El inspector Caldas avanzó entre las hileras que formaban las mesas de la comisaría. Al pasar junto a Estévez, le indicó que le acompañara con un movimiento de su mano. Atravesó la puerta acristalada de su despacho, dejó la chaqueta en el perchero, se dejó caer en su silla de cuero negro y descolgó el teléfono.
—¿Qué pasa, jefe? —preguntó Estévez al entrar.
—Quiero que me hagas un favor —le pidió el inspector tapando el auricular con la mano—. Llama a Riofarma, habla con Ramón Ríos y que te cuente si saben algo de Isidro Freire.
Rafael Estévez cruzó la puerta de cristal esmerilado y se perdió entre las mesas.
—¿UIDC? Soy Leo Caldas. ¿Puedo hablar con Clara Barcia? —consultó.
Desde que había salido de Eligio, el inspector deseaba hablar con la agente que había conducido la inspección ocular en casa de Reigosa. Conocía la minuciosidad con que Clara trabajaba y confiaba en que le pudiera ayudar.
—Clara, soy Caldas —dijo, al escuchar la voz de la agente—. Quería hacerte una pregunta acerca de la inspección del caso Reigosa, en la torre de Toralla. ¿Recuerdas el libro que había en la mesilla, junto a la cama?
—¿El de Hegel o el otro? —preguntó la agente.
—El de Hegel —le confirmó el inspector—. ¿Hubo algo en él que te llamase la atención? Una señal de cualquier tipo, una nota, una dedicatoria, una etiqueta…, algo.
—A excepción de la frase subrayada no vi nada raro, inspector.
—¿Qué frase subrayada?
—Había una frase señalada con lápiz, inspector —le explicó—. Estaba en la misma página que tenía la marca de lectura.
—¿Recuerdas qué decía? —quiso saber Caldas.
—¿La frase? No me acuerdo literalmente, pero era un poco macabra, algo sobre dar la bienvenida al dolor si con eso se conseguía el arrepentimiento —contestó Clara.
—¿Estás segura? —la interpeló Caldas, excitado.
—Más o menos, inspector —titubeó la agente.
—¿Y cómo no se me dijo nada de esto antes?
—Inspector, está todo en el informe —se justificó Clara Barcia con un hilo de voz.
—¿En el informe?
Leo Caldas no había leído el informe final de Clara Barcia. Tras la detención del doctor Dimas Zuriaga, el inspector había dado por cerrada la investigación desentendiéndose del caso. Su trabajo en la comisaría concluía con la captura de los sospechosos y la aportación de pruebas, después se hacía cargo el ministerio fiscal.
—Añadí una nota manuscrita indicando que la frase confirmaba su teoría del crimen pasional —agregó Clara, dejando traducir su desconcierto por el tono en que Caldas se estaba dirigiendo a ella—. ¿No la ha leído?
Leo Caldas no contestó. Se limitó a remover los papeles que acumulaba encima de la mesa.
—Como el doctor ya estaba arrestado —seguía excusándose la agente—, no pensé que fuese necesario comentarle nada más acerca del tema.
El inspector dio la vuelta a un dossier de hojas grapadas oculto entre una pila de documentos. Era el dictamen final de Clara Barcia, sus conclusiones respecto al asesinato de Luis Reigosa.
—Mierda —refunfuñó en voz baja—. Clara, perdona, hablamos luego.
Leo Caldas colgó el teléfono y pasó apresuradamente las páginas del informe buscando la transcripción de la frase. Tenía la certeza de que no había sido subrayada por casualidad. Cuando dio con ella, leyó: «Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento».
—Mierda, mierda —repetía, leyendo una y otra vez.
—¿Se puede pasar, jefe? —le interrumpió Rafael Estévez entrando de nuevo al despacho.
—¿Han sabido algo de Isidro Freire? —le preguntó Caldas sin levantar la vista del dossier para mirar a su ayudante.
El agente meneó la cabeza.
—No ha vuelto a aparecer por la oficina desde el día de nuestra visita.
El inspector dejó el informe sobre la mesa, enfrentó las palmas de sus manos y las acercó, juntas, a los labios.
—Por supuesto que no apareció —murmuró—. Qué obcecado he sido.
Leo Caldas se puso en pie, descolgó la chaqueta y salió del despacho seguido por su ayudante con paso atolondrado.
El coche de los policías avanzaba paralelo a la línea de la costa. La lluvia caía con fuerza y les impedía ver con claridad la carretera. El cielo, pese a no ser más de media tarde, estaba tan oscuro como la mar.
—¿Cómo que no ha sido él? —preguntaba desorientado Estévez—. Pero si usted mismo ha facilitado todas las claves, las pruebas por las que van a condenar al doctor.
—Digo que pudo no haber sido él, que cabe esa posibilidad, nada más —objetó Caldas, recostado en el asiento del copiloto.
Estévez no comprendía el súbito cambio de parecer de su superior.
—¿Me puede explicar qué ha sucedido para que ahora piense que es inocente?
—Que el humo no aparece antes que el fuego —respondió Caldas críptico.
—Perdone, inspector, pero no tengo a mano la Piedra Roseta. ¿Me va a decir qué coño está pensando o vamos a jugar a los acertijos?
Caldas no sabía qué era exactamente lo que buscaba, ya se había confundido una vez y no tenía intención de hacerlo de nuevo. Sabía que los pensamientos, como el vino, necesitan tiempo para clarificarse. Aun así, decidió relatar a Estévez las ideas que hervían en su cabeza.
—El día en que apareció Reigosa recibí una llamada al programa de radio. Un hombre dijo una frase: «Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento». Es una cita de Hegel que el oyente repitió en dos ocasiones para recalcarla bien. Todas las semanas recibimos llamadas extrañas —puntualizó el inspector—, por lo que aquélla no habría tenido mayor importancia si en la mesilla de noche de Reigosa no hubiese aparecido un grueso volumen de ese mismo pensador alemán, de Hegel. Aquel libro de filosofía no encajaba entre el resto de literatura que Reigosa tenía en la casa, mucho más ligera. No imagino a Reigosa endilgándose filosofía del XIX después de un concierto.
—¿Por qué no? —le interrumpió Estévez—. Si no le importaba meter hombres en su cama, no veo tan grave que le gustara Hegel, la verdad.
Caldas estaba demasiado preocupado para reírle las gracias pero, aunque pensó en no volver a abrir la boca durante el resto del trayecto, continuó narrándole sus últimos descubrimientos. Se daba cuenta de que pensar en voz alta le ayudaba a seleccionar los acontecimientos que realmente tenían trascendencia.
—El libro mostraba una marca de lectura en una de las hojas. En la página señalada figuraba una frase subrayada tenuemente con lápiz. Acabo de descubrir que esa frase era la misma que el oyente había pronunciado en antena durante mi programa: «Bienvenido sea el dolor si es causa de arrepentimiento».
Caldas interrumpió unos segundos la explicación para buscar un cigarrillo.
—Todas las llamadas que se hacen a la emisora quedan registradas durante algún tiempo —prosiguió cuando el cigarrillo estuvo encendido—. Aquélla, concretamente, había sido realizada desde una cabina situada en el vestíbulo de la Fundación Zuriaga.
—¿Y qué encuentra tan extraño en todo esto? —le interrogó Estévez—. Yo creo que explica todavía más el caso. La frase de Hegel no hace sino corroborar lo que ya sabíamos: que el doctor había infligido al saxofonista un castigo tremendamente doloroso como venganza por su traición.
—No estoy de acuerdo, Rafa. Nadie que tenga en mente cometer un asesinato va sembrando la escena de pistas de ese modo tan infantil. Es todo demasiado limpio, demasiado dirigido —dijo el inspector, bajando el cristal lo justo para que una rendija dejara escapar el humo—. Es imposible que pueda ser tan sencillo.
—Otra vez su intuición, jefe. En mi tierra decimos que si parece un pato, camina como un pato y hace «cua–cua», es porque es un pato.
—No se trata de mi intuición, Rafa. ¿Es que no lo ves?
Durante unos segundos sólo se escuchó el repiquetear de la lluvia contra el techo y el ir y venir del limpiaparabrisas.
—¿Qué es lo que tengo que ver? —preguntó Estévez, que no daba con aquello que Caldas parecía percibir con tanta nitidez.
—Comenzar a investigar el formol y llegar a Dimas Zuriaga fue cosa de dos días —expuso el inspector—. Todo se resolvió con demasiada precipitación, sin tiempo para madurar las pruebas.
—¿Tiene eso algo de malo, jefe? Más bien debería estar orgulloso de la rapidez con que fuimos capaces de dar con el asesino. Recuerde que había dos muertos. Tres si aparece Freire.
—Lo normal habría sido que estuviéramos perdidos hasta que Clara diera con la frase del libro —la hipótesis tomaba forma dentro de la mente del inspector—. Yo, entonces, recordaría que aquéllas eran las mismas palabras que se habían pronunciado en directo durante el programa de radio. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo? —preguntó mirando fijamente a su ayudante.
Estévez asintió mínimamente, casi por compromiso, y Caldas reanudó su elucubración.
—La llamada había sido realizada desde un teléfono de la Fundación Zuriaga, por lo que habríamos centrado la investigación en el ámbito de ese hospital. Con tiempo y trabajo habríamos llegado a conocer la relación del doctor Zuriaga con Reigosa, pues ambos sabemos por experiencia que los hechos no se pueden ocultar eternamente. Antes o después habríamos llegado hasta el doctor.
—Ese razonamiento, lejos de exculparlo, involucra todavía más a Dimas Zuriaga en el crimen —repuso Estévez.
—No entiendes nada, Rafa. Si el doctor es, como tú mantienes, el asesino, ¿cómo explicas esa llamada a la emisora? ¿Y cómo justificas que dejara en casa de Reigosa el libro con esa misma frase subrayada? También pudo dejarnos una tarjeta de visita.
A esas alturas, Caldas tenía la seguridad de que el libro de Hegel no pertenecía a Luis Reigosa. Estaba convencido de que había sido colocado en el dormitorio por el asesino para incriminar a un tercero.
—Cabe la posibilidad de que el doctor pretendiese jugar con usted, inspector. Aunque no lo reconozca, usted es alguien en esta ciudad, lo mismo que él. Pudo tenderle las pistas para probarle —apuntó—. No sería el primer caso.
—¿Has visto en los periódicos las últimas fotografías de Zuriaga? —preguntó Leo Caldas—. El doctor está hecho un pingajo. ¿Te parece que un criminal que esté echando un pulso a la justicia tiene ese aspecto?
Rafael Estévez no contestó, era consciente del deterioro sufrido por el mecenas.
—Zuriaga se ha resignado a su suerte, ha bajado los brazos —añadió Caldas—. No es ésa la actitud propia de un hombre que esté librando un combate intelectual.
—En eso tiene razón —concedió Estévez.
—Volviendo al libro y a la llamada, los asesinos se ocupan de borrar las pruebas, no de ir dejando rastros. Quien quiera que haya urdido este embrollo deseaba que todos los indicios apuntaran en una sola dirección, en la del doctor Dimas Zuriaga —se reafirmó Caldas—. Tengo la sensación de que me han tendido una trampa. Yo no he caído en ella directamente pero, por circunstancias que desconozco, he acabado en el mismo lugar al que el asesino quería guiarme: inculpando al doctor y acusándole de asesinato.
Estévez aún no estaba convencido.
—¿Está seguro de que ahora vamos por el camino correcto, jefe?
A esas alturas, Caldas pensaba que lo importante no era qué camino se siguiese en un momento concreto, sino llegar finalmente a conocer la verdad. Sólo unas horas atrás, no albergaba dudas acerca de la culpabilidad de Zuriaga. Ahora, en cambio, consideraba la posibilidad de que fuese inocente. En algún punto de la investigación había elegido la dirección equivocada. Estaba dispuesto a desandar lo andado y tomar un rumbo nuevo.
—No sé si en esta ocasión vamos por el bueno —contestó el inspector—. Espero dar con Isidro Freire y que sea él quien nos lo aclare.
Rafael Estévez se giró a observar a su superior.
—¿Cree que Freire está vivo? —preguntó, recordando que poco tiempo atrás su jefe daba por segura la muerte del dueño del pequeño perrillo negro que le había mordido los zapatos en Riofarma.
—A Orestes lo mataron con prisas, sin tiempo para preparar el crimen. Son ocho los días transcurridos desde la desaparición de Isidro Freire, demasiados para que se mantenga oculto un cadáver fruto de un asesinato improvisado. Más bien pienso que es Freire quien no tiene intención de salir a la luz —afirmó el inspector, con la vista fija en la carretera que se intuía tras la cortina de lluvia—. Además, están todas esas llamadas realizadas al teléfono de Zuriaga en los días previos al asesinato de Reigosa. ¿Para qué precisaba Freire hablar con el doctor? Zuriaga podía acceder al formol sin necesidad de contar con el vendedor, le hubiese bastado con tomarlo de su hospital. No sé qué era lo que buscaba, pero Freire no pretendía vender unos litros de formaldehído al doctor, era otra cosa.
—¿Han vuelto a preguntar al doctor Zuriaga acerca de Isidro Freire?
—Zuriaga dice lo de siempre: que no sabe nada de los crímenes, que no conoce a Freire, que no sabía quién era Orestes y que amaba profundamente a Luis Reigosa —enumeró Leo Caldas—. Su declaración no ha variado ni un ápice en todos estos días.
—¿Y usted qué respuesta tiene para el guante de látex? —preguntó Estévez, quien, pese a escuchar con admiración el razonamiento de su jefe, todavía albergaba recelos—. ¿Tampoco cree que sea Zuriaga el asesino del pinchadiscos?
Caldas, sin una respuesta, se limitó a encogerse de hombros. Sabía que la prueba del ADN resultaba concluyente en el homicidio de Orestes Rial, ningún juez absolvería de aquel crimen a Zuriaga. Sin embargo, seguía pensando que aquel guante no esclarecía la muerte de Luis Reigosa ni la desaparición de Isidro Freire.
La única esperanza para el mecenas podía encontrarse en los detalles menores que el doctor había pasado por alto. Los sucesos más inextricables casi siempre eran resueltos por elementos aparentemente insignificantes.
Dimas Zuriaga estaba demasiado afectado para recordar, pero Caldas confiaba en que alguien en el entorno del doctor pudiera haber percibido algo, por nimio que se antojase, que les permitiese probar su inocencia.
Estévez detuvo el vehículo ante la enorme puerta de madera. Leo Caldas se subió el cuello de la chaqueta, salió del coche y, caminando entre charcos, se arrimó a la pared de piedra para pulsar el timbre.
Bajo la lluvia copiosa, el inspector aguardaba una respuesta.
1. Abertura que hay entre el quicio y la puerta. 2. Hendidura pequeña. 3. Coyuntura u ocasión que se proporciona para un fin.