Entonces cometí un error.
Salté sobre su espalda, pasé mi antebrazo izquierdo alrededor de su cuello desde atrás, y apreté con fuerza haciendo palanca con mi brazo derecho. Por Dios que el cuello era grueso, un pie de ancho debía de tener por lo menos. Y aunque yo apretaba con todas mis considerables fuerzas, con la esperanza de impedirle respirar y cortar el flujo de la sangre a su maciza cabezota, era lo mismo que intentar estrangular a un roble. Milo se levantó sobre sus pies, conmigo colgado de su espalda peluda y sudorosa, y me levantó del suelo como si yo fuera un niño con el que jugara al caballito.
Oí el rugido de la multitud como un eco lejano, que sonaba como el batir de un mar furioso contra un acantilado. Milo alzó los brazos, saludando impertérrito al público, y empezó a mover su cuerpo en una serie de enormes sacudidas, a izquierda y derecha, para intentar descabalgarme. En cualquier caso, mi presa no parecía tener el menor efecto en él. A medida que sacudía su gran corpachón macizo, el mío volaba de lado a lado en cada sacudida, pero me aferré a él como a una tabla de salvación, intentando mantener la presión sobre su cuello y aumentarla en la medida de lo posible. Sentí el retumbo de su furia de ogro a través de los huesos de mi antebrazo izquierdo. Luego cambió de táctica. Lanzó su enorme puño derecho por encima de su propio hombro, y me golpeó en el lado derecho de la cabeza. Fue un golpe hacia atrás, asestado sin mucha fuerza, pero me proyectó hacia la izquierda y noté que mi presa se aflojaba. Entonces lanzó otro golpe con la izquierda, alcanzándome de pleno en la oreja y enviándome al suelo, aturdido, con la cabeza dándome vueltas. Se revolvió y me lanzó una patada al pecho, pero rodé de lado justo a tiempo para evitarla, y seguí rodando sobre mí mismo sobre la tierra apisonada mientras él me perseguía rabioso, lanzándome patadas y rugiendo. De haberme alcanzado uno de los golpes de aquellos pies enormes, me habría aplastado el pecho como una piedra al caer sobre un huevo. Pero seguí rodando y rodando, fuera del alcance de sus patadas. Desesperado, proyecté mi pie en una patada lateral, y por la gracia de Dios volví a alcanzarle otra vez en la rodilla izquierda, por detrás y desde abajo, y le hice caer al suelo con un bufido rabioso.
Al ponerme en pie de un salto, vi que él estaba seriamente herido. Pero también me di cuenta de que me faltaba la respiración, y de que aún seguía aturdido por los puñetazos recibidos en la cabeza: las piernas me flojeaban como si estuvieran hechas de agua, y sentí una necesidad urgente de vomitar. Milo forcejeó para levantarse, y una vez puesto en pie apenas si podía apoyar el peso del cuerpo en la pierna herida. Pero a pesar de su aspecto inhumano, no era ningún cobarde. Rugió:
—Ahora vas a morir, gusano diminuto.
Y cargó contra mí una vez más, con la fuerza que le daba su rabia ferina para correr utilizando la rodilla herida.
En aquel momento, supe de pronto qué debía hacer. La maniobra que me había enseñado el pequeño Thomas Lloyd hacía muchos meses, en Kirkton, un truco de lucha que él mismo había ideado, según me dijo, para utilizar el impulso de un adversario más fuerte y pesado contra él mismo. Lo utilizó conmigo, y me derribó con facilidad…, y no fue sólo mi orgullo lo que quedó maltrecho en aquella ocasión. Musité una rápida oración a Miguel, el arcángel guerrero, y cuando Milo se me echó encima, cojeando pero con una velocidad sorprendente, ensayé la extraña llave de lucha del pequeño Thomas.
Cuando Milo alargó los brazos para agarrar mi cuerpo con sus enormes manos, me dejé caer hacia atrás delante de él, recogiendo las rodillas hacia mi estómago y curvando mi columna vertebral, adoptando la posición de un bebé recién nacido. Cuando Milo tropezó en mi cuerpo tumbado y perdió el equilibrio, manoteando en el aire, yo le sujeté las muñecas, tiré de él hacia delante y proyecté de pronto las piernas hacia arriba contra su estómago… Y empleando toda la fuerza de mis jóvenes piernas, lo levanté en el aire por encima de mi cuerpo.
Salió volando de mis piernas extendidas, hacia el cielo azul, y su enorme cuerpo dio un círculo completo en el aire y fue a caer tres metros más allá, aterrizando con un crujido estremecedor… sobre su pierna izquierda.
Salté y corrí hacia él, mientras mi mente percibía en una fracción de segundo la visión de la pierna rota asomando debajo de su cuerpo caído, en un ángulo recto antinatural. Su alarido ahogó el rugido de la multitud cuando corrí hacia él y le golpeé con la bota derecha, con toda la fuerza que pude reunir, en el lado de la cara visible mientras seguía tendido en el suelo gimiendo de dolor. La cabeza sufrió una sacudida al impacto de mi pie, pero él apenas pareció notarlo y siguió sujetándose de forma frenética la rodilla rota, y chillando como un puerco a medio degollar. Sólo entonces me dirigí a él por primera vez. Grité:
—¡Por Perkin!
Y pisé con todas mis fuerzas el pómulo de su cara con el tacón de mi bota. Mi esfuerzo tuvo su recompensa en un fuerte crujido de huesos. Intentó moverse, incorporarse, de modo que le lancé otro rápido puntapié al ojo derecho, que lo machacó y empujó hacia atrás su gigantesca cabezota con el impacto, y otra dura patada de derecha a izquierda en la sien, y aún otra más que debió de dislocarle la mandíbula, y otra que fue a dar en el pómulo roto. Su cabeza estaba ahora ensangrentada y en carne viva; deformada en un amasijo de hueso y dientes, colgaba inerte de su cuello de toro, pero no me detuve. Pensé en las muertes de mis amigos y seguí pateando y pisando, asestando golpe tras golpe con mis pies a aquel enorme corpachón de niño gigante. Aquella tarde me dominaba una furia negra y terrible, alimentada por el miedo al monstruo que yacía despatarrado delante de mí y por un odio profundo a todos los espectadores que me rodeaban, y durante más tiempo del que puedo recordar seguí golpeando, pateando, pisoteando aquella cabeza convertida en una masa amorfa y sanguinolenta, hasta que mis fuertes botas de cuero quedaron impregnadas de su sangre, su piel y sus tejidos, y mi enemigo no se movió más.
Me detuve por fin, jadeante, tembloroso de emoción, y miré a mi alrededor la multitud de hombres de armas que se apretaban detrás del cordón que delimitaba la liza. Guardaban un silencio absoluto, y ninguno sostuvo la mirada de mis ojos enloquecidos y furiosos. Miré al príncipe Juan; tenía la boca desencajada de tan abierta, dejando ver unos dientes pequeños y amarillos y una lengua rosada y reluciente. Sir Ralph Murdac, a su lado, estaba pálido y parecía conmocionado.
El príncipe Juan fue el primero en recuperarse.
—¡Apresadlo! —graznó, y de pronto me vi rodeado por una docena de hombres de armas con las espadas desenvainadas. Me preparé para morir—. Lleváoslo… de aquí —consiguió decir el príncipe.
Y mientras unas manos rudas tiraban de mí otra vez hacia el torreón, oí gritar a mi espalda al príncipe Juan, con voz temblorosa por la emoción:
—¡No te librarás de ésta, asqueroso bastardo! ¡No escaparás a tus crímenes! ¡Te ahorcaré por esto, te ahorcaré por esto, maldito… animal diabólico, sanguinario hijo de una bruja! Ante Dios juro que te ahorcaré mañana al amanecer.
♦ ♦ ♦
De vuelta al almacén del subterráneo, lloré desconsoladamente. No sé por qué, pero con frecuencia después de una pelea siento una terrible tristeza, un malestar anímico que me abruma. En general puedo controlarlo, pero en aquel lugar oscuro y sin esperanza, tembloroso todavía de rabia después de machacar a Milo, me permití a mí mismo la debilidad y el consuelo de unas lágrimas de mujer. Aquello no duró mucho rato, y debo admitir que, después, me sentía mucho mejor.
En las horas siguientes, tuve tiempo de sobra para analizar mi situación. La parte buena era que había derrotado a un monstruo decidido a despedazarme; mis enemigos habían dispuesto para mí una muerte humillante y, con una buena dosis de suerte (aquí bendije al pequeño Thomas Lloyd y sus extraños pero eficaces trucos de luchador), había evitado mi destino y conseguido vengar de forma adecuada a Perkin y Adam. Seguía vivo. Tal vez algo magullado en la cara y el cuello, os lo aseguro (había recibido golpes salvajes tanto de Little John como del monstruoso Milo en menos de dos días), pero en buena medida sano y salvo.
La parte mala era que iba a ser ahorcado como un criminal común a la mañana siguiente.
Me lavé las heridas de la cara con lo que quedaba de agua, y también bebí un poco y noté el sabor metálico de mi propia sangre en la jarra. Recé una vez más por mi salvación, en esta vida o en la otra. Y finalmente me tendí de nuevo sobre los sacos de cebada e intenté dormir.
Apenas había cerrado los ojos, cuando se abrió la puerta del almacén y entraron dos hombres. Uno de ellos colocó una antorcha encendida en un blandón fijado a la pared, y cuando mis ojos se ajustaron a aquella luz repentina, vi que se trataba de sir Nicholas de Scras. Había esperado a medias una visita de mi amigo, pero su compañero fue una sorpresa completa para mí: era sir Aymeric de Saint Maur, el caballero templario que había perseguido a Robin con tanto ahínco.
Sir Nicholas me ofreció una jarra de cerveza, una rebanada de pan de centeno y un bol pequeño con un guiso de cordero frío. Sólo en aquel momento me di cuenta de que estaba hambriento. Los dos caballeros me observaron mientras comía con ansia y saciaba mi sed; no dijeron nada, se limitaron a mirarme a la luz vacilante de la antorcha. Cuando hube rebañado la grasa que quedaba en el bol con el último pedazo de pan, fui yo quien rompió el silencio:
—Gracias —dije—. ¿Y a qué debo esta cortesía inesperada?
—Sabes lo que queremos, Dale —dijo sir Aymeric—. O mejor dicho,
a quién
queremos. Eres un hombre de Locksley, y tienes que saber cómo y dónde podemos encontrarlo. Y podemos forzarte a decírnoslo si es necesario. —Sonrió con crueldad—. He descubierto que un hierro candente aplicado con habilidad suelta las lenguas más tercas.
No pude disimular un estremecimiento. En una ocasión, ya había sido torturado por sir Ralph Murdac con hierros candentes, y ni siquiera ahora, tantos años después, soporto revivir aquel recuerdo aciago. Recordé al pobre inválido arrastrado hasta el centro de la iglesia del Temple ante el tribunal de la Inquisición, y traté de no imaginar lo que le había hecho Aymeric de Saint Maur para conseguir su testimonio contra Robin. Sacudí la cabeza.
—Me estoy cansando de repetir siempre lo mismo. Pero os lo diré una vez más, y después no volveré a hablar de este tema. No-sé-dónde-está Robin. Le sirvo, sí, y me siento muy honrado al hacerlo. Pero arreglamos las cosas de modo que nunca pudiera traicionarlo…, ni siquiera en medio del dolor de la tortura o la muerte.
Sir Aymeric de Saint Maur me dirigió una mirada hostil. Durante unos momentos, nadie habló. Luego dijo:
—Hemos enviado a unos hombres a buscar a tu sirviente…, el extranjero. Y cuando lo tengamos aquí, veremos si un poco de calor no desata
su
lengua. O tal vez, al presenciar su agonía, te sentirás más inclinado a hablar.
Apreté los labios, rechiné los dientes y decidí que no iba a decir nada más.
—No habrá necesidad de tomar todas esas medidas desagradables —dijo sir Nicholas de Scras en tono tranquilo—. Sir Aymeric, tened la bondad de dejarnos. Me gustaría hablar con Alan a solas. Espero de vuestra generosidad que me concedáis esta pequeña merced.
Aymeric miró ceñudo a sir Nicholas durante unos instantes; parecía desconcertado. Luego dio media vuelta para marcharse, pero antes de salir lanzó su amenaza:
—Muy bien, pero advertid esto: si no habla con vos, hablará conmigo antes de que amanezca.
Y dejando esas palabras flotando en el aire como un mal olor, salió de la celda y cerró de un portazo la puerta de madera de olmo a su espalda.
Sir Nicholas y yo nos miramos el uno al otro durante unos instantes. Luego el caballero dijo:
—Aún no es demasiado tarde para ti, Alan. —Su voz era quejosa y amable, como la de un padre que intenta convencer a un niño recalcitrante—. Podemos acabar con todo esto, si pones un poco de tu parte. Por favor, Alan, por tu bien y el mío: ayúdame a ayudarte.
No dije nada, apreté las mandíbulas y le miré a los ojos; y mi silencio pareció animarle a hablar.
—No tengo muchos amigos —dijo el antiguo hospitalario—, y menos aún ahora, que he abandonado la orden. Pero en una ocasión pensé que tú y yo podíamos llegar a ser grandes amigos. Y cuando te cuelguen mañana, sentiré una gran tristeza al ver perecer a otro hombre que me ofreció la promesa de una amistad. Desde luego, la culpa será enteramente tuya: si tan sólo quisieras hablarme de tu amigo Robin, si confiaras en mí, yo podría salvarte, incluso ahora en esta situación. Pero has elegido morir. Y puedo entenderlo. Respeto tu lealtad a tu señor, aunque has mostrado tu temple un centenar de veces; has probado tu coraje y tu valor como un leal vasallo, y tal vez haya llegado el momento de que pienses en ti mismo. En salvarte. Alan, te lo ruego, ¡sálvate!
Hizo una pausa para darme la oportunidad de hablar. Pero yo no dije nada, me limité a mirarlo con la boca cerrada.
—Yo tenía un amigo en Ultramar, un buen amigo —siguió diciendo sir Nicholas—. También era amigo tuyo, creo. Se llamaba sir Richard at Lea…, y sabes muy bien cómo murió. Sabes…, sabes quién lo mató.
Hizo una nueva pausa y me miró, y esta vez no pude sostener su mirada.
—Sabes que tu señor Robert de Locksley ordenó a sangre fría la muerte de un hombre bueno; mató a mi amigo…, a tu amigo, sólo para enriquecerse como un repugnante mercader con el negocio del incienso.
Quedé sorprendido. No podía entender de qué manera se había enterado sir Nicholas de todo aquello; parecía capaz de leer directamente mi mente. Entonces puso fin a mi perplejidad.
—En el hospital de Acre cuidé de ti cuando enfermaste —dijo sir Nicholas—. ¿Acaso no lo recuerdas?
Yo asentí y recordé su amabilidad conmigo. Sentí un deseo abrumador de hablarle, de darle las gracias, y sólo con mucha dificultad pude retener mi lengua.
—Yo te cuidé, sequé por la noche el sudor que cubría tu cuerpo y te calmé cuando delirabas. Te oí despotricar noche tras noche; y recuerdo muy bien lo que decías. ¿Quieres saber lo que contaste en tu delirio? ¿Sabes a quién acusaste de asesinar a sir Richard? Creo que sí lo sabes. Nombraste a Robert, conde de Locksley, como su asesino. Y lo llamaste monstruo, adorador fanático del demonio. Todo lo que sé yo de los crímenes de Locksley, lo sé porque tú me lo contaste en aquellas largas noches febriles de Acre.