«Perro ingrato…»
Entonces se encendió una luz en el interior de la casa.
«¡Deprisa!»
Me lancé hacia la pequeña puerta, tiré de ella y… ¡cerrada! Estaba trabada, el pestillo activado en el cerradero. Mi pieza metálica yacía en el suelo, justo delante. Al entrar, preocupado sólo por el perro, debía de haber soltado la puerta de golpe a mi espalda.
Estaba metido en una trampa. En una ratonera. Era cuestión de segundos que fuera descubierto. Me asaltó la angustia, violenta y opresiva, a la que se añade la ira de la impotencia. ¡Ninguna otra salida! Todo el jardín estaba rodeado por una verja infranqueable, de más de tres metros de altura, rematada por picas. Ningún árbol al que trepar cerca de ella, ningún murete, ninguna… Mi mirada se detuvo en
Stalin
. Movía la cabeza, la boca cerrada de nuevo sobre el hueso que agitaba, los colmillos lanzando por momentos destellos blancos en la noche. Detrás de él, las cuatro casetas estaban perfectamente alineadas justo… bajo la verja.
Tragué saliva.
Dubreuil decía que, en el mundo empresarial, los acosadores no escogían a sus víctimas al azar. Y… ¿los perros? ¿Me atacaría
Stalin
si no tuviera miedo de él? ¿Cómo reaccionaría si permaneciese sereno, relajado, e incluso… confiado?
«Es mi única salida…»
Una vocecita salió de mí, un débil susurro que me decía que tenía que enfrentarme a esa prueba. La pieza metálica había, en efecto, caído por azar, pero el azar, decía Einstein, es el disfraz que Dios elige cuando desea pasearse de incógnito. Tuve el presentimiento de que la vida me libraba a esa prueba para darme una oportunidad de evolucionar y, si no atrapaba al vuelo la ocasión que se me ofrecía, me quedaría atrapado para siempre en mis miedos.
Mis miedos…
Stalin
me aterrorizaba. ¿Hasta qué punto su maldad era inducida por la visión que yo tenía de él? ¿Mi pavor era el fruto de su agresividad o… su desencadenante? ¿Tendría el valor de enfrentarme a mi miedo, de dominarlo y luego ir hacia él? El valiente no muere más que una vez, dice el proverbio, mientras que el cobarde se ha muerto ya mil veces…
Inspiré profundamente la suavidad de la noche, luego exhalé despacio todo el aire contenido en mis pulmones. Comencé de nuevo, la respiración profunda, mientras me relajaba soltando los hombros, los músculos, liberando la menor de las tensiones. Cada exhalación me ayudaba a relajarme cada vez más, a estar más calmado. Al cabo de un momento sentí que mi corazón latía con mayor lentitud.
«
Stalin
es un amigo, un perro bueno… Estoy bien… Me siento bien… Confío en mí mismo… Confío en él… Lo quiero, y él también me quiere… Todo va bien…»
Comencé a avanzar despacio, los ojos fijos en la primera caseta, respirando pausadamente, cada vez más relajado.
«Todo va bien…»
Continué andando mientras ignoraba al perro, orientando mi pensamiento hacia el color de la caseta, hacia la agradable noche, la quietud del jardín.
En ningún momento mi mirada se posó en él y, sin embargo, vi por el rabillo del ojo que levantaba la cabeza. Continué avanzando, ahora con mi atención y mis pensamientos centrados en elementos anodinos del entorno, manteniendo mi sentimiento de confianza y mi calma. Acabé trepando lentamente a la caseta. El buen perro no se movía. Escalé la verja y a continuación me dejé deslizar del otro lado antes de esfumarme en la noche.
D
esde hacía más de un mes, dejaba que personas a las que no conocía dirigiesen mi vida. Había respetado con pundonor mi compromiso. ¿Qué esperaba exactamente? ¿Que Dubreuil mantuviera su promesa de hacer de mí un hombre libre y feliz? Pero ¿cómo podía ser libre sometiéndome a la voluntad de otro? Había cerrado los ojos, negándome a ver la evidente paradoja, cegado por el placer egocéntrico de que se interesasen por mí. Y, ahora, descubría que nuestro encuentro no se debía al azar. Esas personas tenían motivaciones ocultas que ignoraba.
En efecto, podría haber comprendido que Dubreuil se hubiese preocupado de mi suerte después de haberme socorrido en la torre Eiffel: salvar la vida de alguien es como comer pipas; algo irresistible te empuja a seguir haciéndolo. En cambio, era imposible explicar que hubiese redactado informes sobre mí
antes
de nuestro encuentro.
Esa incomprensión se volvió una fuente de angustia que no me soltó ya. Mi sueño se volvió inquieto, agitado. Durante el día estaba tenso, intranquilo, expectante, impotente, porque un nuevo acontecimiento sobreviniese.
Tenía desde entonces permanentemente en la cabeza la formulación de los términos de nuestro pacto: «Deberás respetar tu compromiso, si no…, no seguirás con vida.»
Lo había olvidado, lo había silenciado cuidadosamente. Esas palabras habían emergido de pronto de mi memoria, regresando como un bumerán de las profundidades de mi conciencia.
Mi vida estaba por completo en manos de ese hombre.
A eso se añadía el hecho de que, en adelante, me sabía vigilado. Es difícil vivir con normalidad en semejantes condiciones. Ya estés en el metro, en el supermercado o incluso tranquilamente sentado en la terraza de un café, mirando a los parisinos apresurados correr tras su estrés por miedo a perderlo, conservarás siempre en un rincón de tu mente el pensamiento de que alguien te observa.
Los primeros días eso me llevó a adquirir nuevos hábitos, tales como bajar del metro en el último momento, justo antes de que las puertas se cerrasen, o incluso dejar una sala de cine por la salida de emergencia. Pero, lejos de liberar mi mente, esas acciones ridículas no hacían sino mantener mi inquietud, y finalmente decidí renunciar a ellas.
No tuve noticias de Dubreuil los días que siguieron, lo que, en vez de tranquilizarme, me hizo cavilar y redoblar mis interrogantes. ¿Estaba enterado de mi intrusión? ¿Me habían seguido los pasos esa noche? ¿La chica desnuda había revelado mi presencia? ¿Y cuál sería el efecto de todo ello en el pacto que me ligaba a él? ¿Iba a devolverme mi libertad o, por el contrario, acentuaría la presión que me imponía? No lo creía de la clase que capitula tan fácilmente…
Pasé la jornada del sábado dando una vuelta por París, tratando de olvidar la situación inextricable en la que me encontraba. Caminaba al azar por las callejuelas del Marais, donde los edificios medievales están a veces tan inclinados que uno tiene la convicción de que sólo gracias a la intervención del Espíritu Santo se mantienen todavía en pie. Me demoré bajo las arcadas de la plaza de los Vosges, donde resonaban las notas danzantes de un saxofonista de jazz. Di una vuelta por la calle de Rosiers, donde entré en una auténtica pastelería judía que había conservado intactos el encanto y la atmósfera de los siglos pasados. Los aromas de los pasteles apenas sacados del viejo horno hacían que quisieras llevártelos todos. Salí con un
Apfelstrudel
todavía caliente que engullí sin perder tiempo mientras deambulaba por las viejas aceras adoquinadas entre los simpáticos paseantes del fin de semana.
Al llegar la tarde regresé a mi barrio, exhausto pero satisfecho del día, sintiendo plenamente el sano cansancio de los caminantes.
Llegado a la intersección de dos calles oscuras y desiertas, di un salto al sentir una mano en mi hombro. Me volví. Vladi me plantaba cara, dominándome con su alta estatura.
—Sígame —me dijo con calma pero sin dar más explicaciones.
—¿Por qué? —me apresuré a replicar, barriendo con la mirada los alrededores, constatando, desanimado, que estábamos solos.
No se tomó la molestia de responder y, con la mano, señaló el Mercedes aparcado encima de la acera. El resto de su cuerpo permanecía inmóvil como una roca.
No tenía fuerzas para echar a correr, y gritar no habría servido de nada.
—Sólo dígame por qué.
—Órdenes de señor Dubreuil.
No se podía decir de manera más lacónica… Sabía que no le sacaría nada más.
Abrió la puerta pero, al ver que no me movía, se quedó él también inmóvil, mirándome con calma, sin agresividad. Acabé por subir al coche a regañadientes. La puerta volvió a cerrarse con un ruido sordo. Estaba solo a bordo. Diez segundos más tarde, arrancó.
El confort de mi mullido asiento transformó el miedo que sentía en abatimiento. Estaba resignado. Un fugitivo atrapado por la policía que, habituado a los viajes en el furgón, se siente allí casi aliviado. Me permití bostezar.
Vladi encendió la radio. Una antigua pieza de
music hall
que contrastaba con su personaje chirriaba en los altavoces. El Mercedes se internaba por calles desoladas, abandonadas por sus habitantes, que preferían en verano las playas de la Costa Azul o del Atlántico. Alcanzamos el bulevar de Clichy, tristemente despoblado también. Escasos coches, algunos transportando parejas vestidas para su salida semanal. Un semáforo en rojo. Un taxi con un hombre solo detrás, la mirada atrapada por los sex-shops de luces suplicantes. Vladi volvió a arrancar bajando su ventanilla. La suave brisa de la noche penetró en el habitáculo y se mezcló con los acordes melancólicos de la pieza de
music hall
. Pasamos un cruce y continuamos por el bulevar. Un autocar vertía su carga de turistas delante del Moulin Rouge.
El Mercedes se metió hasta la plaza de Clichy pero, en lugar de tomar por el bulevar de Batignolles, en dirección al palacete privado de Dubreuil, se desvió de repente a la izquierda y se internó en la calle de Amsterdam, en dirección sur.
—¿Adónde me lleva?
Ninguna respuesta. Sólo la voz de Fred Astaire chisporroteaba en la grabación de época de
Let yourself go
.
—¡Dígame adónde vamos, si no, me bajo!
Ninguna reacción. Sentí una mezcla de ira y de aprensión.
El coche acabó por parar en un semáforo. Los músculos contraídos, listo para saltar fuera, accioné la manija de mi puerta. ¡Bloqueada!
—Yo poner bloqueo niños para no caerse esta noche en la autopista.
—¿Cómo que en la autopista esta noche?
—Yo aconsejo dormir. Coche toda la noche.
Me puse rígido instintivamente, asaltado por un sentimiento de pánico. ¿Qué locura era aquélla? ¡Tenía que salir de allí!
Llegamos frente a la Madeleine. El Mercedes la rodeó y luego se embaló hacia la calle Royale. Ni un policía a la vista a quien hubiese podido tratar de hacer señales por la ventanilla. La ventanilla… Pero, claro, ¡la ventanilla! Podía salir por ahí. La de Vladi ya estaba bajada, el aire filtrándose en el interior. No me oiría abrir la mía si lo hacía mientras aceleraba.
Esperé nerviosamente, el dedo en el botón. Llegamos a la plaza de la Concordia. Por un momento, Vladi volvió la cabeza hacia la fuente des Fleuves, bajo la cual unos adolescentes se arrojaban agua entre chillidos alborozados. Consciente de jugar mi última carta, pulsé el botón y la ventanilla bajó. Ninguna reacción. Contuve el aliento. Pasamos por delante del obelisco, luego el semáforo se puso en rojo en la esquina de los Campos Elíseos y el coche se detuvo.
Me lancé fuera.
Me agarraron con fuerza el tobillo y luego sentí que tiraban de mí hacia atrás. Aullaba, aferrándome a la puerta para mantener el torso fuera. Manoteé en dirección a algunos coches vecinos, pero los pasajeros estaban todos vueltos hacia el otro lado, admirando embobados los Campos Elíseos iluminados. Me debatía, gritaba, golpeaba la carrocería. En vano.
Vladi me devolvió enteramente al interior, casi arrancándome una oreja en el proceso.
—¡Cálmese, cálmese! —dijo.
No hay nada más irritante que que te digan eso. Sobre todo si quien lo dice es un hombre cuyo corazón late a veinticinco pulsaciones cuando el tuyo está a doscientos.
Continué resistiéndome, asestándole algunos golpes en vano. Luego, cuando logró inmovilizarme por la fuerza, acabé tragándome mi ira, y el coche se puso de nuevo en marcha. Luego, todo se desarrolló muy rápidamente. El Sena, el Parlamento, el bulevar Saint Germain, el jardín del Luxemburgo…
Diez minutos más tarde el largo Mercedes negro rodaba a toda velocidad por la autopista del sur, como un ave de presa abriéndose paso en la noche.
L
as sacudidas me despertaron. Abrí los ojos y me erguí, agitado y desorientado. La situación me hizo poner rápidamente los pies en la tierra. El Mercedes estaba subiendo al paso un camino pedregoso muy escarpado. Vladi ni siquiera se esforzaba por evitar los numerosos baches, y sus faros proyectaban de arriba abajo sus luces en la noche, iluminando fragmentos de piedras o perdiéndose en el cielo estrellado.
Había tratado de permanecer despierto, pero las largas y monótonas horas en la autopista me habían vencido.
Notaba la boca seca.
—¿Dónde estamos? —pronuncié con dificultad.
—Pronto llegados.
El coche escalaba un árido talud. Ninguna construcción a la vista. Sólo las oscuras siluetas de árboles delgaduchos con tronco tortuosos se destacaban sobre las piedras y los matorrales secos. Me sentí camino del cadalso.
El coche se detuvo finalmente en un claro, casi en la cima de la colina. El sendero estaba sembrado de grandes piedras caídas de un murete medio derruido. Vladi apagó el motor y todo me pareció de pronto muy silencioso. Permaneció un rato inmóvil, como si escrutase los alrededores, luego salió. Una bocanada de aire caliente penetró en el interior. Mi pulso se aceleró. ¿Qué hacíamos en un lugar semejante?
Se estiró para desentumecer la espalda. Gigante de traje negro, se parecía a un espantapájaros agitado por el viento de la noche. A continuación abrió mi puerta. Me estremecí.
—Baje, por favor.
Salí, los dolores me torturaban por todos lados. El «por favor» me tranquilizó un poco, pero cuando vi mejor el lugar en que nos encontrábamos, mi angustia subió dos enteros.
Delante de nosotros se alzaban, altas e imponentes, las inquietantes ruinas de un castillo abandonado. Iluminadas desde lejos por los faros del Mercedes, que les conferían un aire macilento, las paredes, parcialmente derruidas, se destacaban contra el cielo negro. Una vieja torre medieval con almenas se mantenía aún en pie como por arte de magia, mientras que su base parecía debilitada por las piedras que faltaban, formando agujeros abiertos y tenebrosos en el muro.
Un silencio de muerte rondaba el lugar, por momentos turbado por el lúgubre ulular de una lechuza.
—Venga —dijo Vladi.