—Bueno, sí, por supuesto —dijo Walter, muy despacio—. La excomunión… sin duda, estamos trabajando ya con los prelados de su santidad para conseguirla. Pero ¿conseguiremos con esa sola acción traer de vuelta al rey Ricardo a nuestro lado? Lo dudo mucho.
—El problema real es Felipe de Francia —dijo Robin. Todos los presentes en la habitación le miraron. Su observación nos pareció muy extraña. Pero Walter de Coutances sonrió e hizo gestos de asentimiento a mi señor, que siguió hablando en medio de un silencio asombrado—: Tanto Enrique como Leopoldo necesitan plata, y algunos afirman que la necesitan hasta la desesperación. Pero el tesoro del rey Felipe está bien provisto; lo que quiere Felipe son tierras. Quiere Normandía; para ser exactos, quiere todas las posesiones del rey Ricardo al otro lado del Canal. Y ésta es su mejor opción para conseguirlas. Felipe puede muy bien intentar comprar a Ricardo a los alemanes, y luego forzar a nuestro rey a entregarle las tierras que posee en el continente.
Hubo una pausa mientras digeríamos las palabras de Robin.
—Ricardo nunca le cederá voluntariamente ninguna porción de su patrimonio. Ni un solo acre. Nunca, mientras conserve un soplo de aliento —dijo Leonor, con firmeza.
—¿Y el príncipe Juan? —preguntó Robin—. Si Ricardo muriera, ¿cedería Normandía a Felipe a cambio de la corona inglesa?
Hubo un silencio incómodo, que nadie parecía dispuesto a romper. Juan era también hijo de Leonor, y nadie deseaba ofenderla con una expresión sincera de la opinión que nos merecía.
—¿Dónde se encuentra el príncipe ahora, a propósito? —preguntó Robin. Parecía decidido a insistir en algún punto que consideraba importante.
El silencio en la pequeña cámara real fue casi como una presencia física; una ausencia innatural de todo ruido. Finalmente, el arzobispo Walter dejó escapar un largo suspiro y dijo:
—Está en Londres por el momento, pero tenemos información de que ultima los preparativos para una visita a París.
—Ah —dijo Robin.
♦ ♦ ♦
Robin y la reina Leonor y sus consejeros se reunieron varias veces en los días siguientes, pero como yo me sentía fuera de lugar entre personas tan importantes y sabias, y apenas podía contribuir a sus discusiones, pedí a Robin que me excusara de asistir a ellas. De modo que me quedé dando vueltas por los pasillos llenos de ecos de Westminster Hall, porque
Fantasma
era incapaz de soportar el menor peso sobre su pata herida y yo no poseía ninguna otra montura, a excepción de una mula vieja, un animal de carga inservible para cabalgar. Para combatir el aburrimiento, salí a explorar el área que rodeaba Westminster…, en barca.
Me había hecho amigo de un barquero local llamado Perkin, un tipo de nariz chata y pelo rojo más o menos de mi edad, que era el orgulloso propietario de un bote de cinco metros de largo. El agua no era mi elemento, y tenía amargos recuerdos de las travesías por mar durante la gran peregrinación, pero ser llevado corriente abajo por el Támesis era muy diferente, y la experiencia me pareció placentera. Con Perkin al manejo del largo remo que servía de timón, nos deslizábamos siguiendo la amplia curva que traza el río en ese lugar hasta la ciudad de Londres. Aquellos paseos me daban una gran sensación de serenidad: solo en el agua con mi nuevo amigo, y sin apenas más ruido que el suave batir del oleaje contra los costados de aquel bote y el grito agudo de las gaviotas, o en ocasiones el saludo amistoso de otro barquero que se cruzaba con nosotros, sentí que todas mis preocupaciones se diluían, arrastradas río abajo junto a Perkin y yo mismo por las aguas pardas del Támesis. También disfruté en su momento de la experiencia novedosa de contemplar la ciudad desde el agua, al pasar despacio frente a los muelles donde los barcos mercantes descargaban sus productos, ropas y especias, y cestas de frutas exóticas; o de flotar suavemente más allá de los muros elevados de los grandes edificios de la ciudad, y de los mercados donde los pescadores voceaban sus capturas del día, hasta llegar al puente de piedra a medio construir en el que la corriente, al dividirse para pasar entre los grandes pilares de los ojos, se aceleraba en el centro del río, de modo que cruzamos el túnel oscuro a lomos de una ola de espuma verde envueltos en risas. Me gustaba mirar arriba hacia la bóveda de la arcada del puente, y contemplar la capilla dedicada a santo Tomás Becket en el centro de su estructura, mientras cruzábamos por debajo, hasta que Perkin me informó en voz baja de que algunas de las casetas de madera que sobresalían a un costado del puente eran letrinas, por lo que debía estar atento a evitar las inmundicias que caían de allí. Dábamos la vuelta, manejando Perkin y yo un remo cada uno, y remontábamos el río por la parte de aguas más tranquilas, junto a la orilla sur, donde el puente estaba aún sin construir, por delante del priorato de los agustinos de Southwark y la zona maloliente de aguas estancadas y bosques en miniatura de juncales, y luego embocábamos la curva por el lado más abierto hacia el pantano de Lambeth, para finalmente cruzar el río hasta Westminster.
Un día llevé a Goody con nosotros en el bote de Perkin, pensando que le divertiría pasar el día al aire libre y lejos de los cotilleos de las mujeres de la corte de la reina.
Fue una mala idea.
Mis sentimientos hacia Goody eran confusos en aquella época. Como la conocía desde que era una niña, tendía a olvidar que ahora era una mujer joven, y la trataba con la confianza ruda y la condescendencia que se emplean con una hermana pequeña. Aquella neblinosa mañana de febrero, cuando la llevé al bote de Perkin y la presenté al barquero, me pareció que se sentía incómoda, de mal humor y picajosa, y me di cuenta de que la punta de su nariz estaba enrojecida. Mucho después, se me ocurrió que debía de estar en sus días del mes. Al ayudarla a subir al bote se tambaleó un poco, y hube de sostenerla para que no cayera en las orillas embarradas del Támesis. Por accidente, lo juro por los huesos de Cristo, al echar mano a su cuerpo me encontré a mí mismo apretando sus pequeños pechos duros. Cuando recuperó el equilibrio y se encontró a salvo a bordo, me abofeteó, un golpe duro y punzante que me hizo zumbar los oídos. Me quedé atónito, sin habla. No había sido mi intención meterle mano de una manera lasciva, sólo intentaba evitarle un chapuzón en las aguas mugrientas del río.
—Ten quietas esas manazas de soldadote, Alan Dale —dijo en tono severo mientras tomaba asiento y se acomodaba las faldas, en la proa del bote—. Ya me han advertido de esta clase de cosas: los hombres vuelven de la guerra con sólo una idea en la cabeza. No sé qué clase de pindongas te habrás encontrado en tus viajes a oriente, pero ahora estás en tierra de cristianos, y aquí no es tan fácil toquetear a una dama sólo por darte el gusto.
Perkin se echó a reír con tantas ganas que casi se cayó por la borda. Yo enrojecí de rabia impotente, y de esta guisa tomé asiento en el centro del bote, silencioso, furibundo. En ese momento, me habría hecho feliz tirarla al barro de un empujón. Apreté los dientes y fijé la vista en la lejana orilla de Lambeth, simulando que observaba a una garza que revoloteaba cansina sobre una franja de terreno pantanoso. Podía haberlo tomado a broma, o disculparme, pero no lo hice, y zarpamos en un silencio incómodo y hostil.
Había elegido un mal día para contemplar Londres desde el río; mientras nos deslizábamos corriente abajo, un banco de niebla empezó a ascender por el Támesis desde el mar lejano. Muy pronto apenas podíamos ver más allá de la proa del bote, y la ciudad se hizo invisible para nosotros, a excepción de algunas ojeadas fugaces a través de la cortina húmeda y gris de la niebla.
—Atento a la presencia de otras embarcaciones, colega —me dijo Perkin—. Más de un buen hombre se ha ahogado después de una colisión inesperada en medio del río.
Con la intención de hacer un chiste, pero seguramente también, en el fondo del fondo de mí mismo, como una venganza ruin, dije:
—Los demás botes no tendrán ninguna dificultad para vernos —sonreí a Goody—, ¡con ese grano enorme que reluce como una luminaria en medio de la nariz de mi dama! ¡Ja, ja!
Sólo quería alegrar la atmósfera. Para ser sincero, Goody sólo tenía un minúsculo punto rosado, pero me di cuenta de que mi broma la había herido…, y mucho. Goody se encogió como si yo la hubiera golpeado, su mano voló a la cara para ocultar el grano, y para mi asombro rompió a llorar, a sollozar y a resoplar, tapándose la cara bañada en lágrimas. Otra vez me quedé sin habla; había visto a esa misma chica apuñalar en una ocasión a un loco peligroso en el ojo con una daga, y al hacerlo me salvó la vida, ¿cómo podía echarse a llorar por una broma tonta de un viejo amigo? Sentí de inmediato el deseo de acercarme a la proa y rodearla con mi brazo para consolarla, pero temí que pensara que sólo quería toquetearla otra vez. Así que no me moví. Sólo refunfuñé:
—¿Os encontráis bien, mi señora? ¿Hay algo que pueda hacer por vos?
Pero esas palabras sólo la hicieron llorar con más fuerza.
Seguimos río abajo, con Goody sollozando en silencio, yo sintiéndome torpe e inútil, y Perkin mudo por la incomodidad de ser testigo del enfado de sus dos pasajeros. Después de un intervalo prudente, me volví a Perkin y le dije en tono brusco:
—Bueno, no vamos a ver gran cosa hoy, marinero, ¿damos media vuelta? —Luego me volví hacia la proa y añadí—: ¿Goody?
Ella hizo un gesto de asentimiento, pero no dijo nada; su carita estaba aún surcada por las lágrimas, roja y congestionada.
Remamos de regreso a Westminster, con Goody y yo mismo en un estado de tristeza abyecta. Yo no podía esperar a salir del bote para ocultar mi vergüenza. ¿Qué le pasaba a aquella chica, estaba enferma? ¿Por qué no me lo contaba? Cuando amarramos el bote a un poste, ofrecí mi mano a Goody para ayudarla a bajar a tierra, pero ella ignoró mi brazo, saltó torpemente al muelle de tablas y, sin más palabras, sin esperar a que la escoltase, echó a correr a toda prisa y se perdió en la niebla matinal en dirección al refugio de los aposentos de las mujeres, en Westminster Hall.
Yo me había vuelto ya hacia Perkin para pagarle el paseo en barca cuando, por el rabillo del ojo, vi dos figuras entre los paseantes que circulaban por el muelle que despertaron en mí algún recuerdo remoto. Allí, a menos de veinte metros de distancia, vi a un hombre alto y muy delgado junto a otro bajo y grueso. Me resultaron familiares, pero ¿dónde les había visto con anterioridad? Antes de poder precisarlo, los dos hombres desaparecieron en la espesa niebla del río, y yo olvidé su presencia en mis prisas por compensar mi torpeza con Goody pagando de más a Perkin.
P
asé todo el día furioso conmigo mismo por haber hecho llorar a Goody; yo la quería mucho, después de todo. Y, tal vez por ello, de forma imprudente, acepté una invitación de Bernard a tomar un trago aquella noche. Mi viejo maestro de viola me llevó a una taberna junto al río, bajo el cartel del Jabalí Azul, donde, según dijo, el vino era caro pero las mozas baratas. El lugar era horrible, una gran sala de techo bajo con manchas de grasa en el suelo y un fuego encendido en un hogar central de ladrillo. En un mostrador largo situado contra la pared, el propietario manipulaba barriles de vino y cerveza, e hizo una pausa para servirnos unas frascas rebosantes de espuma de un vino verde alemán, entre pase y pase de un paño mugriento por la superficie grasienta de las jarras de peltre de un estante. Dos muchachas despeinadas, de pecho abundante y vestidas únicamente con camisas ligeras y poco decorosas, trajeron la bebida a nuestra mesa, con un plato de pan seco, fiambre de puerco y pepinillos. Yo no sentía ninguna clase de apetito por las mujeres ni por la comida, pero bebí con una convicción sincera, buscando olvidar lo ocurrido y borrar el sentimiento de vergüenza con largos tragos de aquel vino del Rin sorprendentemente bueno que nos había servido el tabernero.
Bernard iba vestido de sedas relucientes y parecía estar en excelente forma. Ocurrente, con la nariz encendida por el vino, me habló de una nueva obra que estaba componiendo; he olvidado los detalles, pero me aseguró que iba a deslumbrar a las mansiones nobles de Europa con la belleza exquisita de su música y sus rimas prodigiosamente ingeniosas. Insistió en cantarme algunos fragmentos, y pidió de malos modos silencio a los dos o tres restantes bebedores presentes en la taberna: forasteros, por supuesto, hombres toscos que, a juzgar por las miradas que nos dirigieron, no aguantarían con paciencia que un petimetre borrachín les ordenara estar callados mientras él cantaba dando palmadas sobre el tablero de la mesa para marcar el ritmo. Comenté que era una composición bastante decente, pero Bernard pareció decepcionado por mi respuesta. Entonces empezó a contarme sus lances amorosos con las damas de la corte de la reina Leonor: eran muchos y muy complicados.
Me quedó claro, al escuchar presumir y mentir de forma escandalosa a mi amigo, que estaba pasando la mejor época de su vida como
trouvère
de Leonor. Sin embargo, mi malhumor era tan acusado que sólo fui capaz de responder a la cháchara brillante de Bernard con gruñidos y cabezadas. Debí de ser una compañía lamentable, pero él no se lo tomó a mal. Durante un rato, dejé de escucharle por completo, y al mirar a mi alrededor en aquella taberna cochambrosa llamó mi atención un hombre grueso de pelo negro que mascullaba algo para sus adentros y nos dedicaba miradas venenosas mientras bebía, de pie en un rincón, con su cerveza en una jarra de litro.
Aparté mi mirada del hombre y me volví hacia Bernard, que en aquel momento decía:
—… Y cuando el pobre villano se quejó de lo pesada que era la carga de un padre y pidió compensación por la virginidad perdida de su hija, el príncipe Juan lo encadenó en una mazmorra y lo revistió con una túnica de plomo. Cuando se ajustó aquella pesada lámina de metal al cuello del hombre, y sabiendo que la túnica lo aplastaría poco a poco hasta matarlo, el príncipe Juan comentó: «¡Ésa sí que es carga para un padre!». Todos lo encontraron muy ingenioso…, ¡bueno, todos excepto el pobre hombre cargado con cien libras de plomo alrededor del cuello!
Bernard rio como un lunático, dándose palmadas en la rodilla, y pidió otra jarra de vino.
Al poco rato, al darse cuenta de que ni siquiera sus historias más divertidas conseguían levantarme el ánimo, mi amigo desapareció en una habitación trasera con una de las despeinadas. Yo acabé mi vino, y empezaba a pensar en pedir la cuenta al tabernero e irme a la cama cuando, al levantar la vista desde mi taburete, me topé con el hombre grueso de pelo negro que me miraba de arriba abajo; llevaba un garrote de madera de roble colocado al desgaire sobre el hombro poderoso, que balanceaba ligeramente.