El chico miraba sin llegar a entender el motivo de la creciente excitación del enorme policía.
—Pregunto si me has comprendido —le hostigó Estévez.
—Sí, señor —balbuceó el joven.
—Pues entonces vamos a terminar de una vez, que no tengo toda la mañana. ¿Dónde coño vives? Y dime el lugar en que vivís normalmente, no me vayas a dar la dirección del burdel donde tu padre pasa la tarde el día de cobro.
Tras un silencio, el muchacho se avino a decir:
—¿Quiere la dirección de aquí o la de la aldea, señor?
—Chaval… —se contuvo Rafael Estévez.
—Verá —se apresuró a aclararle el detenido—, es que de lunes a viernes estamos aquí, en la ciudad, pero los viernes por la tarde cargamos el coche y nos vamos a la aldea. Le puedo dar una dirección o la otra.
El joven acabó la explicación esperando nuevas instrucciones del policía. Estévez le observaba sin pestañear.
—¿Señor?
El agente apartó el ordenador y levantó medio metro del suelo al joven sujetándolo por las solapas de la chaqueta. Echó mano de su pistola reglamentaria y apuntó a la boca del espantado chico.
—¿Ves esta pistola, chaval? ¿La ves, pedazo de mamarracho?
El joven, con los pies colgando en el aire y el cañón a dos centímetros de su cara, asintió angustiado.
—Pues si no me dices dónde vives de una puta vez te arranco todos los dientes a culatazos y te los meto uno a uno por el culo. ¿Está claro?
La entrada del comisario, que desde detrás del cristal comprobaba la desenvoltura del recién llegado en los interrogatorios, impidió al agente cumplir su amenaza. Sin embargo, no evitó que aquel episodio desencadenase en la comisaría múltiples conjeturas relativas a la vigorosa personalidad de Rafael Estévez, ni que se acrecentaran las habladurías respecto a los motivos por los que había sido destinado a Vigo.
Con el fin de mantenerlo bajo vigilancia estrecha, el impetuoso agente había sido asignado al inspector Leo Caldas. Sin embargo, y a pesar de frecuentar al tranquilo inspector, Rafael Estévez se encontraba desde entonces en un constante estado de alerta. Algo en su interior rechazaba la incapacidad singular de los gallegos para llamar a las cosas por su nombre. Consideraba esta actitud una manía, y se negaba a reconocer que pudiera tratarse de una característica local.
Leo Caldas leyó de nuevo la dirección en el papel: «Dúplex 17/18, ala norte, Torre de Toralla».
—Vamos antes de que se haga de noche —dijo, poniéndose en pie—. Te va a gustar el paseo.
Artista que en la Edad Media recitaba piezas literarias, generalmente acompañándose de instrumentos musicales.
Rafael Estévez entró en el coche silbando una melodía que le acompañaba desde hacía varias semanas. Leo Caldas se recostó en el asiento contiguo, bajó unos centímetros la ventanilla y cerró los ojos.
—Tengo que ir hacia las playas, ¿verdad, inspector? —preguntó el agente, cuyo conocimiento de la compleja geografía local mejoraba pero que aún no se manejaba con soltura entre el denso tráfico de la ciudad.
Caldas abrió los ojos para indicarle:
—Sí, es la isla situada frente al puerto de Canido, el primero después de las playas. No tiene pérdida.
—Ah, esa isla con una torre muy alta. Ya sé dónde es.
—Pues dale —dijo el inspector, cerrando de nuevo los párpados.
A lo largo de la avenida que recorría el litoral, dejaron a la derecha el moderno puerto pesquero, cuyos terrenos se habían ganado al mar en rellenos sucesivos de la ría. Varios barcos regresaban a sus amarres sobrevolados por cientos de gaviotas en busca de alguna sardina para cenar.
A la izquierda, en la parte opuesta al mar, bordearon el antiguo puerto del Berbés, donde se había iniciado la actividad marinera de la ciudad a finales del siglo XIX. Sus arcadas graníticas, bajo las cuales se descargaba la pesca en otros tiempos, habían sido alejadas de la orilla por las continuas ampliaciones portuarias.
La bajamar rezumaba, y sus aromas intensos se colaban en el vehículo con el aire que entraba por la ventanilla. Rafael Estévez inspiró profundamente. Le agradaba aquel olor penetrante, casi nuevo para él. Contempló el paisaje, la orografía intrincada de las rías que le había seducido desde el principio. La mar que había conocido antes, en los lejanos veranos de su niñez a orillas del Mediterráneo, se ensanchaba hasta perderse en el horizonte. En Galicia, sin embargo, lenguas de tierra verde daban paso a rías de color cambiante protegidas de los embates del Atlántico por islas perfiladas de arena blanca.
Siguiendo la avenida, circularon ante los astilleros que insinuaban el armazón de buques futuros para tomar después la vía de circunvalación, llamada así aunque nada circunvalara, hasta arribar a la altura de las primeras playas.
Tras varias jornadas de lluvia, la tarde benévola había llenado de gente la playa de Samil, y por su paseo de piedra volvían a cruzarse perros, chándales y bicicletas. Sobre la mar, el cielo se teñía del color rojizo que presagiaba el anochecer.
En el campo de fútbol del polideportivo municipal situado junto a la playa se enfrentaban dos equipos infantiles. Por la ventanilla a medio bajar se colaban los gritos con que acompañaban su acecho a la pelota. El coche rodeó el enrejado del recinto y encaró encabritado la curva cerrada que la carretera hacía sobre la desembocadura del río Lagares. La velocidad excesiva lanzó a Leo Caldas sobre el asiento del conductor. Abrió los ojos, se recolocó en su sitio, y permaneció unos instantes observando a los niños. En la siguiente curva, cuando los de la camisola naranja se acercaban a la portería de los de azul, el inspector los perdió de vista. La fuerza centrífuga lo propulsó contra la puerta del vehículo.
—¡Carallo, Rafael!
—¿Qué pasa, inspector?
—¿No puedes conducir como todo el mundo?
Rafael Estévez levantó el pie del acelerador. A los pocos segundos comenzó a oírse el pitido agudo del teléfono móvil de Caldas.
—Es el suyo, jefe —dijo Estévez cuando consideró que había sonado excesivas veces.
El inspector leyó el nombre del comisario en la pantalla de su teléfono y descolgó.
—Leo, ¿te han dado el mensaje? —el comisario Soto se mostraba tan impaciente como de costumbre.
—Estamos en camino —le confirmó el inspector.
—¿Vas con Estévez?
—Sí —corroboró Caldas—. ¿No tenía que haber venido?
—No tenía que haber nacido —contestó el comisario Soto cortando la comunicación.
El coche avanzó por la sinuosa carretera en recorrido paralelo al perfil de la costa. Tras dejar atrás varias urbanizaciones, alcanzó la playa del Vao. Frente a ella apareció la isla.
Toralla era una isla pequeña. Unas pocas mansiones, playas y naturaleza en menos de veinte hectáreas frente a la zona residencial más exclusiva de la ría. Sin embargo, lo más peculiar de aquel pequeño paraíso era que, durante los años de esplendor del feísmo urbanístico, se había construido en ella una torre de veinte plantas rompiendo la originaria armonía que la isla había conservado hasta entonces. Caldas siempre había pensado que, de haberla edificado cinco siglos antes, la visión de aquella mole habría bastado para espantar a Francis Drake y devolverlo con sus filibusteros a Inglaterra.
Abandonaron la carretera y pusieron rumbo al puente de acceso. Estévez detuvo el vehículo a la entrada de éste.
—¿Hay que cruzar el puente, inspector? —preguntó.
—No, vamos mejor a nado —respondió el inspector sin abrir los ojos.
Rafael Estévez, rumiando entre dientes, hizo avanzar el coche por los doscientos metros de puente. Al oeste, el contraluz producía un fulgor dorado sobre la mar que dificultaba la visión. Al este, en cambio, se percibía con detalle la ribera iluminada por un sol casi tendido sobre el agua.
Dejaron a un lado las escaleras metálicas que descendían hasta una playa, la mayor de las dos de Toralla. Las rocas que la protegían, descubiertas por el reflujo de la marea, aparecían veladas por un manto verde de algas.
Una barrera, junto a una garita de vigilancia, cortaba el acceso de los vehículos al resto de la isla.
—¿Esto no es público, inspector? —preguntó Estévez.
—Hasta aquí sí —contestó Caldas.
Un guarda salió de la garita con una libreta en la mano y quiso saber adónde se dirigían. Tan pronto Estévez le mostró la placa, el guarda levantó la barrera franqueándoles el paso.
El coche atravesó el puesto de vigilancia y continuó a lo largo de una pequeña vía, dejando a un lado una hilera de chalets y al otro un bosque de pinos, cuyo fresco aroma se mezclaba, sin ahogarlo, con el de la mar que los rodeaba. Cuando la carretera se bifurcó en dos ramales, tomaron el de la derecha. Bordearon el bosque y apareció ante ellos la torre inmensa, que arrancó a Estévez un silbido de admiración.
—Menudo rascacielos, inspector. Desde lejos no parecía tan grande.
—Espero que tenga buenos cimientos —murmuró Leo Caldas, quien albergaba la convicción de que el suelo firme era el mejor lugar para apoyar unos zapatos.
La mayoría de los apartamentos de aquel prodigio de mal gusto se ocupaban sólo en verano y, bajo la enorme edificación, el estacionamiento estaba casi vacío. Caldas identificó el furgón de la unidad de inspección ocular entre los pocos coches aparcados. Pensó que la cosa debía de ser seria si todavía estaban allí. Al salir del vehículo, Estévez miró la torre. Tuvo que echar atrás el cuello para contemplarla entera. Lanzó otro silbido y se encaminó tras su jefe hacia el portal del edificio.
Las veinte plantas estaban dispuestas en tres alas: norte, sur y este. Leo Caldas calculó que habría alrededor de diez viviendas en cada una de ellas. Pensó que seiscientos apartamentos constituían un negocio inmobiliario demasiado próspero como para denegar la licencia de construcción a aquel atentado urbanístico.
Leyó en el papel: «Dúplex 17/18, ala norte».
Se guiaron por el letrero indicador de esa ala, entraron en uno de los ascensores y Caldas pulsó el botón marcado con el número 17. Al salir del ascensor, el inspector encaró briosamente un pequeño tramo de escaleras. Rafael Estévez le imitó haciendo retumbar el piso.
Identificaron la puerta por el precinto de la unidad de inspección ocular que restringía el paso. Leo Caldas, asiéndolo por un extremo, lo despegó y abrió la puerta. Estévez entró en la casa detrás de su jefe, y antes de cerrar fijó de nuevo al marco el precinto de la UIDC.
Accedieron directamente a un salón amplio con la totalidad de la pared frontal ocupada por un enorme ventanal sin cortinas. La luz irisada de la puesta de sol inundaba la estancia de originales matices rojizos. La perspectiva que se vislumbraba era magnífica: las islas Cíes dominaban el frente, a la izquierda se extendía la costa de una orilla de la ría, y a la derecha la de la otra, la península del Morrazo, que entraba en la mar como una pétrea gárgola.
Rafael Estévez se acercó inmediatamente al ventanal para contemplar mejor el panorama. Caldas no.
La zona de estar comprendía dos sofás y una mesa baja de vidrio. En lugar de una televisión, el espacio situado frente a los sofás estaba ocupado por un moderno equipo de música. Leo Caldas reconoció varios altavoces en las pequeñas cajas metálicas distribuidas por los rincones de la sala. Unos estantes de obra repletos de discos compactos llenaban la pared posterior.
Adornada en su centro por una cestilla de flores secas y rodeada por cuatro sillas de alto respaldo, la mesa de comedor se ubicaba en la parte más alejada de la ventana. En la pared opuesta a la estantería colgaban dos grabados. Uno representaba un jarrón decorado con escenas amorosas, y el otro el friso de alguna construcción clásica, junto a las litografías, suspendidos en la misma pared, se alineaban seis saxofones.
Clara Barcia, una de las agentes de la UIDC, recogía las impresiones digitales de unas copas abandonadas sobre la mesa del salón.
—Hola, Clara —saludó, acercándose a ella.
—Buenas tardes, inspector Caldas —contestó la chica irguiéndose—. Estoy terminando de registrar las huellas.
—No te levantes, por favor —Caldas acompañó la frase con un gesto de su mano, y miró a su alrededor—. ¿Qué tenemos?
—Asesinato, inspector —le informó ella—. Bastante feo.
Caldas asintió.
—¿Tú cómo vas?
—Estoy recogiendo bastantes muestras —dijo, señalando las bolsitas transparentes que había ido colocando en orden al pie de la pared—, pero nunca se sabe.
—¿Estás sola?
—No, hemos venido los cuatro —contestó, refiriéndose al equipo completo de la UIDC—, pero desde hace bastante rato solamente quedamos el doctor Barrio y yo. Él está en la planta inferior, en el dormitorio. Por aquí.
Clara Barcia dejó sobre la mesa la copa que estaba examinando, se puso en pie, y les indicó el camino descendiendo por una escalera de caracol. Leo Caldas la siguió.
—¿Usted no baja, agente? —Clara Barcia se dirigió a Estévez entre los listones de la escalera.
Leo se giró y vio a su adjunto contemplando el panorama desde el mirador del salón. Le sorprendía que el oficial implacable capaz de atemorizar al más duro delincuente pudiera deleitarse como un juglar admirando un paisaje.
Estévez bajó de tres ágiles brincos los peldaños de la escalera y colocó su corpachón tras el del inspector. La agente les facilitó dos pares de guantes de látex.
—¿Dónde está el cadáver? —preguntó Caldas.
—Aquí dentro, en la cama —contestó Clara Barcia, abriendo la puerta de la única habitación del apartamento.
Rafael Estévez, luchando con los guantes que se resistían a deslizarse sobre sus manazas, abrió la boca por primera vez desde su entrada en la casa.
—¡La madre que me parió!
1. Descubrimiento, invento o encuentro. 2. Lo que se halla, en especial si es de importancia.
El rostro horrorizado del hombre revelaba el sufrimiento que había padecido. Tenía las manos atadas al cabecero con una tela blanca, y su cuerpo desnudo estaba retorcido en una postura forzada. Una sábana lo tapaba desde la cintura hasta los pies.
Leo Caldas arrugó el rostro en un acto reflejo, cerrando las fosas nasales para repeler el golpe fétido de la carne putrefacta. Lo relajó al momento, al percatarse de que el cadáver era demasiado reciente para expeler olor a muerte.
Guzmán Barrio, el médico de la unidad forense que estaba realizando la exploración del cuerpo, se volvió al notar que entraban en la habitación.