No me iré sin decirte adónde voy (23 page)

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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Otros

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—Diga.

—Lo más genial de todo eso es que ni siquiera tienes necesidad de ser agresivo. Si sabes llevarlo, puedes lograr que se arrodille con suavidad, empleando un tono de voz en apariencia respetuoso. Es decir, estarás obligándolo a justificar sus reproches mientras tú actúas de un modo… irreprochable.

—No está mal…

—Si sabes llevarlo bien, hay muchas posibilidades de que te deje en paz más tarde…

Había pedido cita con Marc Dunker por teléfono a su secretario. He dicho bien, a su
secretario
, pues —hecho rarísimo en las empresas— se trataba de un hombre, en este caso un joven inglés muy distinguido, de nombre Andrew. Su elección había sorprendido a todo el mundo. Siendo Dunker claramente del tipo machista, uno lo habría imaginado eligiendo naturalmente a una lolita con escote y minifalda, sumisa, una chica con bastante experiencia para servirle y lo bastante tonta como para encajar su superioridad de macho dominante.

No obstante, su elección no había sido sin duda por azar: yo sospechaba que Dunker era una persona secretamente acomplejada por su trayectoria autodidacta y sus orígenes campesinos. El secretario inglés, que lo seguía en todos sus desplazamientos, compensaba ese déficit de imagen con una elegancia, un porte y una distinción llevadas al extremo, y —la guinda del pastel— un pulido lenguaje pronunciado con un fuerte acento británico: toda la clase de un auténtico súbdito de su majestad, que, con su simple presencia, ennoblecía a su jefe. Algunos escasos errores gramaticales acababan por completar el cuadro aportando un toque de encanto.

Esa mañana llegué intencionadamente con cinco minutos de retraso, sólo lo suficiente para mandar a Dunker el mensaje de que no estaba bajo su yugo. Fue Andrew quien me recibió.

—Debo pedirle un poco de paciencia —dijo con su fuerte acento—. El señor Dunker todavía no está listo para recibirlo.

Normal… Respondía a mi retraso con un retraso mavor. En Francia, el tiempo es un instrumento de poder.

Andrew me invitó a sentarme en un canapé de cuero rojo que destacaba contra las paredes de un blanco perfecto. La habitación, bastante amplia, tenía en efecto una parte de salón donde se hacía esperar a las visitas. Al otro lado, el despacho del joven inglés, enteramente recubierto por cuero rojo a juego con el canapé, estaba impecablemente ordenado. No había un solo papel fuera de su sitio.

—¿Le apetece un café?

Casi me sorprendió su pregunta; tan incongruente era que semejante personaje que parecía directamente salido de Buckingham Palace pudiera ofrecerte otra cosa que té en porcelana china.

—No, gracias… Bueno, sí, creo que tomaré uno…

Andrew asintió en silencio y se dirigió a una esquina de la sala, donde había una cafetera de cápsulas último modelo de acero inoxidable. La máquina crepitó unos instantes mientras el café caía en la taza. Una gota tuvo la desgracia de salpicar el acero inmaculado. Andrew desenfundó instantáneamente una toallita húmeda e hizo desaparecer la gota rebelde tan rápidamente como un lagarto atrapa a un mosquito de un lengüetazo furtivo. El acero recuperó el mismo aspecto inmaculado que tenía un segundo antes.

Luego dispuso con precisión la taza en la mesita baja que había delante de mí, una taza de color rojo vivo de un diseño más pretencioso que bonito.

—Por favor —dijo.

—Gracias.

Volvió a su mesa y se sumió en la lectura de un informe. Estaba sentado muy erguido en su silla, manteniendo la cabeza alta de tal manera que sólo sus ojos bajaban hacia el documento que leía, con los párpados entornados. De vez en cuando se hacía con un bolígrafo esmaltado en negro para anotar algo al margen del documento, y luego volvía a dejarlo exactamente en el mismo sitio, en perfecta perpendicular al borde de la mesa.

Al cabo de varios y largos minutos, la puerta que nos separaba del despacho de Dunker se abrió de un golpe seco, como si hubiera sido derribada por un comando de las fuerzas especiales, y el presidente se precipitó de pronto en medio de la sala.

—¿Quién ha redactado este informe? —preguntó en tono acusador.

—Alice, señor.

Andrew había respondido sin pestañear. La abrupta entrada de su jefe no había provocado la menor expresión en su rostro impasible. Como James Bond, a quien no se le mueve un solo pelo de la cabeza mientras todo salta por los aires a su alrededor.

—¡Esto es inadmisible! ¡Comete errores más grandes que su culo! ¡Dile que relea sus notas antes de entregarme estos papeluchos!

Le arrojó a su secretario el documento, cuyas páginas se esparcieron sobre la mesa. Él las reunió y, al cabo de un instante, el mueble había encontrado de nuevo su orden inmutable.

Tragué saliva.

Dunker se volvió hacia mí y me tendió la mano, súbitamente calmado y sonriente.

—Buenos días, Alan.

Lo seguí a su santuario, un amplio espacio en medio del cual estaba dispuesto un imponente escritorio triangular, con el vértice vuelto hacia el visitante. Se instaló detrás de él y me señaló un asiento al otro lado de un diseño sofisticado pero muy incómodo.

La ventana estaba entreabierta pero los ruidos de la avenida parecían lejanos, como si no les estuviese permitido alcanzar la última planta del edificio. Se veía, por encima de los tejados, la punta del obelisco de la plaza de la Concordia y, a lo lejos, la cúspide del Arco de Triunfo. Una ligera corriente de aire llegaba hasta nosotros. Un aire bastante fresco pero totalmente desprovisto de olores. Un aire muerto.

—Una vista bonita, ¿no es cierto? —dijo al ver que mi mirada se demoraba fuera.

—Sí, es bonita. Pero es una pena que en la avenida de la Ópera no haya árboles —señalé para romper el hielo—. Sentaría bien un poco de verde bajo las ventanas…

—Es la única avenida de París en la que no hay. ¿Sabe por qué?

—No.

—Cuando Haussmann la realizó a petición de Napoleón III, éste cedió ante la exigencia del arquitecto de la Ópera, que quería que nada pudiese obstaculizar su obra desde el palacio de las Tullerías. Toda la perspectiva debía quedar despejada.

Una mosca se coló en el despacho y voló a nuestro alrededor.

—Quería verme —dijo Dunker.

—Sí, gracias por recibirme.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Bueno, quería hacerlo partícipe de un cierto número de cosas que podrían mejorar en la empresa.

Frunció imperceptiblemente el ceño.

—¿Mejorar?

Mi estrategia para convencerlo era abrazar su universo sincronizándome con sus valores de «eficacia» y «rentabilidad». No hacía más que repetir constantemente esas palabras. Todas sus decisiones se reducían a eso. Iba a intentar probarle que mis peticiones servían a sus intereses.

—Sí, por el bienestar de todos, y con la intención de acrecentar la rentabilidad de la empresa.

—Ambas cosas raramente van unidas —dijo fingiendo diversión.

Comenzaba fuerte.

—Pero un empleado que se siente bien trabaja mejor…

La mosca se posó sobre la mesa. Dunker la ahuyentó con un revés de la mano.

—Si no está usted bien con nosotros, Alan…

—Yo no he dicho eso.

—No se enfade.

—No me enfado —dije esforzándome en parecer lo más calmado posible, aunque ya tenía ganas de arrojarlo por la ventana.

¿Y si sólo fingía interpretar mis palabras al revés para desestabilizarme?

«Deja de responder. Tortúralo con preguntas. Preguntas.»

—Pero —añadí—, ¿qué relación hay entre mi opinión de que un empleado que se siente bien trabaja mejor y su hipótesis de que yo no me siento bien en la empresa?

Tres segundos de silencio.

—Me parece evidente, ¿no?

—No, ¿por qué entiende eso? —pregunté esforzándome por adoptar un tono cándido.

—Bueno…, los malos resultados no deben justificarse con causas externas…

—Sin embargo, mis…

«No justificarse. Cuestionar. Con calma…»

—¿Quién obtiene malos resultados? —proseguí.

Una expresión irritada pasó por su rostro. La mosca se posó entonces en un bolígrafo. La ahuyentó de nuevo y luego cambió de tema.

—Bueno, dígame: ¿cuáles son sus propuestas para mejorar?

Acababa de ganar el primer set…

—En primer lugar, creo que deberíamos incorporar una segunda asistente en nuestro área que ayude a Vanessa. Ella está todo el tiempo desbordada y se la ve agobiada. Esa persona podría, a su vez, redactar nuestros informes en nuestro lugar. He calculado que nosotros, los consultores, pasamos cerca del 20 por ciento de nuestro tiempo escribiendo las memorias de las entrevistas. Visto nuestro índice salarial medio por hora, no es en absoluto rentable para la empresa. Si tenemos una segunda asistente, podría tomar nota taquigráfica de lo que queremos incluir en nuestros informes, y luego sería ella quien los redactaría. Así, los consultores emplearíamos ese tiempo para hacer cosas que sólo nosotros podemos hacer.

—No, cada consultor debe escribir sus informes, es la norma.

—Precisamente es esa norma la que pongo en cuestión…

—Cuando uno se organiza bien, eso no lleva tanto tiempo.

—Pero es lógico que ese trabajo sea realizado por alguien cuyo salario sea más bajo. Es más provechoso que un consultor emplee su tiempo en tareas más rentables para la empresa.

—Precisamente, la contratación de una persona suplementaria en el área haría caer la rentabilidad del servicio.

—Al contrario, yo…

«Deja de argumentar… Haz preguntas.»

—¿En qué haría caer la rentabilidad? —dije.

—Eso acrecentaría el montante global de los salarios del servicio, por supuesto.

—Pero los consultores dispondrían así de más tiempo para ocuparse de clientes potenciales, lo que aumentaría el volumen de negocio. Al final, ganaríamos…

—No creo que eso aumentara el volumen.

—¿Qué le hace creer eso?

—Todo el mundo sabe que, cuanto menos trabajo tenemos que hacer, menos hacemos.

«Haz preguntas. Suavemente…»

—¿Todo el mundo? ¿Quién es todo el mundo? —inquirí.

Buscó las palabras durante unos segundos, sus ojos girando de izquierda a derecha.

—En cualquier caso, lo sé.

—Y… ¿cómo sabe usted eso?

La mosca se posó en su nariz y la ahuyentó violentamente de un manotazo.

—¡Siempre es así, por supuesto!

—Ah…, ¿ya lo ha experimentado usted?

—Sí…, en fin…, no, pero sé bien lo que sucede.

Para que no pudiera reprocharme agresividad, me esforcé por conservar un aire cándido, casi de tonto del pueblo.

—¿Cómo puede saberlo si… no lo ha experimentado?

Me pareció ver que algunas gotas de sudor perlaban su frente, a menos que fuese mi imaginación… En cualquier caso, no era capaz de encontrar una respuesta satisfactoria.

—¿Qué quiere decir eso? —añadí—. ¿Que usted, si tuviese menos trabajo que hacer, trabajaría menos?

—¡Yo soy diferente! —estalló antes de calmarse—. Oiga, Alan, empieza a parecerme usted muy arrogante…

Por fin habíamos llegado a eso. Me tomé mi tiempo antes de contestar.

—¿Arrogante? —dije arrellanándome tranquilamente en el asiento—. El otro día demostró usted delante de todo el mundo que me faltaba confianza en mí mismo…

Dunker se quedó paralizado. Una nube tapó el sol y el despacho se oscureció de repente. A lo lejos aullaba la sirena de una ambulancia.

Acabó recuperando la inspiración.

—Escuche, Greenmor, volvamos a lo que íbamos. En lo que concierne a su petición de reorganización: cuando el área alcance sus objetivos, volveremos a hablar de contratar a una nueva asistente.

—Sí, por supuesto —respondí con voz queda—. Pero… ¿y si fuese ese contrato lo que nos permitiera alcanzar nuestros objetivos?

Adoptó un aire condescendiente.

—Para usted es todo muy sencillo. Yo tengo una visión estratégica del desarrollo de la empresa, y esa visión me prohíbe inflar los gastos salariales. Usted no dispone de todos los elementos necesarios para juzgar, no puede comprender…

—En efecto, me resulta difícil tener una visión estratégica de la empresa, ya que no es conocida realmente por sus empleados… Pero tengo sentido común, ¿sabe?, y me parece que, para desarrollarse, toda empresa necesita disponer de medios. ¿No cree?

—Olvida usted algo, Alan, algo fundamental. Actualmente nuestra empresa cotiza en Bolsa. Estamos a la vista de todo el mundo: no podemos hacer cualquier cosa.

—¿Contratar a alguien para disponer de más medios para expandirse es cualquier cosa?

La mosca giró en torno a nosotros. Dunker cogió un vaso de agua que había sobre la mesa, vertió el contenido en una planta carnosa y conservó el vaso en la mano.

—El mercado no juzga el porvenir más que extrapolando los resultados presentes. Los inversores no esperarán a saber si las contrataciones producirán un efecto positivo a largo plazo. Si tenemos más salarios que pagar, las acciones descenderán. Es automático. Nos observan con lupa. Nos vigila —dijo señalando un recorte de periódico.

En él se veía una foto del periodista Fisherman, la bestia negra de Dunker, y el artículo hacía referencia a nuestras acciones: «Tienen un cierto potencial, pero deben hacer esfuerzos.»

La mosca se posó sobre la mesa. Con un gesto tan rápido como hábil, Dunker volvió el vaso del revés y la atrapó en su interior con una sonrisa sádica.

—Tengo la impresión de que en realidad somos esclavos de la cotización de las acciones —repuse—. Pero, al final, si tomamos un poco de distancia, ¿en qué repercute a la empresa que el precio de las acciones suba o baje a corto plazo? Nos da un poco igual, ¿no?

—¡Dice eso porque no es usted accionista!

—Pero lo que cuenta, incluso para usted, que sí lo es, es que suban finalmente. Si la empresa se expande, la cotización de las acciones acabará obligatoriamente por mantenerse al alza un día u otro…

—Sí, pero uno no puede permitirse mantener acciones que bajan, aunque sea a corto plazo.

—¿Por qué?

—Porque existe riesgo de opa. Debería usted saberlo, ha estudiado economía, ¿no? Sólo una cotización elevada nos resguarda de una tentativa de rescate por otra empresa, porque entonces le costaría demasiado caro adquirir el número de acciones necesario para tomar el control de nuestra sociedad. Por esa razón, es vital mantener una cotización al alza, y más rápida que la de nuestros competidores.

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