Una señora con un perrito apareció por la acera de enfrente. De lejos, vi el extremo incandescente de su cigarrillo describiendo un círculo en la penumbra. Su compañero, un pequinés algo jadeante, la seguía a dos por hora parándose cada veinte centímetros para olisquear algo, su largo pelo rojizo barriendo el suelo. La mujer daba entonces una calada a su cigarrillo, cuyo extremo se iluminaba de nuevo, y esperaba pacientemente a que el animal hubiese acabado de deleitarse con el olor localizado.
22.09 horas. El bus llegaría de un momento a otro, pero la mujer del perro me impediría entrar en la propiedad. Qué mala suerte… La única vecina que debía de quedar en el barrio tenía que pasearse justo por delante del palacete.
Se encontraba ahora a la altura de la verja. De vez en cuando parecía impacientarse con la inmovilidad de su perro, que olisqueaba algún punto particularmente interesante de la acera, y tiraba ligeramente de su correa. De lejos, parecía que arrastrara una escoba. El pequinés, lejos de obedecer los deseos de su ama, se resistía entonces hundiendo su cabecita enfurruñada en el cuello, clavando las patas en el suelo. El ama capitulaba y se llevaba el cigarrillo a la boca.
22.11 horas. El autobús llegaba tarde. El criado esperaba todavía. Yo también. Sin embargo, aunque llegase ahora, la señora del perrito tardaría aún cinco minutos largos en despejar la vía. No me quedaría tiempo suficiente. Iba a tener que posponer mi misión.
Estaba pensando que mi pierna de cordero olería todavía más fuerte al día siguiente cuando reconocí el zumbido del motor. En el momento en que el autobús se detuvo en su emplazamiento, se produjo un milagro: la señora cogió a su perro en brazos y echó a correr en su dirección. La cabeza del pequinés se balanceaba como la de los perros de plástico de moda en los años setenta que la gente llevaba en la bandeja trasera del coche. Llegó a tiempo y subió a bordo. Las puertas volvieron a cerrarse detrás de ella y el bus arrancó en seguida.
No podía creerlo. De pronto tenía elección, pero debía actuar rápidamente. Eran las 22.13 horas. Dubreuil soltaría a su perro de presa dentro de diecisiete minutos…
«Debería darme tiempo… Vamos allá.»
Me levanté de un salto y crucé la avenida. Después de detenerme un breve momento frente a la puerta, todos mis sentidos alertas, hice presión sobre ella y se abrió como estaba previsto. Me deslicé en el interior. De inmediato,
Stalin
se levantó y se abalanzó en mi dirección ladrando. Me situé ligeramente más allá del sitio donde sabía que la cadena se tensaría bajo el peso del perro y metí la mano en la bolsa de plástico. Mis dedos resbalaron sobre la carne fría y viscosa mientras intentaba cogerla. Logré empuñar el gran hueso y, de un gesto rápido, lo saqué de la bolsa, blandiendo la pierna de cordero como si de una enorme porra se tratara. Me acuclillé con el brazo tendido delante de mí.
Stalin
cesó inmediatamente de ladrar y cerró las fauces sobre la carne, sus babosos colmillos ensartando el cordero. Lo acaricié con dos o tres palabras pronunciadas en voz baja. Había apostado a que aceptaría ese regalo irresistible. Incluso los perros tienen un precio. Arrugué rápidamente la bolsa para meterla en mi bolsillo y me sequé la mano en el pantalón.
No podía rodear el edificio sin arriesgarme a ser visto al pasar ante las ventanas iluminadas. Me colé, pues, por detrás de los arbustos que circundaban el jardín y empecé así a dar la vuelta a paso de carga.
Una vez llegué del otro lado, sin aliento, me esperaba una sorpresa desagradable: todas las ventanas del primer piso estaban cerradas, a pesar de que hacía buena noche y del calor sin duda acumulado en su interior. Sólo algunas de la planta baja estaban abiertas, y la del vestíbulo era una de ellas. Era mucho más arriesgado pero… Las 22.19. Sólo disponía de once minutos. Era posible.
Salí de la espesura y, cruzando el jardín al descubierto, corrí hasta la casa con el corazón a mil. Al acercarme, oí la música de piano. La sonata para piano n.° 1 de Rajmáninov. El volumen estaba muy alto. La suerte volvía a estar de mi parte.
Recobré el aliento instantes después y, con un nudo en el estómago, me deslicé en el interior.
Un perfume embriagador, un cautivador perfume de mujer flotaba en el aire. Un perfume… endemoniadamente atractivo. El amo del castillo no estaba solo esa noche…
El piano resonaba con fuerza hasta el gran vestíbulo recubierto de mármol donde me encontraba. La monumental lámpara de araña estaba apagada pero, en la penumbra, la pasamanería reflejaba en todas direcciones finos rayos de luz venidos del exterior. La puerta que conducía al salón debía de estar abierta, pues un haz luminoso de color amarillo se proyectaba sobre el suelo de mármol, como un foco que iluminase sólo una zona específica de la escena que se debía rodar.
Había un riesgo elevado de que fuese visto atravesando el vestíbulo para alcanzar la escalera. ¿Tendría que renunciar a mi misión estando tan cerca del objetivo después de todo lo que me había costado?
En ese momento sucedió algo asombroso: una nota equivocada seguida de un exabrupto en una lengua extranjera. La voz de Dubreuil. Después de dos segundos de interrupción, la música se inició de nuevo. No era una grabación, ¡era él quien tocaba! No me lo esperaba.
«El perfume…»
Quedaba aún su supuesta invitada, que podría verme… Pero, si Dubreuil tocaba para una mujer, tenía muchas posibilidades de que ella estuviese mirándolo. Sin duda una espectadora única no tiene ojos más que para el pianista.
Era un riesgo que debía correr.
Lo corrí sin reflexionar realmente, obedeciendo a mi instinto, y tal vez también bajo la influencia de ese perfume embriagador que hacía que me muriese de ganas de ver quién lo llevaba.
Con el corazón en un puño, avancé a tientas en dirección a la escalera, acercándome a cada paso al resquicio tan amenazante como atractivo. La música atormentada de Rajmáninov, tumultuosa, invadía el espacio imponiendo sus vibraciones en lo más hondo de mí. Cada centímetro de mi lenta progresión desvelaba a mi vista una porción creciente del salón, mientras mi pulso se aceleraba aguijoneado por los acordes endiablados que las poderosas manos imponían al teclado.
Muy espacioso bajo sus techos altos con molduras, el salón irradiaba una atmósfera cálida a pesar de sus grandes dimensiones. El parqué Versalles estaba recubierto por inmensas alfombras persas de colores jaspeados. Grandes estanterías de madera patinada por los siglos se erguían en las paredes, rebosantes de libros antiguos encuadernados en pieles oscuras.
Continué mi lento avance; nadie aparecía por el momento en mi campo de visión. Todo era desmesurado: sofás en terciopelo rojo, canapés tan mullidos como camas, consolas doradas con pies generosamente esculpidos, altos espejos barrocos, imponentes lienzos con personajes en claroscuro cuyos rostros parecían surgir de la noche de los tiempos, y una larga mesa negra rectangular dotada, en cada extremo, de un asiento negro acolchado cuyo respaldo labrado ascendía casi dos metros. Las dos grandes lámparas de araña estaban apagadas pero, en cada consola, cada mesa, cada reborde, había candelabros con velas inmensas, impúdicamente erguidas hacia el cielo, las llamas vacilantes proyectando su luz en las superficies lacadas de negro de la mesa y… el piano. El piano…
Dubreuil, vestido con un traje oscuro, me daba la espalda sentado delante del teclado, moviendo los brazos de un lado a otro por encima de toda su extensión mientras sonaba la sonata de Rajmáninov. Delante de él, en paralelo al teclado del inmenso piano de cola, había una mujer de largo cabello rubio tendida de costado… completamente desnuda. La cabeza delicadamente sostenida por la palma de la mano, apoyada en un codo, posaba sobre el pianista una mirada de indiferencia. No podía apartar mis ojos de su gracia infinita, y así me quedé, contemplando su belleza, su delicadeza, su extrema feminidad…
El tiempo parecía haberse detenido y necesité largo rato para darme cuenta de que los ojos de la mujer se habían vuelto… hacia mí. La situación me sobrecogió, estaba aterrorizado por haber sido visto y, al mismo tiempo, turbado, fascinado por esos ojos que se habían adueñado de mi mirada y que no la soltaban. Me quedé así, paralizado, incapaz de efectuar ni un solo movimiento.
Había hecho todo lo posible para pasar desapercibido vistiéndome de negro y desaparecer así en la noche y ahora tenía la sensación de que aquella mujer me miraba como nunca nadie lo había hecho: con intensidad. Tenía una mirada de esfinge. En absoluto incómoda por su desnudez en presencia de un desconocido, gozando en cambio de un inquietante aplomo, posaba en mí sus ojos teñidos de desafío.
Habría dado todo cuanto tenía sólo por oler el perfume de su piel.
Mientras los dedos de Dubreuil proseguían su loca huida por las teclas blancas y negras que inundaban la casa con sus sonidos floridos, tuve la convicción de que no me delataría. Aunque me parecía muy metida en la situación presente, la sentía por completo indiferente a los acontecimientos que pudiesen sobrevenir.
Luchando hasta el extremo contra mí mismo, acabé por retroceder lentamente, muy lentamente, hasta que, considerándose vencida, ella apartó la mirada.
Subí en silencio los peldaños de la gran escalera todavía agitado, su imagen aún presente en mi mente. Recobrando poco a poco mis facultades, eché una ojeada a mi reloj. ¡Las 22.24! Me arriesgaba a que
Stalin
fuese liberado dentro de seis minutos…
«¡Deprisa!»
Me interné por el pasillo sumido en la penumbra. Los candelabros apagados proyectaban sus débiles sombras en las paredes, dibujando lúgubres motivos sobre los tapices.
Una nueva nota equivocada, seguida de un nuevo improperio; luego la música siguió.
«¡Deprisa, el despacho!»
Empujé la puerta y me deslicé en el interior con el corazón en un puño.
Vi en seguida la libreta junto al largo y amenazante cortapapeles, la punta siempre vuelta hacia el visitante. Me abalancé sobre ella. Tan sólo cuatro minutos. Era una locura…
«Deprisa…»
La cogí y, acercándome a la ventana para servirme de la débil luz de la luna, la abrí por una página al azar. Persiguiéndome desde la planta baja, el lamento de Rajmáninov amplificaba los nervios que me asaltaban. La libreta estaba concebida como un diario íntimo, manuscrito, y cada nuevo párrafo comenzaba por una fecha subrayada. Hojeé precipitadamente los retazos tomados de aquí y de allá, frustrado por no poder leerlo todo.
21 de julio,
Alan acusa a los demás de poner trabas a su libertad y no se da cuenta de que es él mismo quien se doblega voluntariamente a sus deseos. Se muestra sumiso ya que se cree obligado a responder a sus expectativas para sentirse aceptado. Es un esclavo voluntario que odia a sus amos por su propia naturaleza de esclavo…Alan se somete a la duda como fijación de su mente cuando está bajo el dominio de su compulsión a evitar la desviación…
Cada párrafo estaba plagado de comentarios sobre mí y mi personalidad. Me sentí como un animal de laboratorio observado por la lupa de un investigador.
Volví algunas páginas y, de pronto, mi corazón se paró.
16 de julio,
Alan ha abandonado precipitadamente el taxi después de haber cerrado de golpe la puerta, señal de que realmente ha cumplido la tarea prescrita.
Por tanto, Dubreuil hacía que me siguieran… Mis sospechas eran fundadas. Pero entonces… Esa idea me hizo estremecerme: ¿tal vez sabía que estaba allí en ese momento?
Aceleré y hojeé rápidamente las páginas hacia atrás. De pronto, fui consciente de que el piano había dejado de sonar. La casa estaba ahora sumida en un silencio angustioso.
Por última vez, pasé diez o doce páginas de golpe, remontándome en el tiempo. Cuando mis ojos cayeron sobre el texto, mi corazón dejó de latir y se me heló la sangre.
Me había encontrado con Yves Dubreuil por primera vez el día de mi intento de suicidio en la torre Eiffel. Recordaba perfectamente la fecha por lo dolorosa y angustiosa que había sido la experiencia: el 27 de junio.
El párrafo que aparecía ante mis ojos estaba fechado el 11.
T
odavía estaba petrificado, libreta en mano, cuando sentí un ínfimo chirrido detrás de mí. Me volví y, sobrecogido, vi moverse la manija de la puerta.
Se me heló la sangre. Abandonando la libreta sobre el escritorio, me deslicé detrás de la gruesa cortina, temiéndome que fuese inútil, que supiesen ya de mi presencia allí.
El punto de la tela era relativamente grande a pesar de su grosor, y podía ver a través de ella, lo que me hizo temer ser visto a mi vez.
La puerta se entreabrió y un rostro asomó al interior escrutando la oscuridad. Era la joven del piano. Mi corazón se detuvo. Lo que vio debió de corresponderse con sus expectativas, pues empujó la puerta y entró, completamente desnuda, sus pies arqueados hundiéndose en la espesa alfombra.
Caminó directa hacia mí y contuve el aliento. Finalmente se detuvo delante del escritorio, y yo recobré la respiración entre aliviado y decepcionado. Sus ojos escrutaban la penumbra en busca de algo. Estaba a menos de un metro de mí. Se inclinó por encima del escritorio, sus pechos balanceándose deliciosamente, y alargó la mano hacia la libreta. Su perfume me alcanzó y me envolvió con su sensualidad, haciendo que me derritiese de deseo. Me habría bastado con estirar la mano para rozar su piel, inclinarme hacia adelante para posar mis labios en ella…
Empujó la libreta y se inclinó más aún para alcanzar una caja rectangular. La abrió y sacó de ella un enorme cigarro.
Dejó la caja abierta y se volvió en seguida hacia la puerta, sus delicados dedos cerrados de nuevo sobre el cigarro que le llevaba al amo del castillo.
Esperé veinte segundos antes de moverme. Las 22.29. ¿Y si Dubreuil había aprovechado la ausencia de la joven para ir a liberar al perro?… ¿Qué debía hacer? ¿Tentar la suerte o permanecer toda la noche en el interior del palacete para salir de nuevo cuando estuviese otra vez atado, por la mañana?
El piano volvió a sonar entonces y sentí una oleada de alivio.
«Deprisa, no debo perder tiempo. Saldré directamente por la ventana.»
La abrí y trepé afuera. El aire me pareció fresco en comparación con el ambiente viciado del interior del despacho. Me hallaba en el primer piso, pero los techos de la casa eran tan altos que me encontré en equilibrio sobre la estrecha cornisa a más de cuatro metros del suelo. Avancé, los brazos en cruz cual funámbulo nocturno, esforzándome por ahuyentar de mi mente el penoso recuerdo que trataba de emerger a la superficie… Tuve que caminar así hasta la esquina del edificio y luego, aferrándome al borde, me dejé deslizar a lo largo del canalón. Rodeé el jardín a paso de carga y, una vez frente a las casetas, lancé un suspiro de alivio:
Stalin
estaba todavía atado, ensañándose con su hueso. Me vio emerger de entre los arbustos y se irguió instantáneamente con las orejas levantadas. Lo llamé suavemente por su nombre intentando mitigar su agresividad para evitar que alertase a todo el vecindario. No obstante, no pudo evitar gruñir, los belfos temblorosos desvelando unos colmillos amenazantes, antes de sentarse de nuevo ante su hueso sin quitarme ojo.