—Pero ¿quién era usted para él? Siempre me lo he preguntado…
—Podría decirse que una colega que se convirtió en su amiga. Al igual que él, soy psiquiatra y, en su momento, en los tiempos en que todavía ejercía oficialmente, oí hablar de sus hallazgos. Entonces contacté con él y le pedí acompañarlo para formarme a su lado. En seguida aceptó, encantado de que se interesasen por él y por su pericia. Hay que reconocer que tu padre era un genio, Alan, a pesar de sus métodos… algo particulares.
—Pero no me negará que es una locura llevar a tu hijo a suicidarse sólo para encontrarse en posición de poder ayudarlo luego. Yo podría haber hecho caso omiso, o incluso haberme quitado la vida por otros medios distintos del que había tratado de imponerme.
—No, estabas vigilado de cerca…
Algo me turbaba, sin embargo, me alteraba profundamente, sin que supiese identificar qué era. Me quedé así, en ese estado extraño, durante unos minutos, luego el recuerdo me volvió con brusquedad a mi mente.
—Catherine…, el día en que me lo encontré por primera vez en la torre Eiffel, yo me hallaba… en una situación difícil.
—Lo sé.
—E Igor me… animó a… saltar. Se lo juro. Todavía lo oigo decirme: «¡Vamos, salta!»
Ella esbozó una sonrisa melancólica.
Ya… Igor sabía lo bastante sobre ti y tu personalidad para estar seguro de que darte la orden de saltar era la mejor forma de impedírtelo.
—Pero… ¿y si se hubiese equivocado? ¡Corrió un enorme riesgo!
—¿Ves? Eso es lo que impide que nunca podamos parecernos a alguien como él. Toda su vida corrió riesgos. Pero ¿sabes? Tu padre conocía a las personas mejor incluso que ellas mismas. Era un instinto. Sentía lo que había que decir en cada instante. Y, en ese terreno, nunca se equivocó.
Afuera, la lluvia había cesado. El jardín estaba ahora bañado por una intensa luz que se reflejaba en las hojas mojadas de las plantas. Unos leves efluvios nos llegaban a través de las ventanas abiertas.
Hablamos de mi padre durante largo rato, y acabé dándole las gracias a Catherine por sus confidencias. Me comunicó el día del entierro, y me despedí. Al llegar a la puerta del gran salón, dudé, luego me volví:
—¿Igor llegó a enterarse… de mi elección?
Catherine levantó los ojos hacia mí y asintió.
Una pregunta me mortificaba; me daba un poco de vergüenza hacerla.
—¿Estaba… orgulloso… de mí?
Volvió el rostro hacia el jardín y se quedó en silencio unos instantes, luego me respondió con una voz levemente tomada:
—Vine aquí aquella misma noche, después de que Vladi me hubo avisado. No lograba ponerse en contacto con él. Igor estaba al piano. Siguió de espaldas, pero dejó de tocar para escucharme. Sabía por qué venía. Le anuncié tu victoria, que recibió sin decir ni una sola palabra. No se movía. Al cabo de un rato, fui hacia él. —Catherine hizo una pausa y luego añadió—: Tenía los ojos llenos de lágrimas.
H
ay períodos en la vida ricos en acontecimientos, en emociones, sin que sepamos explicar por qué ni atribuirle un sentido particular. Mi reencuentro con Audrey se inscribió en ese registro ya cargado al cabo de pocos días. Fue una intensa dicha volver a encontrarla, cerrando así el doloroso paréntesis de nuestra separación. Estaba en las nubes al descubrir que todavía me amaba. Me sentía ligero, feliz, transportado por mis sentimientos, emocionado por poder verla de nuevo, tocarla, sentirla, besarla. Nos juramos que nunca más nos separaríamos, pasara lo que pasase. También hablamos de Igor, por supuesto, comulgando en la tristeza, llorando ambos. Me contó su infancia con él, y yo le referí nuestra relación corta pero intensa. Nos reímos juntos de mis angustias relacionadas con él, de las pruebas que me había impuesto, de las aventuras que habían nacido de ellas.
El entierro tuvo lugar en el cementerio ruso de Sainte-Geneviève-des-Bois, después de una misa ortodoxa en la catedral de Saint-Alexandre-Nevsky.
La mayor parte de los asistentes no se conocían entre sí, aparte de los criados, que permanecían juntos. Los demás no se hablaban, y todos caminaban arriba y abajo por las avenidas en sombra del cementerio esperando la llegada del cuerpo. Las mujeres eran las más numerosas, de las cuales algunas, muy hermosas, iban vestidas con colores vivos.
Más tarde apareció el ataúd e, instintivamente, la gente se reagrupó. Era llevado por cuatro hombres de negro, seguidos por Vladi, que sujetaba de la correa a un
Stalin
sorprendentemente tranquilo.
Los seguimos en una larga y silenciosa procesión bajo un sol luminoso, a través de la extensión verdeante de ese lugar bello y turbador, inmenso y calmado, poblado por grandes abedules, por píceas de olores resinosos y por pinos que destacaban sus troncos nudosos contra el cielo de un azul brillante.
A la vuelta de una avenida, de pronto, mi corazón se detuvo. Se había dispuesto allí un piano, delante de nosotros. Un joven se erguía sentado al teclado, con el rostro grave, los rasgos eslavos, los ojos de un azul apagado. Comenzó a tocar, y las notas cristalinas y melancólicas se desgranaron en el silencio de la naturaleza. La multitud se quedó inmóvil, suspendida por la emoción del instante. Audrey se acurrucó contra mí. La melodía evolucionó hacia acordes desgarradores, de una belleza que resquebrajaba las corazas del más fuerte de los hombres, llegándole directo al corazón, atrayéndolo a su pesar al reino de los sentimientos, de la pena y del recogimiento.
Habría reconocido aquella pieza entre mil. Rajmáninov acompañaba a mi padre a su última morada. Ni siquiera los más insensibles de entre nosotros pudieron reprimir las lágrimas que les afloraban a los ojos.
P
asaron los meses. Nos mudamos al palacete privado una mañana de invierno, cuando la nieve había recubierto el jardín con un fino manto aterciopelado y los copos se acumulaban en las largas y majestuosas ramas del gran cedro. Hacía frío y el aire olía a limpio, como en la montaña.
Estaba excitado por la idea de vivir en una casa tan vasta y cómoda. La primera semana nos cambiamos de habitación todas las noches y comimos alternando el gran salón con la biblioteca y el magnífico comedor. Éramos como dos chiquillos en un palacio lleno de juguetes. Las tareas cotidianas habían desaparecido, los criados se encargaban de ellas por nosotros.
Al cabo de quince días, nos habíamos adaptado ya y habíamos adquirido nuestros primeros hábitos. Nuestra vida se organizó poco a poco en torno a dos habitaciones, y dejamos de lado las demás de manera natural.
Recibimos a los amigos de Audrey varias veces, pero el ambiente no acompañaba. Aunque nuestra actitud no había cambiado en nada, no lograban sentirse cómodos en ese lugar que a mí me había impresionado durante tanto tiempo. Nos veían de manera diferente, y las conversaciones carecían de naturalidad, de calidez, de espontaneidad. Nuestras relaciones se deterioraron, se tornaron frías, distantes. Nos sabían ricos, y algunos nos pidieron sin tapujos apoyo financiero, que no supimos rechazar. Al cabo de un tiempo éramos más sus banqueros que sus amigos… Contrariamente, otras personas intentaron buscar nuestra amistad, pero los sentimos movidos por el deseo de jactarse de nuestra compañía. La riqueza atrae a los arribistas y a los fanfarrones. Poco a poco nos acostumbramos a protegernos de ellos, luego a encerrarnos en nosotros mismos.
En cuanto a la omnipresencia de los criados, rápidamente la sentimos como una intrusión en nuestra vida privada. Nos arriesgábamos a que apareciesen en cualquier momento invadiendo así nuestra vida privada, lo que nos impedía estar realmente cómodos. Nos sentíamos extraños en nuestra propia casa.
Al cabo de poco menos de tres meses, habíamos perdido una buena parte de nuestra alegría vital, de nuestra naturaleza algo infantil. La situación se nos escapaba de las manos. Estábamos completamente desconcertados.
Esa constatación de fracaso generalizado nos impulsó a actuar. Traté de comprender el sentido de lo que nos ocurría. Había llegado a convencerme de que las cosas no nos sucedían por casualidad. La casualidad… Tomé distancia y me pregunté por qué todo ese lujo se había plantado en mi existencia, ofreciéndoseme a mí. Tal vez la vida quería poner a prueba mis valores… Tal vez me había dejado caer en una trampa, confundiendo sin duda la necesidad que teníamos todos de evolucionar con el mero ascenso social. ¿La verdadera evolución no es interior? Es cambiándose a sí mismo como uno se vuelve feliz, no cambiando lo que nos rodea.
En un arranque de saludable lucidez, tomamos la decisión de apartarnos de aquel fardo inoportuno. Vendimos el palacete privado y repartimos el dinero entre los criados. Se lo habían ganado con creces después de haber servido lealmente a mi padre toda la vida. La madre de Audrey, jubilada un año antes, también tuvo su parte del pastel. Vladi, que se había quedado con
Stalin
, se llevó además el Mercedes, que nosotros no queríamos para nada. Los coches bonitos atraen la envidia de los mediocres, el desprecio de los intelectuales y la piedad de las almas despiertas. Todo cosas negativas. Doné Le Jules Verne a los Restos du Coeur,
[5]
divertido por la idea de ver un día a mendigos subiendo a regalarse con una cena gastronómica en lo alto de la torre Eiffel.
Luego Audrey y yo llamamos a la señora Blanchard cruzando los dedos. Saltamos de alegría cuando nos confió que todavía no había vuelto a alquilar mi apartamento, ¡por sospechar que los diferentes candidatos que había recibido eran ruidosos vecinos en potencia!
Tomamos de nuevo posesión del lugar un bonito sábado de abril, llevándonos sólo lo que necesitábamos para ser felices. Apenas soltamos las cajas de la mudanza, Audrey abrió de par en par las ventanas y puso migas de pan en los alféizares. El radiante sol se invitó a entrar en casa, y los gorriones parisinos no tardaron en acompañar nuestro traslado con sus alegres trinos.
Esa misma tarde, la señora Blanchard organizó un tentempié en el patio del edificio para festejar nuestro regreso. Algo había cambiado en ella, pero no lograba identificarlo. Cubrió una vieja mesa con un gran mantel blanco y dispuso encima de ella una gran cantidad de
quiches
y de pasteles que había preparado durante el día, perfumando el edificio con olores apetitosos. Invitó a todos los vecinos, muy contentos de aprovechar el buen tiempo de una de las primeras tardes de primavera y, para mi gran sorpresa, ella misma fue a buscar a Étienne. Éste se llenó la panza y lanzó una opa contra una botella de Crozes-Hermitage que no soltó en toda la velada. Un viejo radiocasete de pilas reproducía canciones francesas algo pasadas de moda pero muy alegres, con las que disfrutamos riendo. La despreocupación y la levedad habían vuelto a nuestras vidas.
Varias veces a lo largo de la velada, mi mirada se detuvo sobre la señora Blanchard, mientras intentaba encontrar lo que había cambiado en ella. Era cerca de medianoche cuando la respuesta se me apareció de repente como una evidencia: había abandonado el negro para ataviarse con un bonito vestido de flores. Las cosas más importantes son a veces las que pasan desapercibidas.
LAURENT GOUNELLE
, Especialista en desarrollo personal, lleva más de catorce años recorriendo el planeta para conversar con los mejores especialistas en todo lo que atañe a la psicología y a las distintas formas de mejorar nuestra vida. Gounelle sabe extraer lo más relevante de cada cultura y adaptarlo en libros asequibles, reconfortantes y que permiten al lector replantearse si realmente lleva la vida que quiere llevar. Su primera novela,
El hombre que quería ser feliz
, se convirtió rápidamente en un bestseller internacional.
[1]
La «e» muda francesa es una vocal que puede pronunciarse o no según el registro, los sonidos contiguos o el dialecto, entre otras variables. En la zona sur de Francia suele mantenerse dando lugar a un acento característico frente al parisino, que suele omitirlas.
(N. del T.)
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[2]
En francés,
poupon
significa «bebé».
(N. del T.)
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[3]
En inglés,
Speech-Masters
significa literalmente «maestros de oratoria».
(N. del T.)
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[4]
Juego de palabras intraducible. Se conoce como
headhunters
a las empresas de selección de personal pero, al mismo tiempo, el término significa literalmente en inglés «cazadores de cabezas».
(N. del T.)
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[5]
Fundación francesa sin ánimo de lucro que distribuye comida gratuitamente entre los más desfavorecidos.
(N. del T.)
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