—¿Cómo que pudo ser aproximadamente? Ésta es su declaración —Estévez buscó el primer párrafo en la hoja, lo señaló airadamente y leyó—: ¿Es usted María de Castro Raposo, vecina de Canido, Vigo, viuda?
—Agente… —le reprendió Caldas.
—Inspector, sólo pretendo que la señora me diga si fue así, coño. Ni que le estuviera haciendo preguntas con truco.
—Fue, fue. Más o menos fue como pone ahí —dijo María.
—Pues dígalo de una maldita vez, es lo único que le estoy pidiendo.
La mujer se encogió de hombros.
—Entonces, también confirma que salió de la casa en busca del conserje y, al no encontrarlo, acudió a la garita situada a la entrada de la isla para avisar al guarda que vigila el acceso desde el puente —continuó Estévez, dejando caer los papeles sobre la mesa al concluir—. ¿Es así?
Un leve balanceo de cabeza fue toda la respuesta que obtuvo, pero el policía interpretó el ademán afirmativamente y preguntó:
—María, ¿vio algo en la casa que le pareciera fuera de lo normal?
—¿Fuera de lo normal?
—Sí, sí, fuera de lo normal —repitió Estévez, irritado—. Al margen de encontrarse al señor Reigosa muerto, quiero decir. ¿Vio en la casa algo atípico, extraño, raro, curioso, alguna cosa que le llamara la atención? ¿Vio algo así?
—Pues no sé —dudó María de Castro—. Que me llamara la atención, lo que se dice llamar… pues pienso que no.
Rafael Estévez se dio la vuelta buscando a su superior, que continuaba de pie, con la espalda apoyada en la pared más alejada de la mesa.
—Inspector, cuando esta señora me dice «pienso que no», ¿quiere decir «no»?
—Efectivamente —contestó ella.
Estévez se volvió hacia la mujer, que le sostuvo la mirada apenas unos segundos y luego desvió la vista con desdén hacia la ventana.
—Va a ser mejor que continúe usted, jefe —se rindió el agente, poniéndose en pie.
El inspector asintió y dio unos pasos por la sala sosteniendo la carpeta en una mano y el segundo cigarrillo del día en la otra. Como la mujer no reparaba en su presencia, se acercó a la ventana interponiéndose entre ella y la luz de la mañana.
—María, esto de aquí es el informe lofoscópico —dijo con voz pausada, mostrándole la carpeta.
—¿El qué?
—El informe de las impresiones digitales. La técnica que nos permite registrar las huellas que se localizan en un determinado lugar.
La mueca en la cara de María de Castro traslucía que aquella aclaración no había sido suficiente:
—Ya.
—¿Recuerda que ayer le tomaron las huellas dactilares?
—Algo recuerdo —dijo la mujer.
—Como las huellas son únicas para cada persona, ahora podemos determinar con certeza quiénes han estado en un lugar e identificar las cosas que ha tocado cada uno.
—¿Y? —María de Castro parecía convencida de que aquella charla poco tenía que ver con ella.
—Y las suyas aparecen en varios lugares de la casa —le informó Leo Caldas.
—¿Las mías? —se sorprendió la mujer.
—Sus huellas, María, las de los dedos de sus manos, aparecieron en casa del fallecido Luis Reigosa —aclaró el inspector moviendo sus propios dedos.
—Trabajo allí —dijo ella—, no sé si será por eso…
Caldas prefirió continuar como si no hubiese oído la respuesta.
—El caso es que los vasos estaban llenos de huellas suyas, María —dijo suavemente.
—¿Los vasos?
—¿No sabe a qué vasos me refiero? —preguntó el inspector Caldas.
—Saber, sé de muchos vasos —contestó vagamente María de Castro.
—Me refiero concretamente a los que estaban sobre la mesa del salón de la casa del señor Reigosa —le aclaró el policía—. ¿Recuerda ahora los vasos a los que estamos aludiendo?
La mujer se frotó la barbilla:
—Unos vasos… No sé.
Leo Caldas se acercó a ella.
—Los vasos de ginebra con sus huellas dactilares claramente marcadas en el cristal, María —dijo, elevando ligeramente el volumen de su voz—. Unas huellas que estropearon el resto de impresiones que allí pudiéramos encontrar.
María de Castro dio un respingo.
—¡Ah, los vasos! —recordó de repente—. Tomé un buche para calmar los nervios. Ya sabe, por el espanto tan tremendo de encontrar al señorito Luis en aquellas circunstancias. ¿No ha oído antes a su compañero decir que fui yo quien descubrió el cuerpo?
—María, es improbable que se encuentre de nuevo en un barullo como éste, pero si por alguna extraña casualidad tiene que pasar por ello en otra ocasión, haga el favor de no tocar nada. Si necesita darle al frasco baje a un bar, pero alrededor de un muerto deje todo como esté.
—Yo solamente…
Caldas no permitió que se excusara.
—Ocultó usted las únicas muestras útiles que teníamos de la persona que compartió las últimas horas de la vida de Reigosa. ¿Se da cuenta de la importancia que eso puede llegar a tener? —preguntó volviendo la vista al informe, haciendo que María de Castro Raposo se retrajera buscando la seguridad del respaldo de la silla.
En la inspección del domicilio de Luis Reigosa se habían encontrado bastantes huellas dactilares, pero el informe lofoscópico confirmaba que la mayor parte de ellas pertenecían al muerto o a María de Castro Raposo.
La única muestra diferente que se había recogido en la casa era una impresión dactilar estampada en la base de uno de los vasos de cristal de la mesa del salón. Lamentablemente, las manos de la mujer que estaban interrogando la habían dañado en gran parte y, aunque habían podido salvar un fragmento de la huella, no era una porción suficiente para poder cotejarla con las de los archivos informáticos de la central de policía. Los ordenadores no trabajaban con partes. Les ocurría lo mismo que a Rafael Estévez: querían todo o nada, para ellos no existían las medias tintas.
En el caso de tener un sospechoso tendrían que comparar manualmente sus huellas dactilares con la pequeña porción útil que habían rescatado del vaso, siempre que consiguieran la orden judicial para recogerlas.
Lo que más sorprendía al inspector de aquel informe era que en el dormitorio no se hubiese encontrado ninguna huella, pues confirmaba que el asesino se había tomado la molestia de borrar cualquier rastro antes de abandonar la vivienda. Le impresionaba que alguien se hubiera detenido a limpiar la alcoba mientras Luis Reigosa, todavía vivo, permanecía tumbado en la cama, amordazado y con las manos atadas al cabecero. Había que tener muchas agallas para no sentirse intimidado por los atormentados ojos azules del moribundo.
—¿Van a acusarme por dar un trago de nada, inspector? —preguntó María de Castro, al saber que había dañado una prueba.
Caldas negó con la cabeza y dejó el informe sobre la mesa.
—Entonces, ¿puedo irme ya? —preguntó aliviada.
La mujer echó mano del bolso que descansaba en el suelo, junto a su silla, y lo colocó sobre la mesa, esperando la indicación del inspector para abandonar la sala. Habiendo confirmado que no iba a ser sancionada, intentó salvaguardar su mancillada integridad moral:
—Además, solamente bebí el resto que quedaba en el fondo de una de las copas.
—Dígale que había huellas suyas en los dos vasos —pidió Estévez a su jefe.
—Quizá bebí de los dos. No me acuerdo de todo, tengo casi sesenta y cuatro años —se excusó.
—Está bien —dijo Caldas, dando por zanjada la cuestión e indicando a la mujer que se marchara.
En cambio, Rafael Estévez, cuya cadena genética no llevaba incorporada la paciencia gallega de su superior, fue incapaz de callarse:
—También han encontrado sus huellas en la botella de ginebra y en las del resto de licores que había en la cocina.
—Soy la mujer de la limpieza. Mi trabajo consiste en recoger cada cosa y limpiarla —contestó María de Castro ofendida—. ¿Ha probado usted a limpiar algo sin tocarlo, agente?
El enorme policía se acercó agresivamente a la mesa en la que todavía se sentaba la mujer.
—Señora, a mí usted no me va a tocar las narices —le advirtió, con el dedo índice extendido.
Caldas apartó a su subordinado y pidió a la aterrada mujer que se marchara. Tuvo que ayudarla a incorporarse, pues un escalofrío la había achicado hasta hacerla prácticamente desaparecer bajo la mesa.
Tan pronto se levantó, María de Castro obedeció al inspector. Salió de la habitación apresuradamente, sin perder al agente Estévez de vista en ningún momento.
—¿Tú estás bien de la cabeza? —dijo Caldas, una vez que la señora hubo cerrado la puerta tras de sí—. ¿Qué pretendes, que nos expedienten a los dos?
—Es que, si no llego a parar los pies a la vieja, lo mismo intenta convencernos de que es abstemia —intentó justificarse Estévez.
—Da igual, Rafa. Por mucho que la hostigues, las huellas ya no se van a arreglar. ¿Quieres comenzar a ser práctico? No se trataba más que de confirmar la declaración de esa mujer.
—¿Y usted qué cree, la ha confirmado o no?
—A su manera —dijo el inspector.
—A su manera, ¿qué?
—A su manera, Rafa —contestó Leo Caldas secamente—. Hay que saber escuchar.
El inspector apagó su cigarrillo, recogió el informe y salió en dirección a su despacho, dejando a Rafael Estévez en la sala. Por el camino recibió una llamada a su teléfono móvil. Guzmán Barrio, el forense de la UIDC, tenía las primeras conclusiones.
1. Sustancia que produce en el organismo graves trastornos o la muerte. 2. Lo que es nocivo para la salud. 3. Aquello que produce daño moral.
—¿Formaldehído? —preguntó Caldas.
—Sí, formaldehído. También se conoce como formol.
—¿Formol? ¿Pero eso no es un conservante?
—En efecto, uno de sus usos más importantes es el de agente conservador. Para eso se diluye en agua en un porcentaje alrededor del treinta y siete por ciento. En soluciones menores se usa como desinfectante líquido.
—¿Entonces? —preguntó Caldas, sin entender qué tenía que ver la explicación del doctor con el asesinato del músico.
—El formol —continuó el doctor— es un producto peligroso, un gas muy tóxico. Ejerce una considerable acción irritante y alergénica —Guzmán Barrio hizo una pausa—. Incluso tiene un componente que puede resultar cancerígeno.
—Doctor, ¿está usted insinuando que le pusieron los huevos a remojo en formol hasta que contrajo un cáncer genital? —interrogó Estévez, incrédulo.
—No —contestó Barrio—. Nadie ha hablado de meterle nada en formol.
Caldas también dejaba entrever ciertas dudas.
—Perdona, Guzmán, pero no sé a dónde pretendes llegar. Si no le vertieron formol en la piel, ¿qué fue lo que le hicieron?
—Se lo inyectaron —dijo el médico.
—¿Cómo? —Leo no estaba seguro de lo que acababa de oír.
—Alguien inyectó formol en los genitales de Reigosa. Formol al treinta y siete por ciento.
—¡Dios! —exclamó Estévez—. ¿Es eso posible, doctor?
—Exactamente aquí —Guzmán Barrio se acercó a la camilla sobre la que reposaba el cadáver de Reigosa, descorrió la sábana que ocultaba su cuerpo desnudo y estiró la piel del pene del muerto—. Este puntito es la marca que dejó la aguja. ¿Veis el orificio?
—Coño, ni lo veo ni lo quiero ver —bramó Estévez, que dobló su corpachón por la mitad y, encogido, caminó hacia la puerta—. ¿Les importa que salga a tomar el aire? Luego ya me cuenta el inspector las novedades.
Rafael Estévez abandonó la sala dejando a su jefe y al doctor ante el cuerpo desnudo de Reigosa. Leo Caldas se acercó para observar la minúscula perforación que había señalado Barrio. Le desagradó volver a contemplar el espantoso aspecto del miembro del saxofonista.
—No entiendo nada, Guzmán. ¿No habíamos quedado en que el formol es un conservante?
—El formol deja los tejidos secos, Leo. Si introduces un cuerpo en formol, éste no se deteriora, ¿me sigues? Por el contrario, si lo que introduces es el formol en el interior de un cuerpo, el formol absorbe todo el líquido que ese cuerpo contenga —el doctor aspiró con fuerza—. ¡Fffffffhh!
—¡
Carallo
! —susurró Caldas, al notar que un cierto estremecimiento recorría su interior.
—Al inyectárselo, todo se encogió —Guzmán Barrio continuaba sus explicaciones—. Una vez introducido, nada escapa al efecto secante del formol. Ni capilares, ni tejidos… Nada. No olvides que la mayor parte del cuerpo, casi el ochenta por ciento, está compuesta de agua, y que ahí abajo —dijo señalando los genitales del músico— no tenemos un solo hueso que pueda contener mínimamente la retracción.
Leo Caldas permaneció unos instantes en silencio, contemplando el sorprendente efecto que el formaldehído había producido en la región abdominal de Luis Reigosa.
—Guzmán, ¿quien le hizo esto sabía que iba a matarlo?
—¿Tú que crees? —contestó Barrio, asintiendo a la gallega.
—¿No se le pudo escapar la situación de las manos? —preguntó el inspector, que no imaginaba una mente capaz de idear semejante modo de matar.
—No —aseguró Barrio, meneando la cabeza—. Mi opinión es que tenía conocimiento, al menos, para intuir el desenlace que se produjo. Si alguien diseñó una ejecución como ésta, mediante una inyección tóxica, tendría que tener las nociones médicas suficientes para saber que no se puede sobrevivir con los vasos principales tan deteriorados. Esto es digno de Calígula.
Caldas escuchaba asombrado las explicaciones que Guzmán Barrio le daba. Utilizar aquella fórmula para liquidar a alguien hacía pensar en una amante vengativa, pero le parecía demasiado cruel incluso en el caso de un asesinato con implicaciones personales.
—El formol tiene un componente isquémico, por lo que al inyectarlo produjo unos dolores agudísimos —continuó el doctor Barrio, que parecía impresionado por sus propias conclusiones—. Para que te hagas una idea, son dolores similares a los que padece un diabético cuando pierde una pierna, un choque séptico tremendo por eliminación de toxinas. Imagínate eso en una zona de tantos vasos sanguíneos como los genitales masculinos, que tienen capacidad para triplicar su tamaño por el caudal de sangre que les llega. Yo pienso que fue una tortura cruel y planeada.
—Ya —Caldas prefería no imaginarse la escena y no prestaba demasiada atención a los detalles que el doctor le contaba.
—En el caso de que lo hubieran encontrado con vida, habría sido necesaria la amputación testicular y del pene. Este pobre hombre se vería obligado a orinar a través de una talla vesical que saldría desde la mitad del abdomen o, aún peor, por unos catéteres implantados directamente en los riñones.