Dado que el objetivo de mi misión, además de hacer entrega de los mensajes de mi señor, era recabar información de cualquier cuestión que afectara a su familia o al propio Robin, garabateé una nota para mi señor en un pedazo de pergamino viejo y mandé de inmediato a Hanno al galope hacia Kirkton.
Mientras esperaba el regreso de mi compañero con nuevas órdenes, me entretuve en Pembroke para observar las obras del castillo, con no escaso respeto por las enormes sumas de dinero que consumían, tocar música para sir William, practicar mi juego de espada y escudo con sus caballeros, y flirtear con discreción con Isabel, la joven y encantadora esposa de mi añoso anfitrión, que era más o menos de mi misma edad. Además, por supuesto, aproveché cualquier oportunidad que se me presentó para intentar averiguar más sobre las amenazas a Robin por parte de la Iglesia. Pocos días más tarde, me llegó información más concreta, y con ella una sorpresa desagradable.
Hanno había regresado a mi lado con instrucciones escuetas de Robin de que volviéramos los dos de inmediato a casa. No me disgustó dejar Pembroke porque me había encandilado bastante con Isabel, y sólo mi considerable respeto por sir William me había aconsejado abstenerme de expresarle a ella mis apasionados sentimientos. Era preferible alejarme de la tentación, me dije a mí mismo. Cuando empaquetábamos nuestras pertenencias preparando ya la marcha, apareció mi anfitrión con un ruego: quería que diese una representación especial esa noche después de la cena, pues recibía a un huésped distinguido. Quise complacerle porque había estado disfrutando de su hospitalidad durante varias semanas, y me sentí además complacido porque quería cantar una canción de amor que había escrito para Isabel, con la intención de dejarle algo hermoso que le recordara a mi persona.
La
cansó
que había escrito para ella tenía un tono sentimental y se basaba en un cuento árabe que había oído en Ultramar, sobre un tordo común y una hermosa rosa blanca. El tordo está enamorado hasta la desesperación de la rosa, pero debido a la diferencia de rango nunca podrá estar junto a ella. Además, los pétalos delicados de la rosa blanca están celosamente protegidos por muchas espinas crueles, pero el tordo, loco de amor y despreciando el peligro, se arroja sobre la rosa en busca tan sólo de un breve beso, y voluntariamente se deja morir atravesado por las afiladas espinas. Y desde entonces las rosas son rojas como la sangre, en recuerdo del sacrificio del tordo que murió de amor.
Podéis pensar que todo eso son simplezas sentimentales, pero he de decir con toda sinceridad que Isabel entendió mi
cansó
en toda su extensión, y que por las miradas que me dirigió después de mi actuación creo que, de haberme quedado más tiempo, bien pudiera suceder que me invitase a disfrutar plenamente de la suavidad de sus pétalos. En cambio, al día siguiente Hanno y yo nos pusimos en marcha en la gélida madrugada de diciembre, y nunca volví a ver a mi rosa blanca. Estimo que, dada la temible reputación de guerrero de sir William, fue la mejor solución: sin duda no era un hombre dado a llevar los cuernos con resignación.
Sea como sea, aquella noche en Pembroke tuve un encuentro que resultó enormemente importante para esta historia. Después de representar mi
cansó
, y varias otras piezas, fui presentado al huésped distinguido de sir William. Su nombre era sir Aymeric de Saint Maur, y era un emisario de William de Newham, el maestre del Temple de Londres, la cabeza de la rama inglesa de la orden de los Pobres Soldados Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón: los famosos caballeros templarios.
Así pues, aquel sir Aymeric era un templario, formaba parte de una orden de élite de monjes guerreros, famosa en todo el mundo por su piedad y sus hazañas. Los templarios eran el brazo armado de la Santa Madre Iglesia, los guerreros sagrados de Nuestro Señor Jesucristo, que sólo obedecían a su gran maestre y a su santidad el papa. Los templarios habían estado en primera línea de batalla en Ultramar y, junto a los caballeros hospitalarios, habían ganado un gran renombre por su implacable ferocidad en la guerra y su devoción total a la causa cristiana. No daban cuartel a sus enemigos en Tierra Santa, y tampoco lo esperaban. Prueba de su suprema eficacia como guerreros era que, si en alguna ocasión un soldado templario era capturado por Saladino, de inmediato era ejecutado. Y aquellos monjes guerreros consideraban una muerte así como un martirio deseable.
Yo había conocido antes a varios templarios, en Inglaterra y en Tierra Santa, y siempre me había sentido impresionado por ellos: sir Aymeric de Saint Maur no fue una excepción.
Era un hombre de buena estatura y corpulento, en la treintena, de espalda recta, con cabellos negros espesos, vestido con el manto de un blanco inmaculado de los templarios, con la cruz roja en el pecho. De maneras nobles, era un militar en cada pulgada de su cuerpo, y el rictus de su boca insinuaba una crueldad fría que por el momento no me preocupó. Cuando, después de la cena y la velada musical, fui presentado a él por sir William, de inmediato dio un paso atrás, casi como si me temiera, y trazó la señal de la cruz en el aire, entre él y yo.
—¿Servís al conde de Locksley? —dijo en un tono de voz curioso, a medias incierto y a medias acusador—. ¿El hereje? ¿El adorador del demonio? Es difícil creer que alguien cuya música está tan claramente inspirada por el cielo sirva a una persona tan hundida en prácticas oscuras.
Sin hacer caso del cumplido, repliqué irritado.
—Sirvo al conde, y me siento honrado de hacerlo porque no es un hereje. Puede que no preste a su alma tanta atención como debiera, y es posible también que debiera ser más respetuoso con la Iglesia, pero sin la menor duda puedo asegurar que no es un adorador del demonio.
—¿De verdad? —preguntó el templario, alzando una ceja—. Me han contado hace poco una historia curiosa sobre el conde de Locksley, que como vos admitís presta tan poca atención a su alma inmortal y tan poco respeto a la Santa Madre Iglesia; pero tal vez esa historia es falsa…
Me miró con cautela durante unos instantes.
—¿Sí? —pregunté, seco.
—Me han dicho… —empezó el caballero, e hizo una pausa de apenas un segundo—. Me han dicho que Robert de Locksley, al verse abrumadoramente superado en número por sus enemigos, convocó a caballos-demonios surgidos de las mismas entrañas del infierno para que le ayudaran a ganar una batalla en Yorkshire contra sir Ralph Murdac, vasallo del príncipe Juan.
De nuevo hizo la señal de la cruz.
—Fue tan sólo un truco —dije, acalorado—. Una
ruse de guerre
. Únicamente unos cuantos hombres enmascarados, carros de fuego tirados por caballos y un poco de música pagana para aterrorizar a sus enemigos. No se recurrió a artes negras de ningún tipo. Lo juro. Juro por Dios Todopoderoso, por la Virgen y todos los santos, que no hubo nada diabólico en aquel genial ardid. Sólo quiso asustar a sus enemigos. Y debo añadir que el truco funcionó muy bien. Pericia. Pericia militar, sir Aymeric.
—¿Música pagana? Hum, interesante. Ah, bien —dijo aquel condenado templario—. Si vos decís que no se recurrió a ningún arte diabólica, debo creeros. —Era evidente que no lo hacía, y su voz había adquirido un tono distante, helado, como si ya se hubiese formado un juicio sobre mi persona—. Sin duda, la verdad saldrá a la luz con la Inquisición.
—¿La Inquisición? —pregunté totalmente espantado.
—¿No lo sabíais? —dijo el monje caballero, con sorpresa fingida—. Lord Locksley ha sido convocado a presentarse ante el maestre de nuestra orden para responder a cargos por herejía. El papa Celestino en persona lo ha aprobado… Y será un acontecimiento bastante singular, espero. Como debéis saber, todos los obispos de la cristiandad han sido encargados por su santidad de combatir la herejía allí donde la encuentren. En gran parte la medida va encaminada a extirpar la herejía en las tierras del sur, a esos malditos cátaros, pero el maestre ha recibido una dispensa especial del Santo Padre en persona para investigar a Robert, conde de Locksley. De modo que vuestro señor, si siente algún respeto por el vicario de Cristo, representante ungido de Dios en la tierra, deberá presentarse ante un tribunal en Londres el día de San Policarpo, so pena de excomunión e interdicto sobre todas sus tierras.
El caballero templario me dirigió una sonrisa feroz.
—Si lo que decís es cierto, lo considerará una oportunidad feliz para limpiar su nombre.
♦ ♦ ♦
Salí en estado de conmoción de la sala de banquetes de sir William. La conversación con sir Aymeric de Saint Maur me había dejado pasmado. El día de San Policarpo era el 23 de febrero, a tan sólo diez semanas de plazo. ¿Sabía aquello Robin? Sin duda debía de saberlo, y por eso nos llamaba a Hanno y a mí a su lado. ¿Se presentaría voluntariamente ante la Inquisición? Sería muy arriesgado no hacerlo. La excomunión era una de las sanciones más graves que podía imponer la Iglesia a un mortal: significaba que el pecador dejaba de formar parte de la comunión de los cristianos; una vez excomulgado, quedaba excluido públicamente de la Iglesia y se convertía en un proscrito espiritual, apartado de la eucaristía, y en consecuencia condenado a los tormentos eternos en el infierno. Pero yo sabía también que a Robin le importaba la opinión de la Iglesia sobre su alma menos que una manzana podrida. Ni siquiera estoy seguro de que creyera tener una. Y en todo caso, nunca se acercaba a recibir la eucaristía.
El interdicto sobre sus tierras era más grave. Significaba que no se celebraría ninguna ceremonia religiosa en ningún lugar de sus propiedades: no se casaría a nadie, no se bautizaría a ningún niño y no se enterraría a ningún muerto en una gran parte del Yorkshire del sur, y tampoco en áreas considerables del Nottinghamshire. Era una noticia preocupante. Tener a la Iglesia como enemiga no era una cuestión baladí. Los niños que murieran prematuramente irían al infierno sin el bautismo; los cadáveres se amontonarían en las cunetas de los caminos. Todos sus aparceros y villanos se indignarían con su señor por ese motivo, y tal vez llegarían al extremo de la rebelión, a menos que Robin pudiera conseguir el rápido levantamiento del interdicto.
Pero presentarse a la Inquisición y ser declarado culpable sería aún peor: la pena para un hombre culpable de herejía grave era la confiscación de todas sus tierras y pertenencias… y, en los casos más graves, la muerte en la hoguera.
♦ ♦ ♦
Dos días más tarde, Hanno y yo estábamos en la despensa adyacente a la gran sala del castillo de Kirkton, refrescándonos con un par de grandes jarras de cerveza recién escanciada del barril dispuesto allí. A la despensera, una mujer de proporciones generosas, le caía bien Hanno por alguna razón, y daba vueltas a nuestro alrededor animándonos a probar un pedazo de queso y a servirnos otra jarra de cerveza. Yo había notado a menudo la predilección de Hanno por las despenseras: gordas o delgadas, altas o bajas, amaba a todas las mujeres que servían cerveza. No había en eso ningún misterio, porque no creo haber conocido nunca a un hombre más aficionado a la cerveza. Despreciaba el vino y el hidromiel: su bebida, su amor líquido, era la cerveza, y no probaba ninguna otra.
Mientras bebíamos en abundancia la mejor cerveza de la despensera, decidí que había sido una tontería preocuparme tanto por mi señor. Cuando llegamos a Kirkton aquella misma mañana, después de muchas leguas de duro cabalgar, Robin se había echado a reír, a reír a grandes carcajadas cuando le hablé de los templarios y de su especialmente bendecida Inquisición por cargos de herejía para el día de San Policarpo.
—Lo sé todo, Alan. He recibido una carta del maestre del Temple en persona invitándome a presentarme y a dejarme poner con mansedumbre el dogal al cuello. Le he respondido declinando respetuosamente su invitación y sugiriéndole, con mucha cortesía, que pida a sus novicios más revoltosos que dejen de encularle por un rato, de modo que pueda disponer del tiempo suficiente para recapacitar y olvidarse de una vez para siempre de esa Inquisición.
Me chocaron sus palabras. Yo sabía que Robin no tenía miedo de nada, pero insultar de una manera tan cruda al maestre del Temple, un miembro dirigente de la orden de caballería más respetada del mundo…
—Pero ¿no has empeorado las cosas? —le pregunté—. ¿No vendrán a atacarte aquí, en Kirkton?
—¿Cómo podría empeorarlas? Me han declarado la guerra a mí personalmente, quieren quemarme vivo en la pira… Y no porque les preocupen unos cuantos míseros golpes de efecto en una pequeña escaramuza en el Yorkshire, ni por el estado de mi alma inmortal. Piensa, Alan, usa la cabeza. Tú sabes lo que de verdad está en juego…
Yo sabía exactamente a lo que se refería: el incienso, el enormemente lucrativo comercio de ese material que se quemaba diariamente en todas las mayores iglesias de la cristiandad. Aquella preciosa mercancía procedía de Arabia del Sur, y su comercio había supuesto una fuente significativa de ingresos para los caballeros templarios y sus socios en Ultramar…, hasta que Robin convenció a los mercaderes de incienso árabes (por métodos no precisamente delicados, si ha de decirse todo) a comerciar directamente con él. Reuben, el amigo de Robin, un judío duro e inteligente, se había quedado en Ultramar cuando la mayoría de nosotros regresamos a Inglaterra, y había asumido la responsabilidad de continuar el comercio del incienso, actuando en nombre de Robin. ¡Y qué comercio tan lucrativo! Los pequeños cristales de un color blanco amarillento del incienso, comprados por pocos peniques en las tierras de Al-Yaman, en el extremo sur de la península Arábiga, valían más de su peso en oro en Europa. Reuben compraba grandes cantidades a los mercaderes de Gaza por una modesta cantidad de plata, y embarcaba el precioso polvo en dirección a Sicilia, donde otro socio de Robin lo vendía a Italia y al resto de Europa.
Yo no conocía todos los detalles de aquel comercio, pero había visto sus resultados. A nuestra llegada a Dover, varios meses atrás, estábamos cubiertos de harapos, mareados y agotados, pero también éramos muy, muy ricos. Llevamos con nosotros en nuestro largo camino a casa (en condiciones estrictamente secretas, por supuesto) varios grandes cofres repletos de plata por valor de miles de libras, que ahora reposaban dentro de los gruesos muros de la cámara del tesoro construida en el patio interior del castillo de Kirkton. Y no paraba allí la fortuna de Robin. Desde que regresamos de Oriente, habían llegado dos remesas más de plata a Kirkton, con los saludos de Reuben y una carta en la que aseguraba a su amigo que todo marchaba a pedir de boca en Gaza, y que el negocio iba de perlas. El tráfico del incienso había convertido a Robin en un hombre rico, y seguiría enriqueciéndole… a menos que el maestre de los caballeros templarios y su santidad el papa consiguieran su propósito.