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Authors: Domingo Villar

Tags: #Policíaco

Ojos de agua (4 page)

BOOK: Ojos de agua
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—¿Tendrás algo por la mañana? —preguntó Leo impaciente.

—¿Puedes pasar hacia el mediodía?

El inspector se acercó a la mesilla de noche y observó la fotografía ubicada sobre ella. Desmontó el marco de madera y liberó el retrato. En él, Reigosa sonreía acariciando el saxofón, como si fueran una pareja de adolescentes enamorados. Los ojos azules del músico muerto, casi transparentes contemplados al natural, aparecían de un color gris muy claro en la fotografía en blanco y negro.

—Guzmán, me llevo esto —dijo, guardándose el retrato en el bolsillo interior de su chaqueta.

Antes de abandonar el piso inferior, Leo se acercó a inspeccionar el cuarto de baño. Era de mármol blanco, con grifos de diseño y una gran bañera de hidromasaje. Las toallas, también blancas, estaban limpias y colocadas en su sitio. Pensando que no era poco lujo para un saxofonista de club, subió de vuelta al salón. De haber cabellos en el suelo, restos de orina en el retrete o cualquier otro rastro que pudiera ayudarles a identificar al asesino, no escaparía al trabajo metódico de la UIDC.

En el piso superior, Estévez miraba por la ventana mientras Clara Barcia había trasladado su búsqueda sistemática de rastros a la alfombra. Había encendido todas las luces y colocado unos hilos dividiéndola en cuadros. Las muestras recogidas en cada uno de ellos eran introducidas en bolsas y marcadas convenientemente.

Caldas reparó en los vasos que reposaban sobre la mesa baja. Las bebidas corroboraban la idea de que Luis Reigosa había tenido compañía conocida o, cuando menos, no lo habían tomado por sorpresa. Acercó la nariz a una de las copas y aspiró nítidamente el aroma seco y penetrante de la ginebra. Se fijó en el cristal, intentando encontrar marcas de labios, y distinguió un leve resto rosáceo de carmín en el borde.

—¿Has visto si también hay huellas en las botellas? —preguntó a la agente de la UIDC.

—Están en la cocina, inspector —dijo Clara, asintiendo.

Leo Caldas buscó la cocina sin éxito.

—Es ésta —Clara Barcia se levantó, descorrió la puerta que Leo había supuesto de un armario, y una pequeña cocina se asomó al salón—. Se llaman cocinas americanas. Si no se guisa demasiado están bien, porque casi no ocupan espacio.

Caldas se acercó, pero Clara Barcia lo detuvo.

—Perdone, inspector. Hay bastantes huellas en la cocina que aún no he tenido tiempo de examinar.

—Por supuesto —dijo, retirándose para permitir a Clara cerrar de nuevo la puerta. Conocía su meticulosidad a la hora de inspeccionar las zonas sensibles de un crimen, y no le molestó que una agente de menor rango refrenara su curiosidad. Al contrario, internamente celebraba contar con la competencia de Clara Barcia en la investigación. Valoraba su capacidad de observación y su ilimitada paciencia para recuperar hasta el rastro más nimio.

El inspector se acercó a los saxofones que se alineaban colgados en la pared. El más antiguo era el mismo que sostenía Luis Reigosa en la fotografía que ahora albergaba el bolsillo interior de su chaqueta. Caldas le pasó el dorso de la mano por el frío lomo metálico, como dándole el pésame.

En la estantería de obra del salón se apilaban cientos de discos compactos, prácticamente todos de jazz, sobre cinco grandes baldas. Los de la repisa superior eran de vocalistas femeninas, y los que ocupaban las tres siguientes constituían una colección admirable dedicada por completo a saxofonistas. Junto a muchos nombres desconocidos, el inspector descubrió otros que le resultaban muy familiares, como Sonny Rollins, Lester Young o Charlie Parker.

En el estante inferior se habían dispuesto multitud de partituras. Leo Caldas escogió una al azar, que resultó ser
Stella by Starlight
para saxo tenor, de Victor Young. Conocía aquella pieza, la tenía en casa en una versión de Stan Getz. Pese a no comprender el lenguaje musical, pasó las hojas desgastadas del cuaderno mirando los símbolos que se retorcían sobre las líneas del pentagrama, y tarareó para sí la melodía. Recordaba con añoranza las tardes de domingo bautizadas por Alba como «de letras y música» en las que algunos de aquellos intérpretes les habían hecho compañía mientras ellos, en pijama, leían recostados en el sofá.

—¿Ha visto los discos, jefe? —preguntó Rafael Estévez, todavía plantado ante el mirador.

Caldas asintió.

—Nuestro amigo del micropene a la parrilla debía de ser marica, ¿no cree?

—¿A qué viene eso?

—No me malinterprete, jefe. A mí me da igual con quién se acueste cada uno, estamos en un país libre.

—No hace falta que te excuses —dijo el inspector animándole a continuar.

—Pues sólo tiene que ver todos esos discos tan raritos, los cuadros de allí enfrente o el que hay colgado encima de la cama para darse cuenta de que el músico perdía aceite —expuso el agente.

Caldas devolvió al estante inferior la partitura que aún sostenía en la mano:

—Hombre, sólo por eso…

—¿Sólo por eso? —repitió Estévez—. ¿Y qué esperaba usted, inspector, el póster de un efebo enseñando las pelotas?

El inspector se percató de que su ayudante no había visto las marcas de carmín en las copas, pero prefirió callarse en lugar de contradecirle cuando vio a la agente Barcia observando de reojo a Estévez.

—Déjalo, Rafa —masculló, presintiendo que, si le daba oportunidad de ahondar en su razonamiento, se acrecentarían entre sus compañeros las murmuraciones sobre su personalidad.

Clara Barcia terminó de escrutar uno de los cuadrados que sus hilos formaban en el suelo y se acercó a la siguiente fracción de alfombra, la más próxima al equipo musical. Al agacharse, pulsó involuntariamente el interruptor de la cadena. Una voz cálida de mujer sonó desde todos los rincones del salón.

Day in, day out.

That same old voodoo follows me about.

La joven buscó sin éxito el interruptor que detendría la música.

—Perdón, perdón —se excusó, ruborizada por su torpeza.

—Por mí puedes dejarla —dijo Caldas, restando importancia al asunto.

—¿Qué es? —gruñó Estévez.

—Billie Holiday —dijo el inspector yendo hasta el equipo de música y subiendo el volumen.

Clara sonrió y se arrodilló de nuevo en el cuadrado que los hilos delimitaban en la alfombra.

That same old pounding in my heart,

whenever I think of you.

And baby I think of you,

day in and day out.

Estévez volvió a la ventana, hacia el paisaje que le había permitido olvidar los genitales del muerto.

—¿Sabe qué es lo que más me gusta de esta torre, inspector?

—¿Que desde aquí no se ve la torre? —contestó Caldas, sin acercarse a la ventana.

Estévez se quedó callado, y Billie Holiday volvió a llorar.

When there it is, day in, day out.

Taberna:

Establecimiento público donde se sirven bebidas, generalmente de carácter modesto y popular, o bien de estilo rústico.

Caldas caminaba por el empedrado de la calle del Príncipe, ya sin rastro de la actividad frenética de hacía unas horas. Los comercios habían cerrado y apenas quedaban viandantes. La mayoría, aprovechando la magnífica noche de mayo, había elegido el paseo junto a la mar para las caminatas nocturnas, abandonando aquella parte de la ciudad.

El inspector volvía de regreso de la comisaría de la policía municipal, en el edificio del Ayuntamiento, donde había entregado al oficial de guardia la hoja con las quejas y el rosario de direcciones y números telefónicos de los oyentes de la radio. Había pedido a Estévez que no le esperase. Prefería bajar las cuestas andando. Le gustaba la ciudad de noche, cuando podía oír sus pisadas sobre la acera, golpeándola rítmicamente una y otra vez, cuando el olor de los árboles imperaba sobre el del humo de los coches. Aprovechó la soledad de las calles para rememorar la inspección en la torre de la isla de Toralla. Desde que había abandonado la casa de Reigosa le perseguía como una pequeña luz intermitente la sensación de que algo había sido pasado por alto. Sin dar con lo que buscaba, torció por el recodo que, a los diez o doce pasos de comenzar, hacía a la derecha la calle del Príncipe. Llegó a una plazuela cerrada por una casa de piedra de una sola planta.

El muro de mampostería de la fachada tenía dibujado un emigrante gallego, uno de tantos a los que la miseria había forzado al exilio, como los pintados por Daniel Alfonso Rodríguez Castelao en sus viñetas. Debajo, una leyenda firmada por el mismo Castelao rezaba: «Volveré cuando Galicia sea libre». Don Daniel Alfonso murió en Buenos Aires.

La puerta cerrada y las dos ventanas eran de madera y estaban pintadas de verde. Con caligrafía infantil, unas letras de forja de hierro clavadas en la piedra formaban una palabra: «Eligio».

Leo Caldas empujó la puerta.

Desde que varias décadas atrás Eligio se hiciera cargo del establecimiento, sus paredes rústicas venían siendo refugio de lo más excelso de la ciudad. La redacción del diario
Pueblo Gallego
, a pocos metros, había atestado la taberna de periodistas atraídos por el buen vino de la casa. Poco a poco, se habían acercado a la estufa de hierro del local juristas, intelectuales, políticos, poetas y pintores.

Desde su rincón, Lugrís había dibujado medusas, caballitos de mar y barcos sumergidos en el mármol de la mesa. Algunos de sus colegas, tan largos de talento en la paleta como escasos de fondos en la cartera, habían dejado su legado en las paredes del local, vinculándolas para siempre al arte gallego del siglo XX. Unos lo habían hecho en señal de amistad, otros para satisfacer las tazas bebidas al fiado.

Junto a los barriles de roble apilados en el suelo irregular, habían conversado Álvaro Cunqueiro, Castroviejo, Blanco Amor y otros hombres insignes. Sus parlamentos tabernarios habían dado lustre al gris industrial en el que la ciudad estaba creciendo en aquellos años.

Borobó fabulaba en una de sus crónicas el final de aquellos tiempos. Contaba que el Señor, sabiendo de la extinción de los salmones en los ríos gallegos, había convidado a don Álvaro a mesas más elevadas. Los demás, pensando que era de balde, habían acompañado al escritor. Para regar el banquete, habían pedido vino desde arriba. Se conoce que Eligio, con tantos amigos en aquella parranda, no había tenido más opción que acudir a servirlo. La crónica no lo dice, ni Eligio regresó jamás para contarlo, pero se cuenta que no fue de muy buen humor.

Con Eligio en el cielo, la taberna había pasado dignamente a manos de Carlos sin perder el espíritu antiguo de su suegro ni el ambiente ilustrado que con él había adquirido. El vino ya no sanaba las gripes, pero aquello era más atribuible a los bodegueros de la comarca que al alma del lugar. Las tazas aún eran de loza blanca y los bancos, de la madera recia de siempre. Unas pequeñas placas remachadas seguían recordando los nombres de los habituales más insignes.

Pasaban de las doce cuando el inspector miró su teléfono móvil. Pensó que hacía tiempo que no recibía las llamadas que le obligaban a salir a la noche atropelladamente, y pidió otra taza.

Retraer:

1. Llevar hacia dentro o hacia atrás, ocultar o apartar. 2. Convencer o disuadir de algo. 3. Apartarse del trato con los demás. 4. Dejar de exteriorizar alguien sus sentimientos.

La claridad de la mañana entraba por una ventana llenando de luz la sala de la comisaría. Aquel 13 de mayo tocaba verano. Rafael Estévez repasaba sentado los papeles que tenía en la mano. La mujer, callada, le miraba desde el otro lado de la mesa.

—María de Castro Raposo, vecina de Canido, Vigo, viuda, sesenta y cuatro años.

—Escasos —matizó ella.

—¿Eso es más de sesenta y cuatro o menos de sesenta y cuatro? —preguntó Estévez.

El inspector Caldas, que permanecía en pie escrutando el contenido de una carpeta, terció:

—Rafael, por favor, céntrate en la declaración.

El enorme ayudante obedeció tras dar un suspiro profundo.

—María, usted ha declarado que ayer, 12 de mayo, llegó a casa de don Luis Reigosa como todos los días, a eso de las tres de la tarde, y abrió la puerta con su llave. Según consta en su declaración, la mencionada llave se la habría facilitado el propio señor Reigosa hace unos dos años, fecha aproximada en que usted comienza a trabajar para él.

El agente hizo una pausa para requerir la conformidad de la mujer. Ella le devolvió una señal con la cabeza que el agente interpretó como un asentimiento.

—Ascendió al piso superior, que es el que usted suele limpiar en primer lugar —continuó leyendo Estévez—, ¿esto es así?

—Según. Unas veces sí y otras veces no.

—Ya —dijo Rafael Estévez mirando fijamente a la mujer—. ¿Pero generalmente limpia usted el piso superior en primer lugar?

—Muchas veces sí.

Estévez comenzaba a acalorarse.

—Señora, vamos a ver si nos aclaramos usted y yo. ¿Limpió en primer lugar el piso superior de la casa el día que encontró muerto a don Luis Reigosa?

—Ya le he contestado que sí, agente. Le entiendo igual si no me levanta la voz —añadió, llevándose una mano a la oreja.

—¿Acaso estoy levantando yo la voz? —Estévez buscó al inspector con la mirada.

Leo Caldas pidió a su ayudante que bajara el tono. No dejaba de sorprenderle la facilidad con que el agente perdía los estribos, sin apenas necesidad de incitarlo.

—A ver si podemos avanzar —Estévez se volvió a sus papeles—. Fue una media hora después de entrar en la vivienda, al abrir la puerta del dormitorio para proceder a limpiarlo, cuando encontró al fallecido señor Reigosa amordazado y atado al cabecero de su cama. En ese momento usted salió de la casa para pedir auxilio.

El agente hizo una nueva pausa para mirar a la mujer y obtener su confirmación.

—¿Fue así? —preguntó.

María de Castro parecía tener más interés por el suelo, hacia el que había desviado la vista, que por la cuestión que le planteaba el policía.

—¿Fue así? —volvió a preguntar Estévez elevando la voz.

La mujer le miró en silencio.

—Que si fue así como sucedió —repitió Estévez, dispuesto a no continuar hasta haber obtenido una respuesta.

—Más o menos —contestó María de Castro.

—¿Más o menos qué? ¿Sucedió o no sucedió como le estoy diciendo? —se empeñó en saber Estévez, cada vez más impaciente.

—Pudo ser aproximadamente como dice usted —dijo, al fin, María de Castro.

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