Me precipité hacia allí con mi ficha en alto.
—Llego tarde —dije con impaciencia mostrando mi convocatoria.
La azafata se tomó su tiempo, buscando mi nombre en una lista mientras hablaba con sus compañeras. Empezó a prepararme una tarjeta, con la lentitud impuesta por la extrema largura de sus uñas esmaltadas de rojo, y luego se detuvo para atender una llamada en su móvil.
—Ya no me queda mucho —dijo riendo—. Espérame, luego voy a la peluquería…
—Por favor —la interrumpí—. Llego muy tarde, necesito entrar urgentemente. Es muy importante.
—Luego te llamo —dijo antes de colgar, fulminándome con la mirada.
Terminó de escribir mi nombre en la tarjeta, enfurruñada, y luego me la tendió indicándome vagamente con los ojos la dirección que debía seguir.
—Es por ahí, la segunda puerta a la izquierda —dijo con tono de reproche.
—Gracias. Pero… no sé si tengo que ir al mismo sitio que todo el mundo. Voy a… presentar mi candidatura a la presidencia.
Me miró algo atónita y luego marcó un número en el teléfono.
—Sí, soy Linda, de recepción. Tengo a un socio que dice que quiere presentar su candidatura a la presidencia. ¿Qué hago con él? ¿Eh?… Sí, de acuerdo.
Levantó la mirada en mi dirección.
—Van a venir a buscarlo.
Las 15.20. Pasaba el tiempo y nadie venía.
«Madre de Dios, ¡no puede ser verdad! Ya no llego… Estoy perdido.»
Me torturaba tanto esa idea que me olvidé por completo de mis nervios. Desaparecidos. Volatilizados. Había encontrado involuntariamente el antídoto.
Lo vi llegar de lejos y tragué saliva. Nuestro director financiero. Se acercó a la azafata, y ésta me señaló con el dedo. Él abrió unos ojos como platos al reconocerme, luego se rehízo y se acercó a mí.
—¿Señor Greenmor?
¿Quién iba a ser, si no?
—Yo mismo.
Con la sorpresa, olvidó saludarme.
—Me dicen que…
—Es correcto, presento mi candidatura a la presidencia de la empresa.
Se quedó un momento en silencio, atónito. Oí a las azafatas parloteando detrás de él.
—Pero… ¿ha… advertido usted al señor Dunker?
—No es una condición recogida en los estatutos.
Me miró con fijeza, claramente incómodo.
—¿Vamos? —le dije.
Asintió lentamente, pensativo.
—Por aquí.
Lo seguí, avanzando por una especie de vasta avenida techada en la que reinaba una atmósfera fría y metálica. Podríamos haber estado bien en el corredor de una fábrica, a años luz de la elegancia que a Dunker le gustaba exhibir.
Caminamos un rato y luego nos internamos en un pasadizo vigilado por un guardia que asintió con la cabeza en dirección a mi acompañante. Nos encontrábamos en un largo pasillo estrecho, oscuro y de techo bajo, un pasillo tan largo que no se veía su final. Había un olor a cueva. Se habría dicho que estábamos en el subsuelo. Finalmente acabamos topándonos con una puerta de metal gris con una luz roja encendida en el dintel. Lo seguí, franqueé la puerta y… sufrí el
shock
de mi vida.
Me encontraba de pie en el escenario de una sala inmensa, desmesurada, de proporciones gigantescas y… llena hasta los topes. Había gente por todas partes, congregada en gradas, delante de mí, a izquierda, a derecha. Eran quince mil, veinte mil, tal vez más… Me sentí dominado por su impresionante presencia. Eran los miles de clientes de un gigantesco monstruo cuya boca abierta iba a tragarse el escenario de un solo bocado. Era sobrecogedor, vertiginoso.
Sin embargo, debería haberme alegrado. Eran lo bastante numerosos como para contrarrestar el peso del gran accionista que quedaba. Mi destino estaba en sus manos. Pero, en mis tripas, una bola de angustia crecía a cada segundo. Iba a tener que tomar la palabra delante de aquella muchedumbre, y la sola idea hacía que sintiese ganas de vomitar…
Me di cuenta de pronto de que el director financiero había continuado su camino distanciándose de mí. Me propuse seguirlo. Resulta turbador andar sabiendo que veinte mil personas te están mirando. Es imposible caminar de manera natural. Nos dirigimos hacia la derecha del inmenso escenario, donde se había dispuesto una larga mesa recubierta con un mantel azul con el logo de la empresa, por otra parte proyectado sobre una pantalla gigante, al fondo de la sala. Sentados a la mesa, frente al público, apenas había una docena de personas. Dunker estaba en el centro, los demás directivos a su alrededor, y también algunos desconocidos. Detrás de ellos, unos cincuenta asientos repartidos en varias filas, como un patio de butacas de invitados. Sólo reconocía algunas caras: colegas cuidadosamente seleccionados.
Al llegar a unos diez metros de la mesa, el director financiero se volvió hacia mí y, con un gesto de la mano, me indicó que esperase. Se acercó a los directivos dejándome solo, plantado en medio del escenario. Era difícil no sentirse estúpido… Metí una mano en mi bolsillo, afectando estar relajado mientras me sentía embutido en mi traje, ridículo, humillado por tenerme así apartado.
El director financiero estaba ahora de pie cerca del presidente, levemente inclinado hacia él. No podía oír su conversación, pero estaba claro que mi candidatura alteraba el curso de los acontecimientos.
En varias ocasiones, Dunker manoteó en dirección a las personas instaladas en los asientos detrás de él, señalando algo con el dedo. Ni él ni los demás me miraron en ningún momento. En cuanto a mí, atrapado en medio del escenario, de pie en una postura vergonzosa, era al público a quien no me atrevía a mirar.
El director financiero acabó volviéndose en mi dirección y me hizo una señal para que lo siguiera.
—Va a sentarse usted allí —dijo señalándome una silla que un tipo muy cachas llevaba a pulso desde el patio de butacas hasta las filas de asientos situadas en segundo plano sobre el escenario.
Anduve en su dirección, aliviado de poder caminar por fin dándole la espalda al público. Para mi sorpresa, el tipo dejó mi silla lejos de los demás, separado del resto del grupo unos cinco o seis metros. Iban a mantenerme apartado como a un apestado… Fui a sentarme mientras sentía la ira crecer en mi interior, un sentimiento que volvió a darme algo parecido al valor. Un deseo de revancha.
Pocos segundos después, uno de los desconocidos sentados en la gran mesa se levantó y vino a mí. Tras presentarse como interventor de la sociedad, me pidió el carné de identidad y luego me invitó a firmar un documento que leí en diagonal. Una declaración de candidatura. A continuación, regresó a su sitio, dejándome de nuevo solo en la parte trasera del escenario. Desde mi posición podía ver las espaldas de los directivos, una fila de trajes oscuros. La única mujer tenía el cabello gris tan corto como el de los hombres, como si hubiese querido borrar su feminidad para integrarse mejor en el grupo.
—Señoras y caballeros, buenos días.
La voz resonó en los potentes altavoces instaurando progresivamente el silencio en la sala, después de la ineludible oleada de toses de aquellos que sin duda pensaban que no tendrían oportunidad de toser después.
—Mi nombre es Jacky Kériel, y soy director financiero de Dunker Consulting. Me dispongo a abrir nuestra asamblea general anual comunicándoles algunos datos legales. Para empezar, el recuento de los presentes es de…
Comenzó con voz monocorde una larga enumeración de cifras. Se trataba de ratios, de cuotas, de resultados, de tasas de endeudamiento, de capacidad de autofinanciación, de flujo de caja, e incluso de capital propio (un neófito sin duda se habría preguntado el porqué del adjetivo).
Abandoné rápidamente el hilo de sus palabras para pasear mi mirada y mis pensamientos por la sala. Nunca me habría imaginado que la violenta caída de las acciones llevaría a tanta gente a moverse. Sobrepasaba mi capacidad de entendimiento… Debían de estar enfadados, ansiosos, descontentos. El ambiente prometía ser tumultuoso. Sabía, en efecto, que debía alegrarme, que sólo su número me ofrecía una oportunidad de orientar sus votos en mi favor, a pesar de la presencia de un gran accionista, pero, para mí, la cuestión ni siquiera era ya ésa. Estaba asustado ante la idea de tomar la palabra delante de tanta gente, en ese escenario donde me sentía rodeado, observado por todas partes. Una pesadilla. Estaba más allá de mis fuerzas, de mis capacidades. Me sentía completamente sobrepasado por la situación. No era mi lugar. Mi lugar… ¿Dónde estaba éste en realidad? ¿Acaso había nacido para ocupar un puesto sin grandes responsabilidades? Tal vez… Eso me parecía realmente más tranquilizador. Pero ¿por qué? No era una cuestión de nivel académico, en cualquier caso: había demasiadas excepciones en ambos sentidos. ¿De personalidad, entonces? Los directivos de las empresas me parecían muy diferentes unos de otros y no veía destacarse un perfil tipo. No, sin duda era otra cosa. ¿Tal vez nuestros orígenes nos frenaban inconscientemente en nuestra voluntad de ejercer un oficio de un rango claramente superior al de nuestros progenitores? ¿Tal vez no nos lo permitíamos a nosotros mismos?… ¿O quizá incluso no íbamos más allá del nivel en el que nuestros padres nos habían presentido, intuyendo en lo más profundo de nosotros un umbral que teníamos prohibido traspasar? Era muy probable, pero no era tampoco seguro que el ascenso en la escala social aportase la certidumbre de una mayor realización personal…
—Abrimos ahora el turno de ruegos y preguntas. Las azafatas recorrerán los pasillos con unos micrófonos. Los invito a que les hagan una señal si desean hablar.
Empezó entonces una sesión de preguntas y respuestas que se eternizó durante más de una hora. Los directivos respondían desde la mesa, algunos muy lacónicos, otros más habladores, perdiéndose a veces en detalles soporíferos.
—Le cedo ahora la palabra a Marc Dunker, presidente director general, candidato a la reelección, quien los hará partícipes de su análisis de la situación actual y les presentará su estrategia para el futuro.
Dunker se levantó y se dirigió con paso firme hacia el centro del escenario, donde se había dispuesto un atril equipado con un micro. Al contrario que Kériel, no hablaría desde la mesa. Había que distinguirse de los demás, aparecer como el líder.
Se hizo el silencio en la sala. Su intervención era claramente esperada.
—Queridos amigos —soltó en el tono hipócrita que a veces solía adoptar—. Queridos amigos, debo agradecer en primer lugar una asistencia tan numerosa por su parte. Veo en ello la señal de su adhesión a nuestra empresa y el interés que tienen todos ustedes en su porvenir…
Era bueno, el tipo…
—Actualmente nos encontramos en una situación paradójica: la empresa nunca había marchado tan bien como en estos momentos, como lo demuestran los resultados que mi director financiero acaba de presentarles, y, sin embargo, la cotización de nuestras acciones nunca ha estado tan baja…
Su facilidad de palabra y su carisma me devolvían dolorosamente a mis limitaciones. ¿Qué impresión iba a causar yo después de un orador tan bueno?
—Los reproches que se nos han hecho desde la prensa, por parte de un periodista en particular, no tienen nada de extraordinarios. Son moneda corriente en nuestra profesión, y habitualmente nadie se lleva las manos a la cabeza por su causa. No obstante, debería jactarme de esas críticas, de esos ataques, pues son el trato reservado a los grandes, quienes generan la envidia de los débiles…
Ese comentario no había sido muy acertado, en mi opinión. ¿De qué lado se veían los presentes? ¿De los grandes, cuando poseían tres acciones? ¿O… de los pequeños, calificados por él de «débiles»?
—Desgraciadamente debo rendirme a la evidencia. En el origen de todo esto se encuentra un informador interno de nuestra empresa, un topo que ha transmitido esas informaciones calumniosas a los periodistas, que han sacado tajada de ello. Me resulta duro reconocerlo, pero un gusano se ha colado en efecto en la manzana: hay un traidor en nuestras filas. Sus malas acciones han perturbado la cotización de nuestra sociedad, la han perjudicado, pero me comprometo aquí, delante de todos ustedes, a desenmascararlo y expulsarlo como se merece.
Tenía ganas de desaparecer. Habría deseado teletransportarme a otra parte, volatilizarme. Me esforzaba por mostrar un rostro impasible, mientras que en lo más hondo de mí bullía un aterrador cóctel de vergüenza y culpabilidad.
Una salva de aplausos se levantó entre el público. Dunker estaba desplazando la ira de los pequeños accionistas hacia un misterioso chivo expiatorio, mientras él se erigía en el vengador que haría justicia.
—Pronto todo será tan sólo un mal recuerdo —añadió—. Ni siquiera los ciclones impiden que la hierba vuelva a crecer. La verdad es que nuestra empresa está en pleno crecimiento y que nuestra estrategia es la ganadora…
Continuó así durante un rato en un tono de autocomplacencia, afirmando la validez de cada una de sus decisiones estratégicas, que recordó al detalle, y expresó su voluntad de proseguir con ellas en el futuro. Acabó entre los aplausos de los directivos y del grupo de invitados sentado detrás, que inmediatamente fueron seguidos por una buena parte de la sala. Aguardó pacientemente a que se hiciese de nuevo el silencio y luego retomó la palabra en un tono relajado.
—Al parecer, tenemos un candidato de último minuto… Una candidatura algo… excéntrica, por llamarla de algún modo…
Me hundí en mi asiento.
—… pues se trata de un joven empleado de nuestra empresa. Un novato, diría yo, ya que sólo lleva con nosotros unos pocos meses… Se unió a nuestra sociedad nada más abandonar el pupitre del colegio.
Risas entre los asistentes. Me hundí un poco más en mi asiento. Habría dado cualquier cosa por estar en otra parte…
—He estado a punto de disuadirlo para evitar que perdieran ustedes su tiempo, pero tras los momentos que hemos pasado todos últimamente a causa de las dificultades en el mercado de valores, he pensado que nos sentaría bien reírnos un poco. Si él no tiene sentido del ridículo, nosotros sí lo tenemos del humor.
Sonaron diversas risas sarcásticas en la sala mientras Dunker regresaba tranquilamente a su sitio con expresión satisfecha.
Estaba aterrado por sus ignominiosas palabras. Era miserable por su parte. Asqueroso.
Mientras caminaba, volvió despacio la cabeza en mi dirección, dirigiéndome brevemente una mirada despreciable y sardónica.
Todavía no había alcanzado su asiento cuando el director financiero volvió a hablar por el micro instalado en la mesa.