Barrio detuvo la disertación para observar con mayor detalle el hematoma enorme que cubría casi un tercio del cuerpo de Reigosa.
—En realidad, pienso que no se habría salvado ni aunque hubiésemos llegado al minuto de la intoxicación, Leo. La femoral está demasiado cerca, y mira cómo han quedado las piernas. Ni en el mismo momento habríamos podido hacer otra cosa que rezar por él viendo cómo se retorcía de dolor. Creo que no habría habido modo de salvarlo.
Leo prefería apartarse de las cuestiones más escabrosas del suceso. Sabía, por experiencia, que la implicación personal sesgaba la investigación y anulaba parte de su eficacia de cazador. Se centraba en buscar un hilo del que tirar para desenmarañar la enredada madeja en que se estaba convirtiendo el caso.
—¿Y qué me dices de la hora de la muerte?
—Que fue entre las diez y las doce de la noche de anteayer, eso lo sé con seguridad.
Leo Caldas observó el cuerpo exánime de Luis Reigosa con su horrenda negrura abdominal al aire. Continuaba dando vueltas al método extraño que habían utilizado para darle muerte.
—Guzmán, ¿quién puede tener acceso al formol? —preguntó.
—¿En un centro sanitario? Pues un médico, una enfermera, un bedel, un estudiante… —Barrio hizo girar sus antebrazos en el aire, indicándole que cualquier otra figura hospitalaria que imaginara también cabía en la enumeración.
Caldas no entendía que un producto capaz de producir un efecto como el que mostraba el cuerpo del saxofonista estuviera al alcance de la mano de todo aquel que quisiera acercarse a buscarlo:
—Al menos, si es tan tóxico como dices, debería existir un control bastante estricto del empleo que se le da.
—No creo. No es difícil encontrarlo, y eso que sólo estamos hablando de los hospitales. Si no me equivoco, se usa en muchas otras aplicaciones además de como conservante clínico.
Guzmán Barrio salió de la sala, y al poco rato volvió con un vademécum de química aplicada en las manos.
—Aquí está: «Formaldehído». Se utiliza también en la industria de los fertilizantes, de las pinturas, de los adhesivos, de los abrasivos… —Barrio cerró el libro—. Como puedes comprobar es bastante común.
A Leo le vino a la memoria la secuencia de una película que había visto tiempo atrás. La protagonista era una enfermera obesa que mantenía secuestrado a un escritor en un refugio de montaña, durante un invierno nevado. La mujer le obligaba a escribir un libro que fuera de su agrado, y cada vez que abandonaba la casa en busca de provisiones, ataba al novelista a la cama para impedir que huyese aprovechando su ausencia. En una ocasión, la enfermera había regresado antes de tiempo sorprendiendo al escritor tratando de deshacerse de sus ataduras. Como castigo, y para asegurarse de que no volvía a intentar escapar, la gorda enfermera le había partido un tobillo golpeándole con una gran maza de madera en el lugar preciso para fracturárselo.
—¿En qué piensas? —le preguntó Guzmán Barrio.
Caldas abandonó la evocación para volver a la realidad.
—En que no creo que un fabricante de adhesivos o de pinturas conozca las consecuencias de inyectar formol en un pene —dijo.
—Yo tampoco. De hecho, yo mismo he tenido serias dudas sobre el efecto del formo aplicado al interior de un cuerpo vivo —le confesó Guzmán Barrio—. También tengo la impresión de que tuvo que ser alguien con conocimientos médicos muy precisos.
—¿Personal de un hospital?
Barrio meneó la cabeza dándole a entender que no estaba totalmente de acuerdo.
—La mayoría de los trabajadores de cualquier hospital no conoce ni remotamente que el formol inyectado sea un veneno que produzca este tipo de toxemia —explicó—. Me inclinaría a pensar en algún especialista, en alguien que esté en contacto con la sustancia, habituado a trabajar o experimentar con ella a diario. Aunque si lo pienso bien, me doy cuenta de que los hospitales están llenos de tarados.
—No sabes lo que me tranquilizas —dijo Leo Caldas, recordando a la sádica enfermera de la película.
—Hablo en serio. Si la gente conociera el perfil psicológico de algunos de mis colegas, iría a curarse directamente a una carnicería.
—Habrá de todo.
—No creas —contestó el médico.
—Está bien —aquello no aportaba nada y el inspector no deseaba abandonar la sala de autopsias sin un hilo del que tirar—. ¿Sabes quién os lo suministra?
—¿El formol?
Caldas asintió pensando que Estévez, de estar presente, no habría dudado en contestar al doctor algún disparate.
—En este servicio forense, el abastecimiento de formaldehído se encarga a Riofarma, porque es el laboratorio que está más próximo.
—¿Se fabrica aquí? —preguntó sorprendido Caldas, para quien el nombre de Riofarma resultaba familiar.
—El que yo traigo, sí —le confirmó Barrio—. Pero el formol se produce en muchos laboratorios. Ya te he advertido que es una elaboración de uso bastante común. Como todos son más o menos parecidos, yo prefiero comprarlo en la tierra y, al mismo tiempo, ahorrarme los portes. En general todos hacemos lo mismo con ese tipo de productos.
Leo Caldas pensó que, al menos, tenía algo nuevo.
—Muchas gracias por la información —dijo, a modo de despedida—. ¿Cuándo terminas?
—Yo doy la autopsia por concluida. Solamente falta enviar el informe al juzgado y a la comisaría, y llamar a la familia para decirles que pueden venir a recoger el cuerpo —aclaró el médico—. Creo que querían enterrarlo hoy mismo.
—¿Sabes dónde?
Barrio le dijo que no.
—¿Quieres que lo pregunte y te llame al móvil para confirmártelo?
—Gracias —asintió—. Y tenme al tanto si hay alguna novedad.
Leo Caldas caminó hacia la puerta. Al salir al pasillo, evocó otra imagen de la película protagonizada por la enfermera gorda, que avanzaba por el corredor con una jeringuilla enorme en la mano.
—¡Leo, Leo! —la puerta de la sala de autopsias se abrió y Guzmán Barrio le pidió que retrocediera.
—¿Hay algo más? —quiso saber Caldas al volver a la sala.
—Sí, perdona, con tanta elucubración acerca del formol casi olvido contarte el resto —se atropelló Barrio—. Tengo algo más y, si no me engaño, creo que puede resultar relevante para tu investigación —le anunció—. ¿Recuerdas que ayer te adelantaba que Reigosa podía haber mantenido relaciones sexuales antes de que lo mataran?
El inspector contestó afirmativamente, esperando con ansiedad las conclusiones que el médico tenía que hacer al respecto.
—Pues no pude dar con ninguna prueba que me permitiese deducir que Luis Reigosa se hubiera acostado con alguien la noche en que murió —le informó Guzmán Barrio—, pero quería preguntarte algo: ¿sabes si era homosexual?
—¿Reigosa?
—Durante la exploración encontré indicios que podrían apuntar en esa dirección.
—¿Estás seguro? —preguntó Leo Caldas, viendo cómo la enfermera gorda de la jeringuilla se caía de su lista de sospechosos.
—Sólo digo que parece razonable sospecharlo, Leo. Ya sabes que el ignorante afirma mientras el sabio duda y reflexiona.
El inspector se alejó recordando lo que Rafael Estévez había dicho sobre la orientación sexual del saxofonista en el piso dieciocho de la torre de Toralla.
En algunas ocasiones, pensó, el ignorante afirmaba y tenía razón.
1. Que tiene recursos suficientes para pagar sus deudas. 2. Que es capaz de cumplir con su obligación, cargo, etc., y particularmente, capaz de cumplirlos con eficacia.
Luis Reigosa era saxofonista de jazz, estaba soltero y vivía solo. Su madre residía en una pequeña casa a la orilla de la vecina ría de Pontevedra, en la villa marinera de Bueu, de donde también era originario el muerto. No tenía padre ni hermanos conocidos. Según los guardas que custodiaban la entrada a la isla de Toralla, pese a ser hombre de horarios nocturnos, era tranquilo. Tocaba el saxofón con su banda cuatro noches por semana en el Grial, un local situado a la entrada del casco viejo de la ciudad. El conjunto lo integraban tres componentes incluyendo al propio Reigosa. Los otros dos eran el contrabajista irlandés Arthur O'Neal y la pianista Iria Ledo. Asimismo, el muerto impartía clases como profesor suplente en el conservatorio municipal de Vigo.
Estévez conducía en silencio en aquel día hermoso, claro y limpio, sin una sola nube en el cielo azul. Leo Caldas pasó las curvas repasando la memoria del caso que había preparado el agente Ferro de la UIDC. Las hojas grapadas del informe recogían las consideraciones previas, las impresiones de algunos vecinos, las del portero, las de María de Castro y las del vigilante de la entrada a la isla que tenía turno de guardia la noche del crimen. El vigilante recordaba haber visto entrar el coche de Reigosa con el músico en su interior, pero no recordaba que hubiera alguien más en el coche. En todo caso, tenían por norma no identificar a los invitados que acompañaban a los vecinos. Había visto salir el vehículo unas horas después, de madrugada. Echaba la culpa a la oscuridad y a la lluvia de aquella noche, pero había supuesto que era Luis Reigosa quien conducía.
El coche aún no había aparecido.
También figuraban en la memoria el análisis lofoscópico y las primeras inspecciones realizadas en el apartamento. El informe forense descartaba que Reigosa hubiese sido atado y amordazado una vez muerto y fijaba el momento del crimen alrededor de las once de la noche del 11 de mayo. No era el análisis más exhaustivo que Leo Caldas había leído y apenas aportaba novedades, pero era mejor que no tener nada. Faltaban las conclusiones de Clara Barcia, que aún iban a demorarse un par de días. Leo confiaba en que su minuciosidad a la hora de escudriñar la escena pudiera abrir nuevos caminos que posibilitaran el esclarecimiento del crimen, pero por el momento no encontraba demasiadas columnas sobre las que asentar la investigación. Hizo un recuento mental de todo lo que tenía: la pequeña porción de una huella dactilar de imposible confrontación con las de los archivos policiales, un producto químico de uso común como arma homicida, y la certeza de que el asesino tenía un conocimiento médico bastante profundo. También que, probablemente, se trataba de un hombre. De un hombre homosexual.
Leo Caldas sacó del bolsillo de su chaqueta el retrato que había tomado del dormitorio de Reigosa. Volvió a tener la impresión de que estaba pasando por alto algún detalle importante. No podía identificarlo, pero una pequeña lucecita brillaba en su interior susurrándole que alguna pieza no encajaba en aquel puzzle. Conocía aquella sensación y se fiaba de su instinto. Estaba seguro de que, por pequeño que fuera, lo que ahora se escondía en algún rincón de su cabeza terminaría por mostrarse de un modo repentino más tarde o más temprano.
Echó la cabeza hacia atrás, devolvió la fotografía al bolsillo y cerró los ojos.
Porriño estaba en el valle que formaba el río Louro en su búsqueda del padre Miño. Era una población pequeña, a unos diez kilómetros de Vigo, hacia el interior. Por allí pasaban las autopistas que se dirigían al sur, hacia Portugal, y al este, a Madrid. La villa estaba creciendo con la misma celeridad con que menguaban las montañas de granito que la rodeaban.
Pocos años atrás, aprovechando la pujanza económica de las canteras, se había promovido la construcción de un gran parque industrial en la comarca. Los precios razonables del suelo, las buenas comunicaciones y la laxa política fiscal del ayuntamiento habían atraído a muchas empresas de Vigo.
Los policías dejaron atrás las primeras naves y abandonaron la autopista. Por una carretera comarcal llegaron hasta una reja alta que protegía varias hectáreas de terreno. Sobre la puerta de la entrada, en letras sobrias, estaba escrito un nombre «Riofarma».
El edificio del laboratorio conservaba el sabor de las empresas antiguas, un cierto aroma a ministerio. La piedra con que estaba construido le confería una nobleza y una solidez de las que carecían las estructuras nuevas del polígono industrial.
La sociedad permanecía en manos de la familia de Lisardo Ríos, el hombre que la había fundado décadas atrás.
—Buenos días —los detuvo el guarda acercándose al coche.
Estévez buscó ayuda en el asiento contiguo.
—Nos está esperando don Ramón Ríos. Soy el inspector Caldas, de la comisaría de Vigo.
—¿El inspector Leo Caldas?
—Sí —corroboró.
—¿Es usted el inspector Leo Caldas, el patrullero de las ondas?
—El patrullero en persona —le confirmó Estévez asintiendo escandalosamente.
—Leo Caldas… No puedo creerlo, no me pierdo uno solo de sus programas. En la radio de la caseta siempre está sintonizada Onda Vigo —el guardia introdujo medio cuerpo por la ventanilla y le tendió la mano—. Fíjese lo que engaña la radio, inspector, por la voz me parecía que debía de ser usted un hombre de más edad.
—Siento decepcionarle —dijo Caldas estrechándole la mano, sin llegar a entender cómo podía gustar a alguien el programa.
—No me decepciona en absoluto —le contestó el guarda sin soltar su mano—. Encantado de conocerle, inspector Caldas.
—¿Podemos pasar? —preguntó Leo cuando consideró que su antebrazo había sido suficientemente sacudido.
—Claro, inspector Caldas, no faltaba más —dijo, soltando su mano.
El guarda les abrió la puerta descubriendo el hermoso jardín que circundaba el edificio del laboratorio.
—Ha sido un placer —les gritó con entusiasmo al paso del vehículo.
—A seguir bien —sonrió el inspector forzadamente.
—Hay que ver lo que hace la fama, ¿eh, jefe? —comentó Estévez cuando dejaron la barrera atrás.
—¿Qué fama, qué quieres decir?
—No se haga el humilde conmigo, jefe. Ya lo ha visto, en cuanto le ha conocido, nos ha dejado pasar rápido.
—Tampoco me conocen tanto. Además, es una cosa bastante habitual no poner inconvenientes cuando quien quiere pasar es la policía.
—Vamos, inspector, no me negará que al estar en la radio el trato que recibe es completamente diferente. Cuando vamos de incógnito, o voy yo sólo a algún lugar, todos ponen mala cara. En cambio si, al igual que ha sucedido ahora, usted se identifica como el patrullero de las ondas, el trato es mucho más cordial.
—En primer lugar, yo no me he identificado como nada. En segundo, tú no puedes recibir cordialidad si te lías a golpes con la gente sin la menor provocación.