A pesar de ser día laborable, en los pubs del Arenal se apiñaba bastante gente. A medida que avanzaba por la concurrida acera, Caldas recordaba a la oyente del programa que se había quejado del alboroto que les impedía conciliar el sueño por las noches. Le extrañaba no recibir muchas más llamadas con la misma reclamación.
Quedaban pocos minutos para la una de la noche cuando llegaron a la puerta del Idílico. Un cordón de terciopelo rojo cortaba el paso.
—Buenas noches —dijo Leo.
Un portero vestido con una camiseta de tirantes retiró un extremo del cordón.
—Buenas noches.
—¿Pero semejante excursión era sólo para tomar una copa, inspector? —se quejó Estévez, al comprobar el destino de su dolorosa caminata.
Caldas había intentado, por dos veces, contar a su ayudante que se dirigían al bar de ambiente gay del que era asiduo Reigosa. Rafael le había interrumpido en todas las ocasiones quejándose del dolor que le producía en el pie la picadura del pez.
—¿Tú qué crees?
—Yo qué sé —y Estévez añadió por lo bajo—, ya me imaginaba que obtener un sí o un no era mucho pedir.
—No —le espetó Caldas harto de oírle cuchichear.
Entraron en el pub, oscuro y con la música electrónica sonando un decibelio por encima de lo soportable. Doce o quince jóvenes bailaban en la pista, y otros cinco se apostaban en la barra del local.
Estévez fue a sentarse en uno de los sillones ubicados alrededor de la pista. Acercó una mesa y apoyó en ella su pie herido, manteniéndolo en alto. Leo le pidió que le esperase y se dirigió a la barra. Pensó que la camiseta del camarero que acudió a tomarle nota iba a estallar.
—¿Qué va a ser?
—¿Qué vino tenéis? —preguntó Caldas.
—Vino en la tasca,
meu sol
—contestó el camarero con ligera afectación.
—Dame una cerveza, entonces —rectificó el inspector.
El de la camiseta apretada miró a Estévez:
—¿Y el grandullón?
—Ponle otra.
Cuando el camarero volvió con las bebidas, Leo sacó del bolsillo interior de su chaqueta la fotografía de Luis Reigosa. La colocó sobre el mostrador, girándola para que el camarero pudiera examinarla con claridad.
—¿Conoces a este tipo? —preguntó.
—Aquí no conocemos a nadie, es norma de la casa —le espetó el joven, sin siquiera hacer ademán de mirar el retrato.
Caldas colocó un billete de cincuenta euros sobre la foto.
—Eso sólo cubre una de las cervezas —apostilló el camarero del Idílico al ver el dinero.
Cuando el inspector dejó otro billete idéntico al primero, el joven se recuperó del proceso amnésico que había sufrido hasta entonces.
—A las birras os invito yo —dijo, guardándose los cien euros en el bolsillo posterior de su vaquero—. Al de la foto le llaman Ojitos, es amigo de Orestes.
—¿De quién?
El de la camiseta ceñida señaló hacia arriba.
—De Orestes —repitió.
Leo Caldas se volvió en la dirección que el dedo del camarero indicaba, por encima de la pista. Una urna de vidrio suspendida del techo por gruesos cables de acero contenía la cabina del discjockey. Dentro de ella se encontraba un chico muy delgado que manipulaba la mesa de mezclas. Unos auriculares demasiado grandes ocultaban parte de su cabeza rapada al cero.
Por el bien del joven, Caldas esperaba que aquellos cascos fueran más cómodos que los que él utilizaba en la emisora. Se había preguntado en muchas ocasiones si los de Santiago Losada serían tan molestos como los suyos. Tenía el presentimiento de que el locutor se encargaba personalmente de proporcionarle los más rígidos para mortificarle.
Caldas recogió las bebidas y volvió a reunirse con Rafael Estévez. El ayudante, que mantenía el pie sobre la mesa, le indicó con un ademán que se acercara.
—Inspector, los dos tipos que estaban detrás de usted en la barra se están besando —le dijo al oído.
—Ya —repuso escueto Caldas.
Estévez miró a su alrededor.
—No crea que tengo nada contra ellos, jefe —concentrado en su pie dolorido, no había reparado hasta entonces en que se hallaban en un bar de ambiente gay—. Cada uno se acuesta con quien quiere.
—Céntrate en la cerveza y vigílame la mía un momento —le pidió, dejando los vasos sobre la mesa, junto al pie herido de su ayudante—. Regreso enseguida.
El inspector cruzó el bar y se acercó a la escalerilla que llevaba a la cabina en la que operaba el tal Orestes. Le disgustaba la idea de trepar por una estructura de metal tan liviana, pero no encontraba otro modo de llamar la atención del pinchadiscos. Al llegar arriba buscó en su chaqueta el retrato de Reigosa y golpeó el cristal. El ruido estruendoso que exhalaban los dos bafles colocados a ambos lados de la cabina obligó a Caldas a incrementar la intensidad de los golpes, que ya se habían convertido en verdaderos porrazos cuando el joven se percató de la presencia del policía y abrió la puerta.
—Estoy trabajando —gritó.
—¿Eres Orestes?
El pinchadiscos movió la cabeza pelada aseverando, y el inspector le mostró la fotografía.
—No —sonrió Orestes, aproximando los labios a la oreja del inspector—. Ojitos hace días que no viene. Tendrás que conformarte con otro.
Caldas no estaba dispuesto a perder el tiempo.
—Necesito que me cuentes algunas cosas. Soy policía.
—¿Eres qué? —el joven frunció el ceño llenando de arrugas su frente despoblada.
Caldas exhibió su placa.
—Inspector Leo Caldas —aulló.
—¿El de la radio?
No podía ser.
—Sí, el de la radio. ¿Puedes bajar eso? —le instó, señalando uno de los atronadores altavoces.
—Esto es un pub, inspector Caldas, se supone que debe haber música.
—Pues vamos a otro lado —gritó Leo.
—Estoy trabajando, inspector.
Leo extendió los cinco dedos de su mano derecha.
—Sólo te entretendré cinco minutos.
Orestes afirmó con la cabeza y el inspector descendió por la fragilidad de la escalera sin mirar hacia abajo.