—No es posible, no es posible… —refunfuñó William—. Cuenta con demasiado pocos hombres…, cincuenta más el puñado de hombres que tengo yo aquí, contra el grueso de la hueste de Murdac. Lo aplastarán. Moriremos todos. No. Es pura locura. No, no, lo que debemos hacer es esperar. Esperar aquí la llegada de refuerzos. He enviado cartas a muchos amigos, rogándoles que vengan; y vendrán, en gran número. Y el rey, nuestro noble Ricardo, regresará pronto a su reino, y él arreglará las cosas. No, joven, debéis volver junto a vuestro impetuoso amo e implorarle que sea prudente; implorarle que espere a que la ocasión madure.
Me di cuenta de la razón por la que Robin no sentía afecto por su hermano: aquel hombre se comportaba deliberadamente como un embrollón, respondía con evasivas y, cosa sorprendente en un caballero, un noble de linaje normando, parecía ser extraordinariamente cauteloso, incluso un poco apocado.
—Milord —dije, tan despacio y claro como pude—, el conde atacará al llegar la medianoche de hoy. No puedo volver a su lado, e incluso si pudiera, él no cambiaría sus planes. Debéis darle apoyo esta noche. Debéis hacerlo.
—¿Debo hacerlo, cachorro impertinente? ¡Vos no vais a decirme lo que debo o no debo hacer! Soy el dueño de este castillo, y vos… podéis retiraros. Pero dejad que os diga una cosa antes de que desaparezcáis de mi presencia: no voy a arriesgar mi vida y las vidas de mis hombres en esta loca aventura. ¡Y ahora, fuera de mi vista! ¡Largo!
Me fui con el corazón en un puño. Había fallado a mi señor. Por culpa de mi estupidez, de la torpeza con la que me expresé ante Edwinstowe, era muy probable que fracasara el ataque de Robin, y que todos mis amigos, enfrentados a un enemigo muy superior en número, perecieran acuchillados en la oscuridad. Por culpa mía, por culpa de Alan Dale.
E
l primer indicio de que el ataque comenzaba llegó en forma de destellos y chispas de fuegos de artificio en lo alto de la cima de la colina; un ojo rojo que parpadeaba en la oscuridad. Luego apareció otro, y otro más. Luego empezaron a moverse… y a crecer. Y el aire de la noche se estremeció, rasgado por una serie de gemidos hirientes, un racimo de notas diferentes pero que se fundían entre sí de un modo extraño e inquietante, un sonido de ultratumba, diabólico, que parecía surgir de las entrañas mismas del infierno. Incluso yo, que conocía el origen de aquella música enloquecida y aulladora, y la había oído antes en varias ocasiones, me estremecí ante su poder para evocar los horrores nocturnos. La oí por primera vez en la batalla de Arsuf, camino de Jaffa, en Tierra Santa, y allí fue el anuncio del ataque de la temible caballería de Saladino. Era el sonido de las trompetas turcas, de una masa de clarines y pífanos chirriantes, de timbales que retumbaban y címbalos que ludían y silbatos tan agudos que producían dolor de oídos; una mezcolanza infernal cuyo objetivo era llenar de terror los corazones cristianos…, por más que los músicos fueran tan sólo una pequeña banda de destripaterrones del Yorkshire reclutados especialmente para la ocasión por su señor recién llegado.
Cuando oí aquella algarabía infernal, me encontraba en el adarve que corría por detrás de la empalizada, en el costado nordeste del castillo de Kirkton. Iba armado con todos los accesorios que me había facilitado Marian: casco cónico con protector nasal, escudo en forma de cometa, y lanza, espada al cinto y la daga misericordia enfundada en la bota; cota de malla larga hasta las rodillas para proteger mi cuerpo, sobre un gran jubón acolchado llamado «gambesón», guanteletes de cuero en las manos, y botas con tiras de acero cosidas para proteger los tobillos y las espinillas.
Al cabo de pocos segundos, se oyeron los primeros gritos de alarma en el campamento de Murdac. Y brotando de la oscuridad, descendiendo por la suave pendiente de la colina, aquellos puntos movedizos de luz anaranjada tomaron forma y se definieron. De las tinieblas de la noche surgieron tres ponis salvajes de los páramos, con los ojos en blanco por el terror, sus relinchos agudos perforando la oscuridad y los cascos pateando enloquecidos la hierba húmeda de los prados… Y llevaban el motivo de su pánico firmemente atado a la grupa: cada poni arrastraba un carro de madera abarrotado de leña menuda y paja rociadas con aceite y grasa de cerdo, que ardían como las calderas de la morada misma del diablo.
El alboroto en el campamento instalado en los prados que tenía debajo de mí habría bastado ahora para despertar a los muertos de su sueño eterno. Sin embargo, por encima de los gritos y de la música infernal, me pareció oír la voz de una mujer, con un ligero acento franconormando, que gritaba una y otra vez en inglés:
—¡Son los caballos-demonios de Satán… corred, corred! ¡Ya llegan! ¡Los caballos-demonios vienen a llevarse vuestras almas!
Los ponis salvajes, enloquecidos por los carros incendiados a los que no podían escapar, cargaron colina abajo directamente contra el campamento de Murdac, llevando la destrucción en sus estelas de fuego. Derribaron las empalizadas, pisotearon las tiendas de campaña y atropellaron a los hombres dormidos bajo sus cascos y las ruedas de los pesados carros que arrastraban. Muchas tiendas y refugios de los mesnaderos de Murdac ardían ahora; banderas y pabellones flameaban, pirámides de lanzas se deshacían y las astas se quebraban como palillos bajo las ruedas. El campamento en desorden parecía un hormiguero desbaratado de una patada: hombres medio desnudos corrían de un lado para otro y aullaban de rabia, miedo y confusión. Y la voz de la mujer francesa seguía gritando:
—¡Vienen los caballos del diablo, los corceles de Satán! ¡Vienen a por vuestras almas!
Y sus chillidos de loca hacían crecer aún más el caos. Y la música sarracena salvaje y fantasmal seguía gimiendo, retumbando, rechinando, en una algarabía ensordecedora que difundía el terror en la noche.
Luego empezaron a volar las flechas, surgiendo de la oscuridad.
Hombres cuyas siluetas se recortaban contra el fuego de los incendios eran atravesados como ciervos por los proyectiles lanzados por manos invisibles cuando salían tambaleantes de sus tiendas, desarmados, aturdidos por el sueño, confusos por el ruido y las llamas y las ráfagas ardientes de pánico. Un hombre, un capitán sin duda, pareció mantener la serenidad pero, mientras daba órdenes a gritos a los hombres que corrían alrededor de su tienda, tres flechas impactaron en su pecho en menos de un segundo. Me di cuenta de que los arqueros de Robin, dispersos alrededor del perímetro del campamento y amparados sólo por la oscuridad, tenían órdenes de disparar primero contra cualquiera que intentara asumir el mando. Y eran pocos los que seguían aún en posesión de sus facultades en aquella noche de caos y confusión, mientras los arqueros arrebataban una a una las vidas de los hombres de Murdac.
Los ponis salvajes con su carga llameante habían llegado ya al centro del campamento y galopaban entre relinchos de terror, y vi desde mi atalaya cómo la rueda de un carro chocaba con una enorme olla de hierro de las cocinas: el vehículo volcó, esparciendo su carga de fuego sobre una zona del campamento, en la que de inmediato se desató una ola de fuegos nuevos. Las flechas zumbaban a través de la oscuridad, e impactaban en los cuerpos de hombres aterrorizados que corrían sin encontrar ningún lugar donde guarecerse. Un valiente salió de las sombras y, con un solo virote de ballesta bien dirigido a la cabeza, mató a un poni que pasaba galopando enloquecido por su lado. Pero mientras el pobre caballo tropezaba y caía, y el carro volcaba su carga ardiente sobre el cuerpo convulso y moribundo del animal, el ballestero fue derribado a su vez por una flecha de un metro de largo que surgió silbando de la oscuridad y le atravesó el cuello, haciéndole caer de bruces sobre un círculo de fuego de pajas y sangre asada de caballo.
Sonó alta y clara la llamada de una trompeta, que pudo oírse con facilidad por encima del estruendo de los cuernos sarracenos, y mi mirada se volvió hacia el norte, donde había aparecido una hueste de caballería de aspecto extraño. Eran una treintena de hombres montados y armados hasta los dientes, que parecían más grandes y amenazadores envueltos como estaban en largas capas oscuras que cubrían las bardas de los caballos hasta más abajo de las botas de los jinetes. Sus largas lanzas aguzadas relucieron a la luz de los fuegos; los escudos pintados mostraban la imagen tosca de un caballo trazado con sangre seca sobre un fondo blanco; pero eran los rostros de los caballeros (o mejor dicho, el lugar donde deberían estar sus rostros), lo que sin duda infundiría más miedo en el ánimo del enemigo. Cada hombre, a pesar de ir montado sobre un corcel, parecía tener él mismo la cabeza alargada de un caballo, con orejas puntiagudas, ojos en blanco y ollares de un rojo de sangre. Incluso yo sentí un escalofrío de temor, a pesar de saber muy bien que se trataba sólo de los hombres de Robin, con máscaras fabricadas con piel de cordero, orejas cosidas y agujeros abiertos para los ojos, con las caretas pintadas de modo que parecieran el morro de una bestia infernal. Parecían de verdad corceles de Satanás, venidos para llevarse al infierno las almas de los hombres.
Los jinetes diabólicos cargaron. Las lanzas descendieron hasta la horizontal, y aquella masa de puntas de acero aguzadas avanzó como una gran nube negra tonante, bajó por la ladera en formación cerrada en forma de «V» y trajo la muerte y la destrucción al campamento.
—¡Alan, Alan, vamos! ¡Vamos! Ha llegado el momento —gritó una voz debajo de mí. Y al bajar la mirada vi a Tuck, flanqueado por sus dos enormes perros,
Gog
y
Magog
, y sujetando las riendas de un caballo para mí. Era el momento: y si Edwinstowe y sus hombres se negaban a unirse a nosotros, todavía quedaban unos cuantos hombres de armas robustos que sólo debían lealtad a Robin, y que cabalgarían con nosotros esa noche para sembrar aún más terror entre los enemigos de su señor.
Las puertas se abrieron de par en par e irrumpimos a través de ellas en tropel, tal vez una docena de hombres montados, conmigo al frente, y una veintena de infantes: los lanceros y arqueros que Robin había dejado atrás mientras él participaba en la gran peregrinación, acompañados por un puñado de los más bravos, o tal vez simplemente los más leales, de las tierras vecinas. Conducidos por el padre Tuck, los soldados de a pie corrieron detrás de la caballería, lanzando sus gritos de guerra, armado cada uno de ellos con una lanza larga o una espada corta procedentes de la armería del castillo. Me di cuenta con admiración, y un sobresalto, de que el joven Thomas, armado con un hacha reluciente, se había unido al resto de los hombres que corrían detrás de los jinetes. No tuve tiempo de ordenarle que volviera al castillo, porque ya nos adentrábamos en la noche hacia el enemigo.
Los jinetes salimos al trote largo por la puerta situada en el sector sudeste del castillo, y giramos a la izquierda, picando espuelas, para caer sobre el lado sur del campamento de Murdac. El corazón me latía en el pecho con la oscura excitación de la batalla, la sensación incomparable de tener a un caballo bien entrenado entre mis piernas, un escudo grueso al brazo y una lanza larga recostada bajo mi codo derecho. Sabía que nuestras posibilidades no eran muchas, pero no sentí temor aquella noche extraña y salvaje. Cabalgábamos hacia la batalla, y la batalla, con su júbilo insano, maldita de Dios y desafiante al cielo, venía hacia nosotros.
Un centinela aterrorizado, vestido de negro y rojo, volvió la espalda y corrió hacia el campamento al vernos aparecer en la noche: una banda de jinetes al galope aullando como diablos y dispuestos a caer directamente sobre él. Cuando se volvió para correr, un borrón gris rojizo me adelantó de un salto, uno de los enormes mastines de Tuck entrenados para combatir. El animal saltó sobre el centinela en fuga, sus mandíbulas gigantes se abrieron y volvieron a cerrarse con un chasquido, hundiéndose profundamente en la carne de su pierna derecha, y luego los dos rodaron sobre la hierba oscura, formando un revoltijo de pelaje gris y faldones de una sobreveste negra, de estremecedores gritos pidiendo auxilio y de crujidos de huesos triturados. Luego pasé de largo, y vi que algunos enemigos adormilados salían tambaleantes de las tiendas que tenía frente a mí, visibles sólo a medias en las tinieblas. Me incliné sobre el cuello de mi caballo y galopé en línea recta hacia un soldado que forcejeaba para ponerse una cota de malla forrada de cuero, con los brazos en alto y la cabeza tapada por la camisa de acero, y grité «¡Westbury!» mientras adelantaba mi brazo derecho y hundía la punta de la lanza en su vientre abultado y desprotegido.
Cayó de inmediato, y pareció enroscarse como una serpiente alrededor del asta de mi lanza. Pero giré la muñeca para liberar la punta de los intestinos del hombre y seguí adelante. Apenas acababa de apuntar de nuevo al frente con mi lanza, cuando me vi frente a otro enemigo, un soldado montado, con casco y coraza de cuero, que gritaba enfurecido y blandía una pesada maza contra mí. Me alcé en la silla, mi lanza se proyectó hacia delante, y la punta teñida de sangre perforó el cuero endurecido del peto hasta penetrar en su pecho, propulsada por la fuerza letal de mi caballo al galope. Mi enemigo era hombre muerto antes de haber llegado a la distancia adecuada para golpearme. Solté la lanza, que oscilaba siniestramente sobresaliendo de su torso mientras la sangre empapaba el peto de su coraza, y desenvainé mi espada. Oí gritos de batalla a mi espalda cuando nuestros infantes irrumpieron en el extremo sur del campamento, tajando y aullando, golpeando y acuchillando a sus enemigos, barriéndolo todo a su paso como una ola de furia humana al estrellarse contra un escollo. Les dejé enfrascados en su sangrienta tarea, decidido a llegar hasta el centro de aquellas hileras de tiendas, donde sabía que se encontraba el pabellón de Murdac. Ansiaba enfrentarme a él, asestar con mi espada un golpe mortal en medio de la alegre carnicería de la batalla, y enviarlo al infierno al que pertenecía. Y mientras apremiaba a mi caballo y rebanaba el cuello de un soldado al tiempo que apartaba de mi camino a un ballestero aterrorizado, pude darme cuenta de que el plan de Robin estaba surtiendo efecto. Decenas de hombres vestidos de negro y rojo huían del campamento hacia el este y se perdían en la oscuridad; algunos suplicaban a gritos a Dios en su terror, y otros reservaban fuerzas para escapar más deprisa.
Conduje a mi caballo alrededor de una tienda de campaña grande y baja, y tropecé con una aparición terrible: un gigante montado en un enorme corcel, una mole negra y monstruosa iluminada tan sólo por las luces movedizas de los fuegos, pero que parecía a punto de abalanzarse sobre mí. Enarbolaba una gran hacha de doble cabeza en el puño enorme, y me di cuenta de que goteaba sangre fresca, y de que la cabeza que sostenían los hombros gigantescos era la de un garañón que parecía echar fuego por las narinas. No pude evitar tirar de las riendas de mi caballo para echarme atrás, alarmado, y entonces la aparición utilizó su mano libre para alzar su máscara de piel de oveja, que simulaba una cabeza de caballo, y reveló el rostro sonriente y sudoroso y los rizos rubios de John Nailor, el lugarteniente de Robin y buen amigo mío.