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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (34 page)

BOOK: El hombre del rey
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—¿Sabes que no olvidaré esto? ¿Que estaré siempre en deuda contigo? —preguntó, imponiendo las dos manos en mis hombros.

—Sí, señor.

—¡Buen chico! —dijo, y con una palmada en la espalda me envió a hacer los preparativos para la marcha inmediata a Alemania después del juicio de la Inquisición.

Y así fue como durante seis largos meses yo había estado representando mi papel de servidor del príncipe Juan y suministrando información a Robin por medio de los buenos oficios de Hanno… Por cierto, ¿dónde estaba Hanno?, me pregunté ahora. Me había despedido de mi astuto amigo alemán dos días atrás para que llevara a mi señor la información sobre el gran convoy de carros cargados de plata, y desde entonces no lo había visto. ¿Lo habían capturado también los hombres del príncipe Juan? ¿Estaba su cadáver en esos momentos balanceándose al viento en la horca de la ciudad?

Yo no tenía intención de acompañar al convoy de los carros de la plata. Durante todos los meses pasados, Robin y yo habíamos acordado que, para evitar que las sospechas recayeran en mí, él no robaría a los equipos de recaudación de los que yo formara parte. Tan sólo en el último momento me uní a la hueste de caballeros que custodiaba el convoy, y debido a las órdenes tajantes de Ralph Murdac: estaba claro que por fin habían conseguido concretar las sospechas que tenían sobre mí. Me palpé la nariz rota, y pasé la lengua por mi diente mellado. No había necesidad, se me ocurrió en ese momento, de que Little John me diera aquel puñetazo brutal. Podía haberme quedado con Robin y salvar la vida. En este mismo momento podría estar recorriendo, a lomos de
Fantasma
, las frías y limpias extensiones de Sherwood, libre y despreocupado, al lado de Robin y Little John y todos mis amigos… En lugar de estar tendido aquí, con el diablo haciendo redoblar sus tambores en mi cabeza y a la espera de que me despedazara aquel monstruo grotesco de Milo.

Me di cuenta de que me estaba autocompadeciendo, y cambié el tono de forma brusca. No estaba muerto, aún no. Me levanté de mis sacos de cebada, y empecé a examinar el almacén en el que me encontraba encerrado. Era pequeño, más o menos de cuatro pasos por cinco, y metro noventa de altura. La puerta era sólida, hecha con gruesos tableros de madera de olmo, atrancados con un cerrojo desde el exterior. Pegué el oído a la puerta y escuché… Nada. Gasté un tiempo inútil en aporrearla y llamar al carcelero, pero no hubo respuesta: debía de ser la primera hora de la noche, pensé, las ocho más o menos. O bien los guardias se habían retirado a dormir, o bien estaban cenando…, aunque quizá nadie se había molestado en colocar allí una guardia. No había ningún lugar adonde pudiera ir, metido como estaba en los sótanos de la gran torre, sin posibilidad de escapar, de modo que tal vez no había necesidad de apostar guardias para vigilar una puerta cerrada durante toda la noche.

Los muros de mi prisión eran de piedra arenisca, fríos, secos y lisos, sin brechas, grietas ni fisuras que yo alcanzara a ver, y tampoco había en la estancia herramientas ni armas de ninguna clase. A tientas, encontré un cubo vacío y una jarra con agua fría. Bebí un buen trago y me alivié en el cubo. Eso era todo cuanto me rodeaba, aparte de algunos sacos de cebada y un par de ellos llenos de avena. No conocía bien los subterráneos de la gran torre, porque sólo había estado allí en un par o tres de ocasiones. Hanno conocía este territorio mucho mejor que yo, porque aquí se encontraban innumerables bodegas, cocinas y despensas, debajo del gran torreón cuadrado y en el interior de los gruesos muros que rodeaban el recinto superior; y él solía bajar a menudo a este laberinto de pasillos y habitaciones vacías, escenario de sus citas ilícitas con alguna de las sirvientas del castillo. Pero yo guardaba en mi cabeza un plano aproximado del castillo, y calculé que no me encontraba lejos de la cámara del tesoro, celosamente guardada, en la que el príncipe Juan amontonaba la plata de sus actividades recaudatorias del verano.

Recé un poco más, en esta ocasión para pedir fortaleza en la prueba que me esperaba, y luego me puse a pensar en Milo. Me planteé la cuestión de cómo un hombre más pequeño y ligero podía derrotar a otro mucho más voluminoso y pesado, pero mis pensamientos sobre lo poco que sabía de la lucha sin armas se vieron interrumpidos por turbadoras imágenes de Goody.

Con los ojos de la mente podía ver su dulce rostro, sus suaves cabellos dorados y sus ojos de un azul violeta que chispeaban felices… o, de pronto, incandescentes de rabia. Me di cuenta de que, más que nada en el mundo, deseaba volver a verla, una vez aún antes de morir. La estrecharía con fuerza entre mis brazos, y le diría que todo iba a salir bien. Quería pedirle perdón por haberla engañado respecto de mi verdadero papel entre los hombres del príncipe Juan. Y, con una urgencia casi ansiosa, quería acariciar sus suaves mejillas y besarla en los labios…

Tuve que hacer un enorme esfuerzo para detener aquellos pensamientos antes de que se volvieran pecaminosos. Ella era como una hermana para mí; buscaba en mí la protección de un hermano mayor. ¿Quién era yo para empezar a pensar en besarla? Además, Goody me despreciaba: «Eres un hombre odioso —me había dicho—. No quiero volver a verte nunca más». Duras palabras que me quemaban en el corazón. Pero si ella supiera…

«¡Basta, Alan! Para ya. Milo: Milo es el problema urgente; tienes que concentrarte en derrotar a esa especie de ogro si quieres vivir…»

Y en algún punto de aquella extraña duermevela llena de ansiedad, me quedé dormido.

Desperté poco después del amanecer, y bebí un poco más de agua. Luego me senté a esperar, masticando un puñado de avena y sentado en los sacos de la cebada. Y esperé, y esperé… Después de lo que me parecieron varias horas, empecé a golpear de nuevo la puerta de madera de olmo, y grité pidiendo comida y más agua. Oí pasos y una voz ronca que me dijo en inglés que parara de hacer ruido. Luego los pasos se alejaron, y yo seguí sentado durante horas en la oscuridad pensando en mi destino y cantando
cansós
largas y alegres en voz alta para mantener alta la moral. Sin duda debí de quedarme dormido una vez más porque, de pronto, fui despertado por el ruido de la puerta de la celda al abrirse con violencia, y cegado por la luz tenue del pasillo al penetrar de forma repentina en la estancia. Cuatro hombres de armas irrumpieron, me agarraron de los brazos y me arrastraron al pasillo. No tuve tiempo de resistirme, y antes de que me diera del todo cuenta de lo que ocurría me habían subido en volandas por las escaleras hasta el piso principal de la gran torre; cruzamos la puerta de hierro, pasamos por la parte este de la mansión principal y cruzamos el recinto medio bajo los rayos oblicuos del sol de la tarde. Me llevaron a empujones fuera de la barbacana, al norte, hacia la nueva destilería, y los cuatro soldados siguieron a mi lado hasta que llegamos a la empalizada de troncos y barro que se extendía al este del recinto exterior y limitaba por ese lado el castillo.

Todo el recinto exterior estaba abarrotado de hombres de armas, sirvientes y clérigos; prácticamente todos los servidores del príncipe Juan, al parecer, deseaban asistir a la «diversión» de la tarde. Y en el centro del área acordonada de la liza, de dieciocho metros de lado, me esperaba Milo.

Era más grande y más feo aún de como yo lo recordaba. Vestido sólo con un taparrabo y un par de botas fuertes de cuero, vi que todo su cuerpo estaba cubierto de vello negro salpicado de gotas de sudor. En su pecho sobresalían músculos abultados, y el vientre era poderoso y redondo, pero ni remotamente parecía blando; los brazos eran tan gruesos como mis muslos, y sus cortas piernas tenían el grosor de las vigas de la gran sala. Me dedicó desde el otro lado de la liza una sonrisa cruel, que hizo brillar sus ojillos porcinos hundidos en su cara mofletuda de niño. Yo lo miré con desdén, pero la serpiente helada se revolvía una vez más en mi vientre, porque sabía que aquel hombre podía quebrarme la espina dorsal con la facilidad con la que un hombre rompe una rama seca menuda. También me di cuenta de que había calculado mal su estatura, porque sin el larguirucho Rix a su lado para empequeñecerlo (el espadachín no aparecía por ninguna parte aquella tarde), comprobé que era casi tan alto como yo, y yo mido más de metro noventa.

Aparté la mirada de su figura rebosante de músculos abultados para fijarla en el príncipe Juan, sentado en su habitual sitial de espaldar alto, en el costado norte de la liza. Sir Ralph estaba de pie a su lado, a la izquierda, y me miraba con una sonrisa plácida y satisfecha. Un caballero vestido con una sobreveste azul oscura, colocado al otro lado del príncipe Juan, susurraba algo urgente a su oído: era un hombre delgado de estatura mediana, de cabellos negros que griseaban en las sienes. Y en mi corazón se filtró un rayo de esperanza al comprobar que se trataba de sir Nicholas de Scras.

En ese momento, el príncipe Juan hizo un gesto de asentimiento y dijo algo al oído de sir Nicholas, y el antiguo hospitalario cruzó a largas zancadas el espacio despejado de la liza hacia mí. En su rostro se dibujó una sonrisa cálida y un poco triste de saludo, y empezó a hablarme cuando aún estaba a diez pasos de distancia.

—Alan, Alan…, podemos parar esta desgracia. Podemos pararla ahora mismo. Pero necesito que me ayudes.

Yo le mostré las palmas de las manos, perplejo.

—¿Qué puedo hacer por ti, Nicholas? —dije.

—Puedes parar este espectáculo bárbaro tan sólo con unas palabras, sólo con unas palabras bien elegidas.

Fruncí el entrecejo.

—¿Quieres que lloriquee? ¿Quieres que les ruegue…, a ellos, por mi vida? —Señalé al príncipe Juan y a sir Ralph Murdac, que nos observaban desde el otro lado de las cuerdas. Eché atrás los hombros y endurecí mi mandíbula—. ¡Nunca lo haré!

—No, no, Alan, nada de eso. No insultaré tu honor de esa manera. Pero has de decirles dónde se esconde el hereje y proscrito conde de Locksley.

Lo miré a los ojos; sus amables ojos verdes me suplicaban; pude darme cuenta de que ansiaba de verdad que hablara.

—No sé dónde está —dije.

—Alan, comprendo que estás a su servicio, que siempre le has servido, que me engañaste al decirme que deseabas servir al príncipe Juan, y que viniste aquí como una… una treta de guerra. Te lo perdono todo. Pero ahora está en juego tu vida. Tienes que decirme dónde está Robin, o al menos cómo podemos encontrarlo. ¡Debes hacerlo! Si no lo haces, dentro de unos instantes el bruto ese de ahí te hará pedazos.

Muy despacio y muy claro, le dije:

—No sé dónde está el conde de Locksley, y aunque lo supiera, no revelaría su paradero ni a ti ni a ninguna otra persona de este castillo.

—Alan, te lo suplicaré si es necesario…

Guardé silencio. No había nada más que decir.

Sir Nicholas sacudió tristemente la cabeza y bajó la vista al suelo.

—En ese caso, que Santa María, madre de Dios, se apiade de ti en esta hora de tu muerte —dijo, y dio media vuelta para marcharse.

De pronto, se volvió y se arrimó más a mí. Me indicó con una seña de la cabeza a Milo, que estiraba sus músculos gigantescos como calentamiento, con las manos enlazadas encima de la cabeza, y flexionaba y hacía girar su enorme cuerpo al sol de la tarde. En apenas más que un susurro, sir Nicholas me dijo:

—Tiene débil la rodilla izquierda. Se la torció hace unos días cuando se entrenaba. La rodilla izquierda, ¿entiendes? ¡Que Dios te acompañe!

Y dicho eso, fue a reunirse con su regio señor en el extremo más alejado de la liza.

Dos hombres de armas se adelantaron y me empujaron hacia el centro de aquel improvisado cuadrilátero: hacia Milo.

El príncipe Juan se puso en pie. En voz alta y sonora, dijo:

—Alan Dale, eres culpable de alta traición contra mi persona, de deslealtad, de faltar a tu juramento y de servir a un proscrito adorador del demonio. Y ahora te enfrentas a tu justo castigo. Morirás hoy por tus crímenes… Y éste será tu verdugo.

Acabó su pequeño discurso alzando la voz al decir «verdugo». Y en ese momento Milo levantó sus brazos macizos por encima de su cabeza y la multitud lanzó un rugido de aprobación. Sonó como el aullido de una manada de lobos hambrientos. Y puedo asegurar que he oído antes ese sonido.

—¡Empezad! —gritó el príncipe Juan, y se sentó de golpe.

♦ ♦ ♦

Milo se acercó a mí despacio, con su cara de lechón sonriente, los brazos extendidos, las manos abiertas como garras, los dedos tendidos como en un saludo amistoso, como invitándome a un cálido abrazo. Entonces habló, con una voz profunda y ronca que parecía surgir de las profundidades de la tierra:

—Voy a aplastarte, enano. ¡Te voy a arrancar la cabeza, como hice con tu amiguito el barquero en Alemania!

No respondí; en vez de eso, retrocedí despacio, moviéndome hacia mi izquierda. Pensé en el honrado Adam de ojos azules y en mi pelirrojo amigo Perkin, y el fuego de la rabia por sus muertes sin sentido fluyó por mis venas como el vino caliente. Iba a matar a aquella bestia humana, me dije a mí mismo. Podía morir en el intento, pero como había prometido a san Miguel meses atrás en las orillas del río Meno, éste iba a ser el día de mi venganza.

El sol estaba ya bajo en el cielo por el poniente, y procuré en lo posible que sus rayos llegaran directamente a los ojos de mi grotesco rival, de modo que seguí moviéndome en círculo hacia la izquierda. También observé su manera de caminar mientras me seguía arrastrando los pies como un oso…, y vi que sir Nicholas tenía razón. Apoyaba de una manera especial la pierna izquierda, y cojeaba de forma casi imperceptible. El ogro me sonrió.

—Ven aquí, enano, y te prometo que seré muy rápido. Ven con Milo, pequeño.

Y de pronto, cuando yo ya estaba cerca del cordón por la parte sur, rodeando todavía hacia el oeste, echó a correr, se me echó encima e intentó agarrarme. Yo me agaché, puse la mano izquierda en el suelo y le asesté una patada con la bota derecha, que impactó de lado a la altura de su rodilla izquierda. Dio un aullido de rabia, y se lanzó hacia mí con los brazos extendidos para rodearme con ellos. Esquivé su enorme brazo derecho y bailoteé un par de pasos hasta colocarme a su espalda. Y sentí el primer atisbo de esperanza. Era lento, era muy lento…, y la patada en la rodilla le había dolido.

Retrocedí de espaldas hacia el extremo oeste de la liza. Oí los abucheos de la multitud por mi cobarde retirada, pero sabía que, si quería vivir lo bastante para tomarme mi venganza, tenía que mantenerme lejos de sus brazos trituradores. Milo gruñó algo ininteligible y cargó una vez más contra mí. Yo hice un quiebro a la izquierda y cuando él se desvió hacia ese lado para agarrarme, me agaché de nuevo hacia la derecha por debajo de sus brazos, aterricé un instante en la tierra apisonada de la liza y de inmediato me puse en pie de un salto, lancé mi pierna derecha y golpeé de nuevo con ella su rodilla izquierda. Aulló y cayó sobre su articulación dolorida, con su espalda peluda hacia mí.

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