—¿Dónde? —preguntó Caldas, que odiaba la costumbre de su superior de dejar las buenas nuevas para el final.
—En un monte, al otro lado de la ría.
—¿Ya ha mandado para allá a la UIDC?
—Sí, he enviado a Ferro, aunque no sé si le va merecer la pena el viaje. Prendieron fuego al coche antes de abandonarlo y está completamente calcinado. O mucho me equivoco o puedes ir apartándote de esa línea de investigación.
—Una menos —musitó el inspector antes de cortar la comunicación.
Un muro alto de piedra rodeaba la casa. Por encima de la tapia asomaban las ramas frondosas de un tejo centenario. Estévez detuvo el automóvil ante la entrada. Leo se bajó del coche, pulsó el timbre y se anunció a la sirvienta que le respondió. Tuvo que insistir asegurando que tan sólo molestarían al doctor unos minutos.
El mecanismo electrónico hizo que la enorme puerta de madera se deslizara hacia un lado abriendo ante ellos una vía asfaltada. Pronto, el coche de los policías se vio rodeado por los árboles que habían poblado las fragas del litoral gallego antes de la invasión de los eucaliptos. Avanzaron entre tejos y pinos, robles gruesos, abedules altivos, dos enormes castaños de tronco retorcido y algún que otro sauce llorando sus ramas.
El camino adoptaba más adelante la silueta de una llave. Llegaba en círculo hasta la puerta principal de la casa, de modo que los vehículos se aproximaban al pie de la regia escalinata en el sentido contrario a las agujas del reloj, y continuaban en la misma dirección para alejarse de ella y volver a salir de la finca. Camelios y rododendros permitían que el pequeño terreno circundado por el camino de asfalto rebosara de flores durante todo el año. Caldas recordaba haber visto una entrada así, aunque de mayor tamaño, en un castillo que había visitado con Alba en un viaje al valle del Loira.
La doncella ataviada con mandil y cofia que les esperaba en la entrada les invitó a seguirla dando un rodeo a la casa. Caminaron junto a las ventanas abiertas que ventilaban un comedor inmenso y una biblioteca con las paredes revestidas de madera atiborradas de libros. También pudieron contemplar la escalera de piedra que, imponente, ascendía al piso superior.
La empleada del doctor les condujo hasta un soportal en la fachada posterior.
—Pueden sentarse aquí —dijo escuetamente, señalando las sillas de mimbre que rodeaban la mesa rústica del porche. Sobre las tejas antiguas de arcilla que lo cubrían, sobresalía el púrpura voluptuoso de una buganvilla.
En contraste con el bosque de la parte anterior de la casa, ante ellos se desplegaba ahora una espesa alfombra de césped, una península verde que se adentraba en la ría. Por todos lados el jardín moría en rocas contra las que la mar batía levantando espuma. En el embarcadero de piedra, amparado del oleaje por una escollera, había un barco de vela amarrado. Un sendero atravesaba como una cicatriz la hierba en pendiente, pasaba junto al viejo estanque de piedra reconvertido en piscina y descendía entre azaleas hasta el muelle. Caldas calculó que la finca debía de tener casi un kilómetro de ribera.
El viejo adagio decía: «Capilla, palomar y ciprés: pazo es». Caldas no sabía si allí habría palomar ni oratorio, pero a la casa de Zuriaga le sobraba hidalguía.
—¡Menuda choza, jefe! —exclamó Estévez cuando la doncella los dejó solos—. ¿Este tipo qué es, un maharajá?
—En cierto modo —contestó el inspector.
Si bien no había alcanzado el rango de maharajá, el doctor Zuriaga era un personaje de gran relevancia, y la fundación que presidía iba más allá de una institución sanitaria corriente.
Continuando la línea esbozada por su padre, don Gonzalo Zuriaga, quien había destinado una sala de la planta baja de la maternidad a exponer su colección de pintura gallega, Dimas Zuriaga había profundizado en el mecenazgo artístico de la fundación hasta hacer de ella el principal impulsor cultural de la ciudad. Por la modernísima sala de exposiciones, inaugurada en el centro de Vigo para albergar la colección permanente, desfilaban las figuras más vanguardistas del arte europeo. Con frecuencia se encontraban referencias a sus muestras en los semanarios dominicales y suplementos culturales de los más prestigiosos diarios, proporcionando a la Fundación Zuriaga una distinguida notoriedad. Junto a la fama de la actividad artística crecía la reputación del centro sanitario, que en los últimos años había multiplicado los ingresos de la fundación.
El doctor Dimas Zuriaga planeaba sobre estas actividades como una sombra. Hacía tiempo que había abandonado su trabajo como cirujano para consagrarse enteramente a la institución que presidía.
El hombre que había transformado la pequeña maternidad familiar en uno de los motores económicos y culturales de Galicia no concedía entrevistas y rehusaba aparecer en actos públicos. Aducía, para sustentar su falta de protagonismo, que la Fundación Zuriaga no era el fruto de una misión personal sino la responsabilidad de todo un equipo de trabajo.
Años atrás, el anhelo desmesurado del doctor por pasar desapercibido había producido en la prensa el efecto contrario, proliferando las alusiones y conjeturas concernientes a su escurridiza personalidad. Con el tiempo, los medios habían terminado por acostumbrarse a la conducta del personaje y sólo de forma esporádica aludían a sus modos discretos.
—Jefe, aún no me ha contado a qué hemos venido aquí —comentó Rafael Estévez mirando a su superior.
—No, todavía no.
Sentado en una de las sillas del soportal, Leo Caldas guardaba silencio. No tenía una contestación que dar a su ayudante, no una suficientemente sólida. Le podía contar que había decidido visitar al doctor Zuriaga porque tenía el cabello cano, o tratar de explicarle que había sentido una extraña sensación al ver el retrato del viejo Gonzalo Zuriaga. También podía decirle que hacía dos días que el doctor se ausentaba de la fundación y que aquellas eran exactamente las jornadas transcurridas desde el homicidio de Luis Reigosa, y comentarle que desde hacía mucho tiempo no creía en las casualidades. Pero el inspector callaba.
Era consciente de la exigua base de cualquiera de aquellos argumentos, y no deseaba oír a Estévez recordándoselo con su franqueza habitual. Si lo pensaba bien, ni siquiera tenía motivos para ir tras un hombre de pelo cano. La única razón real para ello era que en el cementerio le había llamado la atención el resplandor del sol en una cabeza, y que los músicos no habían sabido decirle de quién se trataba. Nada más. No era un motivo con demasiado fundamento.
Por otra parte, no había logrado ver el rostro de aquel hombre en el camposanto, por lo que era muy improbable, por no decir imposible, que pudiera reconocerlo si volvía a encontrarse frente a él. Era verdad que aquel cabello era de una blancura extrema, pero hombres con canas los había a cientos en la ciudad, y no era una casualidad tan extraordinaria el toparse con un pelo excesivamente blanco en alguno de los hospitales que habían visitado. Con seguridad, otros habrían pasado ante él sin ser merecedores de su atención. No necesitaba acudir a visitarlo para confirmar que el paso de los años había teñido de nieve la cabeza del doctor Zuriaga. Su sobrina se lo había asegurado media hora antes sin necesidad de preguntárselo.
Además, lo único que podía sacar en claro en el caso de que Dimas Zuriaga fuera el hombre del cementerio era que el ilustre doctor conocía al difunto. Pero mucha gente lo conocía, y eso no los convertía a todos ellos en sospechosos del crimen.
El inspector era consciente de no haber profundizado suficientemente en la investigación y de que aquella visita era prematura. Todavía no se había entrevistado con la madre del muerto ni se había presentado en el conservatorio donde Reigosa impartía clases como profesor suplente. Aquel hombre de cabello singular podía ser un familiar, un amigo de la infancia de Reigosa o un compañero del claustro. Incluso podía tratarse del profesor titular al que el músico sustituía en las clases de saxofón.
También sabía que no tenía demasiado que obtener de la conversación con el médico, y que un tropiezo con un hombre tan relevante como el doctor Zuriaga podría acarrearle consecuencias irreversibles, sobre todo porque el caso incluía un componente sexual que resultaría escandaloso en el círculo del doctor y no tardaría en ser divulgado por la prensa más ávida de carroña. Aun así, decidió seguir adelante y atender a su primer impulso, aquel que rara vez le fallaba, si bien se propuso hacerlo con la máxima cautela, la que el personaje exigía.
No había llegado el tiempo de dar un paso en falso, todavía no.
1. Acción de excusar. 2. Motivo o pretexto que se invoca para eludir una obligación o disculpar una omisión. 3. Motivo jurídico que hace ineficaz la acción del demandante.
Leo Caldas y Rafael Estévez aguardaban la aparición de Dimas Zuriaga sentados a la sombra del porche de la imponente residencia del médico. Estévez, jadeando, aseguraba que cuando esa mañana había mirado por la ventana para elegir indumentaria sólo había visto bruma gris. Al mediodía, el sol resplandeciente de mayo golpeaba su camisa de pana acalorándole el corpachón.
El inspector contemplaba la fotografía de Luis Reigosa cuando una mujer elegante salió de la casa a través de una puerta corrediza.
—Buenos días —les saludó.
Como si hubiese aparecido un coronel ante un grupo de reclutas, los policías se levantaron a un tiempo, y Caldas devolvió el retrato al bolsillo del que procedía.
—Buenos días —contestaron.
—No se muevan de donde están, por favor —les pidió la mujer acompañando sus palabras con un gesto suave de la mano—. Me han dicho que han venido ustedes a ver a mi esposo. ¿Quieren beber algo mientras le esperan? Conociéndole, no sería extraño que tardase en bajar.
—Pues… —la mirada suplicante de Estévez buscó a su superior.
No lo encontró.
—Estamos bien —acertó a balbucear Caldas, desconcertado por la revelación de que Dimas Zuriaga estaba casado con aquella mujer.
—Soy Mercedes Zuriaga —se presentó ella, tendiéndoles la mano.
Leo apretó levemente los largos dedos de la dama.
—Inspector Caldas. Éste es el agente Estévez.
Antes de estrechársela, Rafael Estévez se secó disimuladamente el sudor frotando la palma de su mano contra la pernera del pantalón.
Mercedes Zuriaga era alta y ligera. Vestía un traje de color beige que una cinta ceñía a la cintura. Sobre el escote se marcaban los huesos que sujetaban un cuello interminable. El cabello oscuro, muy estirado sobre su cabeza, se recogía en una cola de caballo. El inspector calculó que estaría más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, pero la mujer del doctor conservaba un gran atractivo en su madurez. Probablemente mayor del que había tenido en su juventud.
—Siéntense, por favor —insistió, y los policías obedecieron pese a que Mercedes Zuriaga permanecía en pie.
—Dijo usted que era inspector. ¿Son policías?
La mueca expresiva de Leo, quien sabía que las visitas policiales a una casa tenían la misma fama funesta que las del albatros a un barco en la mar, se lo confirmó.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó la señora Zuriaga un tanto inquieta.
—No, nada que deba preocuparle —la tranquilizó Leo Caldas—. No es otra cosa que realizar una consulta a su marido. Estuvimos en la fundación, y al no encontrarlo allí nos hemos tomado la libertad de venir.
La mujer asintió oscilando su pescuezo de garza y el inspector continuó:
—Su sobrina ya nos avisó de que el doctor…
—¿Mi sobrina? —se sorprendió Mercedes Zuriaga.
—¿No es sobrina suya la joven que trabaja en la gerencia de la fundación?
—Ah, Diana, claro.
—Exactamente, Diana —confirmó el inspector—. Estuvimos con ella esta mañana. Nos ha advertido que el doctor Zuriaga está algo delicado. Espero que no se trate de nada importante, no quisiéramos molestar.
—No se preocupe, inspector. Mi marido dice que está enfermo estos días, pero tengo la sensación de que no es nada grave —Mercedes Zuriaga esbozó una leve sonrisa cómplice—. Muchas veces no son más que pequeñas excusas para quedarse trabajando en casa sin teléfonos que suenen ni visitas que le importunen.
Caldas recibió el mensaje con deportividad.
—No me extraña que prefiera quedarse aquí. Tienen ustedes una casa preciosa.
—Sí, es cierto —dijo Mercedes Zuriaga mirando el jardín que descendía hasta zambullirse en la mar—. Muy hermosa.
Cuando Leo Caldas vio por fin al doctor sintió una pequeña decepción. Esperaba que una voz surgiese desde su interior para confirmarle que aquélla era la persona en quien había reparado durante el entierro de Reigosa, pero la ansiada revelación no se produjo. Aunque sabía que aquello no vinculaba ni desligaba al doctor del caso, para un hombre acostumbrado a seguir sus propios impulsos constituía un leve paso atrás.
Dimas Zuriaga vestía una amplia camisa blanca que llevaba suelta, por fuera del pantalón azul. Un cordón de color castaño oscuro sujetaba las gafas de pasta negra que pendían sobre su pecho. Su nariz era amplia, y su cabello blanco. Muy blanco.
Se acercó al porche y, tras saludar cortésmente a los policías, preguntó con voz profunda.
—¿No les han ofrecido nada de beber?
—Sí. Su mujer insistió amablemente, pero no es necesario —Leo Caldas buscó a la esposa del médico, pero Mercedes Zuriaga se había retirado con el mismo sigilo con que había aparecido, dejando a los tres hombres solos—. No vamos a entretenerle mucho.
Dimas Zuriaga tomó asiento y los policías hicieron lo propio.
—Me han llamado para avisarme de su presencia en la fundación. Espero que les hayan tratado bien —dijo, y Caldas asintió—. Les habría recibido yo mismo, pero les imagino al corriente de que estos últimos tiempos no son los mejores para mi salud. Espero sepan disculparme.
—Desde luego, doctor. Nos han contado que no sale de casa desde hace días. ¿Está mejor?
—Bueno…, vamos yendo —contestó el mecenas.
Sin acertar a comprender la razón que había traído a la pareja hasta su domicilio particular, añadió:
—Tengo entendido que en la fundación les han facilitado toda la información que buscaban. ¿No ha sido así, inspector Caldas?
—En efecto, su sobrina fue muy amable —dijo parcamente el inspector.
Dimas Zuriaga esperó durante unos segundos una respuesta complementaria que aclarase la presencia de los policías en su casa, pero no escuchó más que silencio.