Mientras esperaba al chico junto a la pista de baile del Idílico, echó un vistazo al lugar en que había dejado a Rafael Estévez. Sonrió al comprobar que su ayudante se había descalzado, sacado el calcetín y apoyado el pie desnudo sobre la mesa sin el menor recato.
Cuando el pinchadiscos se reunió con él, Caldas le preguntó si existía algún lugar donde pudiesen hablar con más tranquilidad. Orestes le condujo al desorden del almacén de las bebidas, cuya puerta ahogaba ligeramente el estruendo.
—¿Qué quiere, inspector? Sea breve, debo regresar a la cabina en dos canciones.
Leo encendió un cigarrillo, ofreció otro al joven rapado y volvió a enseñarle la fotografía.
—Es músico, se llama Luis —apuntó Orestes.
—Sí, Luis Reigosa, eso ya lo sé. ¿Qué más sabes de él?
—No lo conozco tanto, inspector. Ni es cliente fijo ni está mucho tiempo los días que viene por aquí. Algunas veces hemos charlado, pero poco rato. Creo que la atmósfera de este bar no es lo que más le agrada.
—¿Cuándo lo viste por última vez? —inquirió.
—A decir verdad, hace tiempo que no veo a Ojitos. Ya le he explicado que no es de los habituales, inspector Caldas. Sólo viene hasta que encuentra a alguien, luego se marcha. Ya sabe.
—No, no sé.
—Si liga con alguien se va pronto, no es de los que se quedan a matar el tiempo.
Escuchando la música estridente que sonaba detrás de la puerta del almacén, a Caldas no le extrañó que Reigosa intentara permanecer allí dentro el menor tiempo posible. No era la primera vez que el inspector acudía a un bar de clientela gay, y las otras veces, como aquélla, había tenido la sensación de que buena parte de los que allí se congregaban carecían de cualquier otra afinidad que no fuese su orientación sexual.
—¿Tenía novio?
—¿Ojitos? No… que yo sepa. ¿Por qué pregunta en pasado?
—Porque está muerto —dijo fríamente Caldas.
—¿Cómo? —Orestes parecía no haber comprendido la respuesta del inspector.
—Que Ojitos, como tú le llamas, apareció ayer atado a su cama. Estaba muerto, lo habían asesinado. —Caldas fue intencionadamente brusco.
A Orestes la noticia le produjo un fuerte impacto, y Leo Caldas percibió la vibración de su labio inferior.
—¡Dios mío! ¿Está seguro? —exclamó.
—Completamente. Por eso estoy aquí. Creemos que es probable que lo liquidase un amante. Tal vez tú conozcas a alguno.
Orestes se frotó el cráneo pelado con las manos, como pensando la respuesta.
—Te estoy preguntando si conoces a algún amante de Reigosa —insistió el policía.
El chico le lanzó una mirada con ojos vidriosos.
—En este mundo no se tiene un amante, inspector Caldas. Se tiene pareja o se liga. Un tipo como Luis Reigosa no tenía ningún problema para acostarse con quien quisiera, calcule usted la cifra —dijo Orestes señalando la puerta que daba a la pista de baile del Idílico—. Así, en frío, no sé… Le he visto hablar con bastante gente, pero no estoy seguro de que fueran más que amigos. Tendría que pensar un poco. ¿No podríamos hablar en otro momento? Ahora tengo que volver a la cabina.
—¿Mañana?
Orestes dijo que sí tímidamente y el inspector preguntó:
—¿Antes de comer?
—Salgo de aquí a las siete de la mañana, inspector.
—¿A qué hora puedes? —Caldas intentaba acorralar al chico.
—No sé…, mejor por la tarde. ¿A las cinco?
—De acuerdo. ¿Te veo aquí?
—No, aquí no —se apresuró a corregir—. ¿Sabe dónde está el hotel México?
—¿Más arriba de la estación?
El pinchadiscos asintió.
—En la planta baja hay una cafetería. ¿Nos vemos allí a las cinco? Siento no poder ayudarlo ahora, inspector —se disculpó Orestes saliendo precipitadamente del almacén.
Leo tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó con la suela de su zapato y le siguió.
—Una cosa más —Caldas le sujetó por los hombros para asegurarse de que le mirara a la cara mientras hablaba—. ¿Conoces algún amigo de Reigosa con el cabello completamente cano?
Orestes no contestó.
—Un pelo muy blanco. Muy, muy blanco —insistió el inspector.
—¿Muy blanco? No, no sé quién puede ser —el labio no había dejado de temblar—. Lo siento, inspector, la canción está terminando… He de volver arriba.
Orestes subió las escaleras apresuradamente, y Caldas le vio introducirse en su urna de cristal con la sensación de que aquel chico ocultaba algo. Era posible que no le hubiese mentido, pues no había sonado falso, pero tenía el convencimiento de que de su boca no había salido toda la verdad. Le había impresionado demasiado la noticia de la muerte del músico, y Caldas sólo encontraba dos razones para explicar aquella reacción: o Reigosa no era solamente un conocido o el muchacho de la cabeza pelada tenía miedo. Tal vez fuese una combinación de ambas cosas. Sopesaba la posibilidad de que, en aquellas circunstancias, le pudiese beneficiar haberse citado al día siguiente. Era mucha la información que se podía recordar en una noche de insomnio. Eso, si no le daba por huir.
Caldas se dirigió en busca de su ayudante y su cerveza. Vio, al fondo, un tumulto en medio del cual destacaba Rafael Estévez alzándose un palmo sobre los demás. Blandía la pistola en una mano y el zapato en la otra, y bramaba encolerizado, totalmente fuera de sí. La distancia, el volumen de la música y el alboroto hicieron que Leo Caldas necesitase acercarse unos pasos para distinguir las palabras de su ayudante.
—¡Quien se acerque a menos de dos metros es hombre muerto!
Los policías se perdieron en el bullicio nocturno de la calle del Arenal.
—¿No eras tan tolerante con los gays?
—Es que me da igual lo que sean —contestó Rafael Estévez, que, rumiando entre dientes, avanzaba cojeando con la vista clavada en el frente—. A quién se le ocurre venir a sobarme el pie.
—¿Viste cómo le dejaste la nariz por una caricia? —le reprendió Caldas.
—Pues que las próximas rayas se las meta por las orejas —replicó Estévez sin el menor asomo de arrepentimiento.
—Rafa, esto no puede seguir así, ¿no hay modo de que controles tus reacciones?
—Si no llego a dominarlas le habría pegado dos tiros.
—Fue lo único que no le pegaste —dijo Caldas, rememorando el estado en que había quedado la cara del hombre.
—No me tire del genio, jefe, que si llego a tener bien el pie… —Estévez se detuvo en mitad de la acera—. ¿Va a contarme de una vez a qué coño hemos ido a ese antro? No habrá sido sólo para que un imbécil intentara darme un masaje en la picadura.
—Luis Reigosa era homosexual —contestó el inspector—. En ocasiones acudía a ese bar.
—¿Ve? ¡Ya lo dije yo! A ése no le iba sólo el pitorro del saxofón.
—Pues eso. Vamos a dormir, mañana te cuento el resto.
Leo Caldas llegó a su casa después de las dos y cuarto. Se tumbó en la cama y, mirando al techo, trató sin éxito de apagar la lucecita que, desde el día anterior, brillaba en su mente recordándole que había pasado algo por alto en la inspección de la casa de Reigosa.
Cuando se quedó dormido olvidó aquella luz. Soñó con manos pálidas y teclas de piano.
1. Relación de sucesos imaginarios o maravillosos. 2. Composición literaria en que se narran estos sucesos. 3. Inscripción de monedas, escudos, lápidas, etc. 4. Ídolo, persona cuyas hazañas se consideran irrepetibles e inalcanzables. 5. Texto que acompaña un dibujo, lámina, mapa, foto, etc., y que explica su contenido.
—¿Quieren que les facilite una lista con las personas que tienen acceso al formol? —preguntó Ana Solla, jefa de anatomía patológica del Hospital General.
—Si puede ser…
—Inspector, no estamos hablando de un mórfico. El formaldehído no es un producto que por sí mismo exija un control específico. No está sometido a medidas de seguridad particulares. Ni siquiera lo mantenemos guardado bajo llave.
—¿No es muy tóxico? —insistió Leo.
—¿Tiene usted guardada la lejía bajo llave en su casa, inspector? Esto es un hospital, y se supone que la manipulación de los productos se hace por parte de personal cualificado. Tenemos que ser prácticos. Si para utilizar un producto corno el formol tuviéramos que rellenar un formulario nos pasaríamos el día escribiendo en lugar de ejerciendo de médicos, que es lo que somos.
—Entonces puede venir cualquiera y llevárselo sin dejarles sus datos.
—Sí, aquí no preguntamos.
—Pues deben de ser los únicos —murmuró Rafael Estévez, que permanecía detrás del inspector.
—¿Puede hablarme de los hombres que componen su equipo médico, doctora? —le pidió Leo Caldas, tratando de buscar un flanco endeble en la defensa de la doctora.
—¿Hablarle?
Sabía que dentro del centro médico estaba prohibido fumar, pero Caldas buscó instintivamente el paquete de tabaco que guardaba en el bolsillo. Alba solía reprocharle su costumbre de encender un cigarrillo al entablar una conversación, que se protegiese de su timidez tras un escudo de humo.
—Sí, me interesan sobre todo los médicos, enfermeros…, cualquiera que tenga un buen conocimiento del formol y libre el acceso.
—¿Cómo que un buen conocimiento del formol? —la doctora le miró con desdén—. ¿Usted sabe qué es el formaldehído, inspector?
—Vagamente —admitió Caldas, sin soltar los cigarros dentro del bolsillo.
—Estamos hablando de un agente conservante cuya utilización no precisa de excesivos conocimientos médicos —la doctora tomó un vaso de una mesa para acompañar su explicación con mímica—. La solución, que no hay ni que preparar puesto que se nos envía el formol ya diluido desde el laboratorio, se vierte en un frasco como éste —dijo, levantando el vaso—. A continuación, se introduce en el liquido el tejido a conservar…, y el tejido en cuestión se mantiene inalterable sin que haya que manipularlo más. ¿Piensa que precisaría mucho conocimiento del producto para repetir esta operación?
Caldas no contestó. Le crispaba la manera de hablar de la doctora. De niño había sufrido a un profesor que, en lugar de explicar a sus alumnos las cosas que desconocían, hacía burla pública de su ignorancia. El maestro hacía repetir en voz alta a los chicos las respuestas incorrectas y reía mostrando una hilera de dientes amarillos. Las inflexiones de la voz de la doctora le recordaban demasiado a las de su viejo profesor.
—¿Está usted seguro de lo que busca, inspector? —preguntó nuevamente la médico—. No me da esa impresión.
—No, no estoy seguro de nada, doctora. Pero tengo un crimen en el que se ha usado formol al treinta y siete por ciento, exactamente el mismo que guarda usted aquí, para intoxicar a la víctima.
—¿Envenenamiento por formaldehído?
—Más o menos —contestó Caldas con la sensación de que la doctora, como su maestro, iba a pedirle que lo repitiera en voz alta.
—¿Puede decirme qué espera que yo le diga?
—Tenemos la convicción de que ese criminal posee un cierto conocimiento de la toxicidad del formol, pues de otro modo sería difícil que hubiera utilizado ese producto en el homicidio.
—¿Me está usted señalando, inspector Caldas?
El inspector negó con la cabeza.
—Creemos que el asesino es un hombre. Estamos buscando aquellos que se ajusten al perfil.
—¿Y pretende que le cuente cómo son los hombres que trabajan conmigo por si alguno de ellos se ajustase al perfil de su asesino?
A Caldas le exasperaba el tono burlón con que se expresaba, y tuvo que contenerse para no gritarle.
—Exactamente, doctora —dijo, esforzándose por aparentar serenidad—. Eso es precisamente a lo que aspiramos.
La doctora estuvo pensando unos segundos.
—Sólo quiere los nombres de los varones, ¿no es así?
—Por ahora —le confirmó Caldas.
—En este servicio sólo trabaja un doctor: el doctor Alonso.
—¿Y auxiliares? —preguntó Caldas.
—¿Auxiliares hombres? —la jefa de servicio rió su desprecio entre dientes—. Ninguno. Y las enfermeras también son todas mujeres. Aquí no hay enfermos que acarrear. Nos hace más falta la maña que la fuerza.
Leo no había ido allí a escuchar ironías, para eso se habría pasado por la emisora.
—¿El doctor Alonso está casado?
—Creo que sí.
—¿Tiene hijos?
—Inspector, está usted entrando en cuestiones personales, estas preguntas se refieren a la estricta intimidad del doctor Alonso —se quejó la anatomopatóloga.
Caldas se mordió la lengua para no contestarle que la pregunta que hubiera deseado formular, mucho más personal, era si conocía la orientación sexual de su compañero.
—Quiero descartarlo sin tener necesidad de citarlo en un interrogatorio, doctora —dijo, en cambio—. Ya imaginará que no sería agradable ni para el doctor Alonso, ni para este servicio, ni para el hospital verse relacionados con un caso de asesinato. No sabe lo hostigadora que puede llegar a resultar la prensa ante determinados escándalos.
—El doctor Alonso tiene tres o cuatro hijos —contestó secamente la doctora—, no lo sé con seguridad. Si quiere podemos preguntar a su secretaria —dijo, señalando al teléfono.
—Preferiría hablar con él personalmente —replicó Leo Caldas.
—Me temo que es imposible. El doctor está en un congreso en las islas Canarias.
—¿Desde cuándo está fuera?
—¿Tiene eso importancia?
La doctora rebuscó de mala gana en varios cajones de su escritorio hasta encontrar un programa.
—El congreso comenzó el día 7 —leyó, colocándolo sobre la mesa—. El doctor se marchó la víspera, si no recuerdo mal.
Aquel congreso descartaba al doctor Alonso. Le situaba a una distancia de varias horas de avión en el momento del crimen.
—Puede pasarse por aquí a partir del miércoles o el jueves próximo, inspector. El doctor ya estará entonces de vuelta.
—No, no va ser necesario.
Leo Caldas y Rafael Estévez se pusieron en pie para despedirse.
—Una última cosa, doctora —dijo Caldas—. ¿Hay otras especialidades que trabajen con formol?
La médico volvió a mirarle como acostumbraba hacer su profesor de dentadura amarilla.
—Por supuesto, inspector. Se emplea formaldehído en los quirófanos. Necesitan conservar tejidos en muchas intervenciones, como en las biopsias, por darle un ejemplo sencillo que usted entienda. Sin embargo, ya le he explicado que no estamos hablando de cianuro. Cualquiera que necesite formol, sea médico, enfermera o auxiliar, puede venir y tomar la cantidad que precise sin que nadie le pida por ello explicaciones.