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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey

BOOK: El hombre del rey
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Durante su regreso a Inglaterra tras la memorable batalla de Acre, y dando la Cruzada por concluida, el rey Ricardo Corazón de León se enfrenta ahora a la enemistad de todos los príncipes europeos, pero en particular a la lucha por el trono con su hermano Juan, que desemboca en poco menos que una auténtica guerra civil. Cuando cae prisionero, parece que el futuro del rey y de su reino está ya sellado. Sólo un hombre, un proscrito, un impío conde sin escrúpulos parece estar en condiciones de salvarlos a ambos: Robin Hood. Y Robin y sus hombres no se arredrarán ante la necesidad de volver a su vida de proscritos para llevar a cabo la misión que se han propuesto.

Angus Donald

El hombre del rey

Robin Hood - 3

ePUB v1.0

Crubiera
02.05.13

Título original:
King’s Man. The outlaw chronicles

Angus Donald, 2011.

Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea

Diseño portada: Tim Byrne

Editor original: Crubiera (v1.0)

ePub base v2.1

Para mi querida hija Emma, con océanos de amor.

Castillo de Nottingham. Marzo de 1194

Primera parte
Capítulo I

O
igo ecos de cantares que llegan flotando por el patio desde el granero grande; ecos tenues, pero cálidos y confortantes, como los últimos destellos de un sueño agradable para el hombre que despierta de un sopor profundo. He dejado que los convidados al festín de la boda se divirtieran a su antojo. La novia, Marie, y su flamante marido, Osric, y docenas de amigos y vecinos, bailaron hasta bien entrada la noche oscura. Les he provisto de cerveza y vino, más de lo que podrían beber en media docena de bodas, y maté dos corderos míos y una marrana enorme, y los tres animales sacrificados han pasado la tarde asándose a fuego lento en el patio, de modo que habrá carne de sobra para la pareja de recién casados y todos los invitados, ya medio borrachos. Pero me he apartado del gentío cuando han empezado a beber en serio y a aflojarse los cintos; no quería que me pidieran que tocara y cantara para ellos. Mi voz es un poco más débil, cosa normal ahora que estoy a punto de cumplir los sesenta años, pero aún me siento orgulloso de mi talento como
trouvère
. Soy un compositor hábil, cuido de mis delicadas cuerdas vocales y no estoy dispuesto a mugir como una vaca pariendo para divertir a unos aldeanos borrachos: yo que he improvisado versos junto a un rey y he mantenido en vilo, pendientes de mi arte, a nobles señores y prelados de toda la cristiandad.

Pero lo cierto es que otra razón oculta me ha empujado a retirarme aquí, a mis aposentos privados situados en un extremo de la gran mansión de Westbury, donde, con una pluma recién cortada y con tinta de agallas de roble, confío estas palabras al pergamino: no me gusta Osric, el novio.

Ya está, lo he confesado. Es difícil decir con exactitud por qué razón no me gusta. Es un hombre sencillo, ordinario, de panza gruesa, con una jeta puntiaguda e inquisitiva como la de un topo y brazos cortos y rechonchos, y creo que será un buen marido para Marie, mi nuera, viuda de mi hijo. Él vino hace un año a Westbury como mi administrador, y ha trabajado bien para mí en ese puesto; ha conseguido que las tierras —las únicas que poseo en la actualidad— estén bien explotadas y dejen beneficios en dinero contante y sonante cada año. Pero no me inspira confianza; hay en él un disimulo que me repele. Sus gestos son furtivos. Creo, en lo profundo de mi corazón, que codicia mi posición como señor de esta mansión, y a veces le sorprendo mirándome furtivamente mientras comemos juntos en familia en la larga mesa de la sala, y adivino un destello de envidia oculto en sus ojos pequeños. Puede no ser otra cosa que una manía de viejo, pero no lo creo así… Creo que, a pesar de la amabilidad que me prodiga y de que le haya permitido casarse con la viuda de mi hijo Robin, a Osric le gustaría acelerar mi tránsito a la tumba y sentarse él mismo en la cabecera de esta larga mesa, adulado por mis sirvientes y saludado por todos en esta casa como «el señor».

Iré más lejos: estoy convencido de que se propone matarme.

«¡Bah, qué tontería!», os diréis a vosotros mismos. La sesera del viejo barba gris está tan seca como un huevo de pato del año pasado. Y es verdad que cargo ya con el peso de muchos años, y que a veces olvido los nombres de los holgazanes que me rodean y suspiro demasiado al recordar los días brillantes del tiempo pasado. Pero conozco la traición: en otro tiempo traicioné a quienes habían puesto en mí su confianza. Y veo la mirada de un traidor, de un Judas maldito de Dios, en la cara de Osric. Para asestar un golpe decisivo, uno ha de colocarse cerca de su presa, y Osric está ahora tan cerca de mí como pueda desearlo.

Desde luego, mi muerte no le convertiría de inmediato en el señor de esta mansión; si yo muriera, mis propiedades pasarían a mi legítimo heredero, mi nieto de nueve años, llamado Alan igual que yo, que se encuentra ahora en el Yorkshire aprendiendo las habilidades de un caballero: el combate a caballo y a pie, bailar, cantar y componer versos, hablar y escribir en latín, jugar al ajedrez y comportarse con elegancia en la mesa, entre otras innumerables habilidades propias de la caballería.

Pero un señor feudal de su edad es frágil, y fácil de controlar: su madre, Marie, tendría autoridad legal sobre él, del mismo modo que Osric, por el hecho de ser ahora su marido, tendría autoridad sobre ella. ¿Quién sabe lo que podría hacer Osric entonces? El niño podría sufrir un «accidente» fatal o bien ser encerrado durante años en una mazmorra oscura mientras Osric maneja a su voluntad las riquezas de mis tierras. ¿Quién puede saberlo?

He releído las palabras que acabo de escribir, y tal vez al lector le parezca que soy un cobarde que tiene miedo de Osric. Pero no es eso; he demostrado mi valor en más ocasiones de las que puedo recordar. Con todo, he decidido no aferrarme a las palabras, y dejar que sean mis sentimientos los que se expresen, porque he prometido que en este relato de mi vida, el relato que ahora garabateo con mi mano ya vieja, diré la verdad y siempre la verdad. Puede que tema un poco a Osric, y desde luego desconfío y recelo de sus intenciones. Por las noches no puedo dormir cuando pienso en él y en lo que podría hacernos a mí y a las personas que amo. Pero no puedo hacer nada; no puedo matarlo por una simple sospecha, y tampoco puedo expulsar de mi casa al marido de mi nuera; Marie nunca me lo perdonaría, y ¿quién se ocuparía entonces de los asuntos de Westbury? No, tengo que esperar, observar y mantenerme siempre en guardia.

Y debo seguir mi historia ahora, mientras la casa está vacía y silenciosa, porque ésta no es la historia de las oscuras ambiciones de Osric, ni la de Marie, ni siquiera la del pequeño Alan, la delicia de mis años postreros: es mi historia y la de las aventuras que corrí en los tiempos del buen rey Ricardo, al que llamábamos Corazón de León. Yo era entonces un hombre joven, lleno de savia nueva, fuerte de cuerpo y de mente, que no temía nada salvo la ira de mi señor, Robert Odo, el conde de Locksley, más conocido por la gente común de Inglaterra con el nombre de Robin Hood, un guerrero salvaje, un ladrón sin escrúpulos, un hereje condenado por la Iglesia y, que Dios Todopoderoso me perdone, durante largos años mi buen y leal amigo.

♦ ♦ ♦

El centinela era joven, un muchacho de apenas dieciséis o diecisiete años, pero lo bastante mayor para morir. Lo observé mientras paseaba arriba y abajo por el camino oscuro y bacheado que desde mi posición se dirigía al norte, hacia la cima de la colina, y advertí que su actitud, en aquellos preciosos últimos instantes suyos sobre esta tierra, era la de un aburrimiento resentido. Llevaba en su puesto tal vez una hora, supuse a juzgar por la posición de la luna: le había visto salir cabizbajo del campamento hacia la medianoche, bostezando y desperezándose, y relevar de mal humor a un soldado de más edad, un veterano robusto que le despidió alegremente con una fuerte palmada en el hombro y se apresuró hacia las mantas cálidas que le esperaban en una de la veintena de tiendas de campaña, esparcidas por el prado, más abajo del sendero embarrado, que formaban el campamento enemigo plantado ante Kirkton.

El joven centinela había de ser relevado a su vez pasadas dos horas, pero para entonces, con la ayuda de Dios, ya estaría muerto. Pude distinguir la juventud en su rostro a la débil luz de la luna, una mancha pálida en la oscuridad, mientras se acercaba zancajeando por el sendero; cuando estuvo más cerca, vi que era feo: tenía una cara chupada y cubierta de granos; parecía un niño mohíno camino de la iglesia un día de fiesta, cuando habría preferido quedarse en casa a jugar.

De mal humor, dio una patada a una piedra, que rodó fuera del camino y fue a parar peligrosamente cerca del lugar donde estaba yo, tendido en la oscuridad, vestido de negro de la cabeza a los pies, con la cara untada de barro grasiento, al resguardo de una vieja y desmoronada tapia de piedra que formaba ángulo recto con el sendero. Por un instante, pensé que seguiría al guijarro, caído a sólo unos pasos de mi escondite, para darle otra patada. De haberlo hecho, sin la menor duda me descubriría, o se daría cuenta de alguna manera de mi presencia, y yo tendría que saltar sobre él, de frente y a plena vista, e intentar derribarlo antes de que diera la voz de alarma. Habría sido difícil. Para ser sincero, habría sido prácticamente imposible, porque yo llevaba atada a la cintura una cuerda sujeta a un saco grande, pesado y rezumante. Intenté no pensar en su repulsivo contenido.

Apoyé la espalda en la áspera piedra de la tapia, con las manos a los lados, sin apenas respirar, y con la punta de los dedos acaricié el mango de la daga colocada en mi bota. Era mi única arma, una hoja larga y muy fina de sección triangular, con una sólida guarda de acero y un mango de madera negra; el tipo de arma conocido como «misericordia», porque se utilizaba para rematar caritativamente a los caballeros malheridos en la batalla, dándoles el
coup de grâce
. El caballero italiano en apuros que me lo vendió lo llamaba
stiletto
, y aunque aceptó mis monedas de plata porque las necesitaba, me miró con recelo al hacerlo. Aquélla no era un arma honorable para una batalla; era un arma para un asesinato sórdido en la oscuridad de la noche, una herramienta para matar sin hacer ruido.

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