No me iré sin decirte adónde voy (36 page)

Read No me iré sin decirte adónde voy Online

Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Otros

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
9.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

Yo, que apenas conocía otra cosa aparte de los centros comerciales de Estados Unidos, impersonales y fríos, me daba cuenta de hasta qué punto los franceses tenían la suerte de poder disfrutar todavía en algunos lugares de una vida de barrio, animada por los pequeños comercios. ¿Eran, sin embargo, conscientes de ello, o iban a dejar que estos últimos se extinguieran y se llevasen consigo el último resto de calor humano que quedaba en la ciudad? ¿De qué serviría consumir más a menor precio en los hipermercados, si era para volver a encerrarse en sitios convertidos en ciudades dormitorio, de donde esas tiendecitas, el alma de las ciudades, habían desaparecido hacía mucho?

En el número 51 se alzaba un edificio con la fachada oscurecida por la pátina del tiempo. Al lado del pórtico, una bonita placa grabada a mano indicaba con orgullo: «Asociación Speech-Masters (acceso por el patio).»

Pasé precipitadamente bajo el pórtico y me encontré con un patio interior. Enfrente, un segundo edificio cuya puerta estaba cerrada. Acceso con código numérico. Ninguna placa, ninguna señal de la asociación. Extraño… Volví a cruzar el patio en la otra dirección cuando mi mirada recayó en una escalera que descendía por una pared lateral que era la confluencia entre los dos edificios. De lejos vi un pequeño cartel colgado de un alambre en el petril. Por si acaso, fui a mirar, sin convicción: tal escalera no podía llevar a muchos otros sitios más que a las cavas. Al acercarme reconocí el nombre de la asociación escrito a mano, acompañado de una flecha que apuntaba hacia abajo. Me incliné por encima de la escalera: sólo los primeros peldaños estaban vagamente iluminados por la luz del día, los demás estaban sumidos en la penumbra, luego en la oscuridad. La perspectiva no era muy atractiva.

No obstante, bajé, con la sensación de sumergirme en las entrañas del barrio. Abajo del todo divisé una puerta de hierro, y un timbre. Pulsé y esperé. Hacía frío y humedad. La puerta se abrió y apareció un hombre de unos treinta años, pelirrojo.

—Buenos días. Mi nombre es Éric —me saludó muy serio, sin el menor atisbo de sonrisa.

—Alan. Encantado.

Entré.

El sitio me gustó en seguida, un espacio sorprendentemente vasto bajo un magnífico techo abovedado de piedra. En cada esquina, ladrillos de cristal creaban pozos de luz natural. Unos halógenos baratos completaban la iluminación. El suelo se veía muy estropeado y deslucido en varios puntos. Saltaba a la vista que estaba cargado de historia. En el otro extremo de la habitación, una tarima de madera, de las que se encontraban antaño en los colegios. Sencillamente encantadora… A sus pies, ocupando prácticamente toda la superficie de la habitación, varias docenas de taburetes, tal vez un centenar. Cerca de la entrada, a nuestro lado, una mesa de cocina con una cafetera y una cantidad impresionante de vasos de plástico apilados. Un pequeño frigorífico ronroneaba tranquilamente debajo.

—¿Esto antes era… una cava?

—Se trata del antiguo almacén de una familia de carpinteros. Padres e hijos trabajaron aquí durante generaciones hasta 1975, cuando el último se jubiló sin encontrar comprador.

Me imaginé a los artesanos trabajando la madera con sus sierras, sus formones y sus mazos, y almacenando sus obras en ese lugar, que debía de estar perfumado con esencias de pino, de roble, de nogal, de palisandro o de caoba.

—Dígame, ¿por qué motivo ha decidido usted inscribirse en nuestra asociación? —me preguntó con seriedad.

Sin parecer pagado de sí mismo, hablaba en un tono pausado y sereno que resonaba agradablemente. No obstante, me miraba casi con severidad, como si me estuviera juzgando. Tenía la impresión de tener que justificarme cuando me esperaba que se jactase de las cualidades de su academia.

—¿Por qué motivo? Verá, no sé hablar en público. Unos nervios terribles se apoderan de mí y me hacen perder mis facultades. Próximamente voy a tener que tomar la palabra delante de un grupo de gente bastante importante y me gustaría entrenarme antes para evitar la catástrofe…

—Ya veo.

—¿Cómo se desarrollan las clases?

—No son clases.

—¿Ah, no?

—Cada miembro de la asociación debe pronunciar un discurso de unos diez minutos sobre un tema de su elección. Después de eso, los demás escriben un
feedback
en una hoja de papel y se la entregan.

—¿Un
feedback
?…

—Sí, un informe sobre su actuación. Comentarios basados esencialmente en los puntos que debe mejorar: sus pequeños defectos, sus tics lingüísticos, sus imperfecciones, en resumen, todo lo que puede perfeccionarse, ya sea en el plano de la voz, de la postura, o de la estructura del discurso.

—Entiendo.

—Si somos treinta, tendrá usted treinta hojas de papel. Luego será tarea suya comprobar cuáles son los comentarios recurrentes y tenerlos en cuenta para tratar de corregirlos y hacerlo mejor la vez siguiente.

Había acentuado las palabras «corregir» y «mejor» mientras fruncía levemente el entrecejo, como un profesor de escuela. A pesar de todo, el método me pareció interesante.

—¿Cuándo puedo comenzar?

—Retomaremos las sesiones el 22 de agosto. Luego habrá una cada semana.

—¿El 22 de agosto? ¿No antes?

—No, todo el mundo está de vacaciones.

Estaba apañado… La asamblea general, si es que finalmente participaba en ella, se celebraría el 28. No podría beneficiarme más que de una sola sesión, lo que me parecía muy poco. Le expliqué mi problema.

—No es lo ideal, eso seguro. Nuestro método exige un esfuerzo continuado en el tiempo. En cualquier caso, recogerá comentarios que podrán ayudarle un poco en su actuación… Tendría que haberlo hecho con tiempo, sin embargo.

Había pronunciado la última frase con un tono de reproche.

44

¡Q
uerido señor Greenmor! ¿Cómo está usted?

Estaba desconcertado por el hecho de que una mujer a la que veía por primera vez en mi vida pudiese dirigirse a mí con tanto énfasis, como si fuésemos amigos desde hacía veinte años… La mitad de los clientes se volvieron hacia nosotros. Me tendió una mano relajada, palma abajo, en un gesto teatral, los párpados entornados. ¿Qué quería?, ¿un besamanos? Se la estreché como pude.

—¿Cómo está, señora Vespalles?

—Mi estimado Raymond Verger me ha hablado tan bien de usted…

Me costaba imaginarme al antiguo redactor jefe de
Le Monde
extendiéndose en cumplidos sobre mi persona.

—Siéntese —añadió señalando una silla a su lado—. Ésta es mi mesa, sea bienvenido. ¿Georges?

—¿Señora?

Se volvió hacia mí.

—¿Qué va a tomar, Alan? Me permite que lo llame Alan, ¿verdad? Es un nombre tan bonito… Es usted inglés, supongo.

—Norteamericano.

—Es lo mismo. ¿Qué le apetece beber?

—Pues… un café.

—Tomará al menos una copita de champán, ¿verdad? ¡Georges, dos copas, amigo mío!

La terraza de Les Deux Magots estaba abarrotada, en ese final de tarde de agosto, tanto de turistas como de asiduos, estos últimos con tendencia manifiesta a hablarse de una mesa a otra. Christine Vespalles llevaba, como era de esperar, un sombrero monumental; era de un tono rosa pálido, con un velo alzado por encima y un pájaro fucsia cosido a un lado. Iba por entero vestida de rosa, muy elegante a pesar de su excentricidad. Tenía setenta años, aunque se percibía en ella un espíritu y una fuerza vital dignos de una joven de veinte.

—Mi estimado Raymond me ha dicho que está usted interesado en Jacquot.

—¿Jacquot?

—Sí, me dijo: «Cuéntale todo lo que sabes de Lacan.» Le respondí: «Querido, ¡subestimas por completo la vastedad de mi cultura sobre el tema! La noche entera no bastaría, e ignoro cuál es la disponibilidad de Alan…»

—De hecho, lo que más me interesa son sus relaciones con otro psiquiatra. Un tal Igor Dubrovski.

Le hablé del artículo que había leído.

—¡Ah! Lacan y Dubrovski. ¡Se podría escribir una novela sobre esos dos y su rivalidad eterna!

—¿Su rivalidad?

—¡Por supuesto! Al pan pan, y al vino, vino: ¡su relación era de rivalidad! Lacan estaba celoso de Dubrovski, es evidente…

—¿Celoso?… pero ¿en qué época?

—En los setenta, cuando Dubrovski empezó a llamar la atención.

—Pero Jacques Lacan era ya célebre y reconocido, me parece a mí. Estaba en la etapa final de su vida, ¿no? ¿Cómo podía estar celoso de un joven desconocido?

—Hay que situarse en el contexto de la época, ¿sabe? Lacan era el mascarón de proa del psicoanálisis en Francia. Todo el mundo encontraba normal que un paciente se pasara quince años en un diván hablando de sus dificultades en la vida. Un buen día arribó un joven ruso que resolvía los problemas de sus pacientes en pocas sesiones… ¿Puede usted imaginar el alboroto que se armó?

—Tal vez no estuviesen curados del todo…

—Eso no puedo saberlo. Pero lo cierto es que un paciente que padecía de aracnofobia, por ejemplo, debía elegir entre quince años de diván con Lacan o treinta minutos con Dubrovski. ¿Qué elegiría usted?

—Luego Lacan estaba celoso de los resultados conseguidos por Dubrovski.

—Sí, pero no sólo eso… De hecho, todo los enfrentaba.

—¿Es decir…?

—Absolutamente todo. Uno era viejo, el otro joven. Lacan era un intelectual que conceptualizaba su enfoque y publicaba libros. Dubrovski era un pragmático que predicaba la acción y buscaba resultados. Además, también estaba el origen de sus modelos.

—¿Quiere decir de los métodos que empleaban?

—Sí. El psicoanálisis es una creación europea. Dubrovski era el precursor en Francia de la utilización de las terapias cognitivas, procedentes de Estados Unidos.

—¿En qué sentido era eso un problema?

—Digamos que era una época en la que el antiamericanismo era oportuno en los medios intelectuales. Pero eso no era todo, ¿sabe? También los separaba el dinero.

—¿El dinero?

—Sí, Dubrovski era rico, muy rico. Había heredado una fortuna familiar. No era el caso de Lacan, quien, además, tenía claramente una relación problemática con el dinero.

Le dio un trago al champán.

—De hecho —continuó—, creo que Lacan se obsesionó completamente con Dubrovski. Envidiaba la rapidez de su método, y empezó a acortar cada vez más la duración de sus propias sesiones. Al final, cuando un paciente llegaba a su consulta, apenas había abierto la boca y llevaba cinco minutos hablando cuando Lacan lo cortaba diciéndole: «Su sesión ha terminado.»

—Qué disparate…

—Y eso no es todo. Envidiaba de tal manera la fortuna de Dubrovski que aumentó sus tarifas de manera exorbitante. Llegó a pedir quinientos francos de la época, que era una suma fabulosa, por unos minutos de entrevista. Una de sus pacientes protestó, y entonces él le arrebató el bolso para coger él mismo el dinero de su monedero. Jacquot perdió un tornillo de verdad.

Bebí un trago de champán, saboreando su aroma delicado. Al otro lado de la plaza, la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, iluminada por la luz cálida del final del día, parecía más hermosa que nunca.

—Lo más penoso —añadió— es que, si Lacan simplemente hubiese ignorado a Dubrovski, todo el mundo lo habría olvidado rápidamente.

—¿A Dubrovski? ¿Por qué? Si obtenía mejores resultados…

—Ah, mí querido e ingenuo amigo, hay que ser norteamericano para hacer esa pregunta. Ustedes aprecian los resultados. Nosotros, los franceses, admiramos el intelecto. Los resultados nos parecen casi secundarios…

Rebuscó en su bolso, de piel de cocodrilo rosa, y sacó de él un libro de bolsillo.

—¡Tenga! Le he traído esto. Ábralo al azar y lea un pasaje…

Cogí el libro, firmado por Jacques Lacan, y lo abrí justo por la mitad.

—«Al caracterizar la estructura del tema de los interpretadores filiales por la fuerza de la privación afectiva, manifiesta en la ilegitimidad frecuente del sujeto, y por una formación mental del tipo de novela de grandeza de aparición normal entre los ocho y los trece años, los autores reunirán la fábula, madurada desde esa edad, de sustitución del niño, fábula por la que la vieja pueblerina se identifica con alguna doble más favorecida, y las pretensiones, cuya justificación parece equivalente, de algunos falsos delfines. Pero el hecho de que éste crea apoyar sus derechos por la minuciosa descripción de una máquina de apariencia animal, en el vientre de la que habría hecho falta ocultar para darse cuenta del secuestro inicial…»

—No he entendido nada pero, al fin y al cabo, yo no soy psiquiatra.

—Tranquilo, los psiquiatras tampoco entienden nada. Sin embargo, estamos en Francia: cuanto menos entendemos lo que nos cuentas, más tenemos la sensación de que eres un genio.

—Ya veo…

—Así, pues, imagínese, Dubrovski, tan pragmático, parecía un bobo al lado de Lacan…

En ese momento volqué sin querer mi copa con un movimiento torpe de la mano. El champán se extendió por la mesa y luego chorreó sobre mis zapatos.

—Oh, Jacques Lacan no lo habría soportado.

—¿Derramar champán sobre sus pies?

—¡Sí! Era un maniático de los zapatos.

Me estremecí.

—Un maniático de los zapatos…

—¡Su pasión! Era capaz de salir de su consulta por la puerta de atrás, dejando a sus pacientes plantados en la sala de espera, para ir a comprarse un par entre sesión y sesión. ¿Qué le parece?

45

A
dmitámoslo: el joven François Littrec se suicidó. Tenía dos psiquiatras, uno de los cuales era Igor Dubrovski. Jacques Lacan, movido por unos celos enfermizos, lo dispuso todo para acabar con él aprovechando la ocasión. Escribió bajo un seudónimo un virulento artículo en
Le Monde
en el que denunciaba sus métodos. Por otra parte, hizo una visita a los padres del joven para manipularlos y empujarlos a acusar a Dubrovski. Su obsesión por los zapatos lo había delatado… El colmo de un psiquiatra. Cuando su colega fue absuelto por el tribunal, influenció no obstante al Colegio de Médicos para obtener su expulsión, poniendo así fin a una carrera que se había vuelto molesta. Eso era. ¿Por qué no?… Sin embargo, si Igor Dubrovski era verdaderamente inocente en este asunto, ¿cómo explicar los puntos oscuros que seguían quedando? ¿Por qué atraía, con su artículo sobre el derecho al suicidio, a los deprimidos a la torre Eiffel, su feudo, donde él los acogía antes de que cometieran el acto? ¿Para manipularlos mejor? ¿Para obtener compromisos de ellos? ¿Con qué fin? ¿Para obtener qué? ¿Y cómo explicar las notas recogidas sobre mí antes de mi tentativa de suicidio? ¿Y qué decir de su relación con Audrey?

Other books

Playthang by Janine A. Morris
Homeplace by Anne Rivers Siddons
Up In Flames by Lori Foster