—¿El qué?
—Está demasiado acostumbrado a sufrir… Ahora aprende progresivamente a resistir, a oponerse. Eso está bien, pero no es suficiente. Una cosa es saber resistirse y otra muy distinta conseguirlo. Para llegar a ello hay una condición previa.
—¿Una condición previa?
—Desarrollar la convicción de que se es capaz.
—¿Quieres decir que, si no está convencido en lo más profundo de sí mismo de ser capaz de conseguir algo de sus jefes, no conseguirá nada, aunque se aplique concienzudamente con las mejores técnicas de comunicación del mundo?
—¡Exactamente!
—Ya veo.
—Es incluso lo más importante. Cuando estamos íntimamente convencidos de que podemos influir en las decisiones de los demás, acabamos siempre por lograrlo, aunque lo hagamos de una forma algo equivocada. Nos las apañamos… Por el contrario, si no creemos en ello, nos detenemos en el primer escollo, lo que se interpretará como una prueba de la inutilidad de nuestra iniciativa.
Se llevó el cigarro a la boca.
—Y, por tanto, ¿le has pedido que se divierta haciéndoles decir una palabra concreta a sus jefes sólo con el objetivo de llegar a descubrir que es capaz de tener influencia sobre ellos?
—Lo has entendido todo. Quiero que crea en su capacidad de influencia.
—Interesante.
Catherine irguió repentinamente la cabeza; una idea le había pasado por la mente.
—No has escogido al azar esa palabra; ¿no es así? Eres tú quien ha elegido «marioneta» para que Alan se proyecte inconscientemente en el rol de la persona que mueve los hilos, ¿no es cierto?
A modo de respuesta, él se contentó con sonreír.
—Genial, Igor…
Dubreuil dio una larga calada a su cigarro.
M
arc Dunker, presidente director general de Dunker Consulting, era un hombre alto y corpulento. Con su metro noventa y sus noventa y seis kilos, era un peso pesado de la selección en Francia.
Era originario de una aldea de provincias, en pleno centro del Beaujolais. Comerciantes de ganado bovino durante generaciones, los Dunker eran poco apreciados por sus vecinos, quienes consideraban su oficio como un mal necesario. La familia tenía dinero, más que los ganaderos de los alrededores, y estos últimos tenían a menudo la sensación de que ese dinero se había hecho a su costa, sin sufrir como ellos años difíciles cuando la cotización de la carne de bovino estaba a punto de desmoronarse.
En el colegio, el pequeño Marc frecuentaba a los niños del lugar. Orgulloso de ser el hijo del hombre más rico del pueblo, se sentía, por otro lado, marginado. No se compadeció sin embargo de su suerte y, por el contrario, se volvió combativo. Al menor comentario por su parte, provocaba una pelea.
Su madre, en cambio, sufría por ello mucho más. Su marido gozaba de una posición envidiada; ella se contentaba con sufrir las consecuencias negativas, y su vida social se resumía en la mirada sutilmente hostil de las mujeres con las que se cruzaba en el pueblo y en una acumulación de silencios cargados de sentido. Después de años de amargura y rencor, acabó viniéndose abajo y, rompiendo con la tradición de una situación establecida desde hacía generaciones, la familia fue a instalarse a la ciudad, lejos de los cotilleos y las habladurías. Los Dunker se mudaron a Lyon, lo que obligaba al señor Dunker a hacer kilómetros y kilómetros todos los días para volver al pueblo. Marc vivió esa mudanza como una capitulación y despreció a su padre por haber formado parte de ella.
La satisfacción de su madre no duró sino un tiempo: se llevó una desilusión el día en que se dio cuenta de que ella y su familia eran vistos como campesinos por el vecindario, constituido por trabajadores de cuello blanco, ya fuesen ejecutivos u oficinistas. Marc, que prefería ser rechazado por celos antes que por desdén, sufrió con esa nueva marginación, y de ello nació un deseo de revancha.
Se sacó el título de bachillerato con normalidad, luego el FP de comercio a los veinte años. Trabajó casi durante diez como representante de productos agrícolas, empleando con cierto talento una mano izquierda de comerciante sin duda arraigada en sus genes. Cambió de empresa en tres o cuatro ocasiones, aprovechando cada uno de esos cambios para aumentar sustancialmente su salario: repetía cada vez la misma clase de guión, engañando al consultor de selección sobre la magnitud del puesto que dejaba, atribuyéndose responsabilidades que no siempre había tenido de manera oficial, sino que algunas veces él mismo se adjudicaba.
Dedujo de ello con bastante rapidez que los consultores no sabían nada de su oficio, y que eran fáciles de engañar. Un día, su jefe en aquel entonces le reveló el importe de los honorarios que les había pagado por su contrato, y Marc no dio crédito. La suma le pareció astronómica por una tarea que al final le parecía muy similar a la de su padre. Era, según él, más fácil convencer a una empresa de las supuestas cualidades de un candidato que convencer a un granjero de las cualidades físicas de una vaca, cualidades, por otra parte, fácilmente comprobables por él mismo.
Seis meses más tarde, Marc se instaló por su cuenta. Alquiló una oficina de una sala en el centro de Lyon y colgó una placa en la puerta —«Marc Dunker, consultor de selección»— después de haber seguido una breve formación en métodos de contratación. Sabía que su olfato valía más que cualquiera de las técnicas enseñadas para seleccionar a un candidato, y prueba de ello fue que obtuvo muy pocos fracasos más tarde. Era un tipo instintivo. Percibía a la gente, a las empresas, percibía a los candidatos, y percibía quiénes iban a adecuarse al puesto.
Los primeros clientes fueron los más duros de obtener. Sin referencias reales, le era difícil resultar creíble. Cuando se lo hicieron notar, se volvió extrañamente agresivo. Con rapidez, se deslizó hacia la mentira inventándose clientes prestigiosos y, sobre todo, citando pymes de las que habría rechazado supuestos contratos con el pretexto de que, por ser demasiado pequeñas, no eran dignas de sus servicios. Esa postura resultó rentable y consiguió sus primeros contratos, rápidamente seguidos de otros: el éxito llamaba al éxito.
Su nuevo oficio le iba como anillo al dedo. Tenía la impresión de que los desdeñosos pequeñoburgueses que antaño no trataban con su familia dependían ahora de él para su empleo. Se sentía temido y respetado. Esa gente comía de su mano. Le habría gustado controlar todo el mercado de selección de personal de la ciudad nada más que por aumentar la dependencia de ellos con respecto a él.
Es cierto que su nuevo estatus no le bastaba para restañar su ego herido. Algo en él lo empujaba permanentemente a ir hacia adelante, a hacer siempre más para expandir su negocio, tener más poder, ganar en autoridad en su campo. Trabajador incansable, Marc redobló sus esfuerzos para asentar la posición de su empresa.
Al cabo de un año empleaba ya a tres consultores. Obtuvo de ello una gran satisfacción, que, lejos de contentarlo, lo empujó a ir incluso más lejos. Seis meses después, abrió una oficina en París, París la orgullosa, la capital, y se mudó allí de inmediato. En esa ocasión, el gabinete fue rebautizado como «Dunker Consulting». En los años que siguieron, abrió de media una oficina cada tres meses en una ciudad de provincias.
Medía su éxito por el número de trabajadores, y era su obsesión sumar más y más cada vez. Obtenía en efecto una gran satisfacción en «hacer crecer el rebaño», por retomar una de las metáforas del campo que usaba con profusión revelando de manera inconsciente sus orígenes, que ocultaba por lo demás cuidadosamente. Era como si su valor personal estuviese íntimamente ligado al número de personas que tuviese bajo sus órdenes, o que su poder se midiese por la amplitud de sus tropas. No le faltaba por otra parte ocasión de recordar su número de efectivos, sobre todo cuando se presentaba a desconocidos.
El éxito fulgurante de su sociedad lo empujó a implantarse en el extranjero y, cuando abrió su primera oficina en una capital europea, se vio con el alma de un conquistador.
Dos años más tarde, por fin, consagración suprema, éxtasis viril que se prolongaba hasta en el vocabulario empleado para designar la operación, decidió sacar su negocio a Bolsa.
E
sa mañana llegué a la oficina con mi
Closer
bajo el brazo, como todos los días desde hacía una semana. Las miradas de soslayo de mis colegas, manifiestas al comienzo, habían dejado ahora paso a una total indiferencia. No había bajado los brazos, sin embargo, al sentir todavía una cierta molestia, aunque ésta iba disminuyendo. Tenía que admitir que mis relaciones con mi entorno no habían cambiado en absoluto. Necesitaría todavía tiempo para ser verdaderamente «libre», según la definición de Dubreuil.
En casa, continuaba con mi vida haciendo menos esfuerzos que antes, es decir, aceptando producir un nivel
normal
de ruido, lo que no dejaba de provocar visitas casi diarias de la señora Blanchard. Ya no buscaba evitarlas como antes, pero la mujer seguía irritándome prodigiosamente cada vez. Tenía la impresión de que nada podría impedirle que me acosara. Después de haber dado muestras de paciencia, exhibía ahora claramente mi exasperación, contentándome con entreabrir la puerta para mostrarle que me molestaba. No obstante, ella se acercaba entonces a la abertura como para forzar el paso, el ceño fruncido y la mirada acusadora, y con su aguda voz formulaba llamadas al orden en un tono moralizador.
Acababa de franquear las puertas de la empresa y esperaba el ascensor con dos colegas de otro área cuando recibí un sms. Eché un vistazo a mi móvil: era de Dubreuil. Lo abrí: «Fúmate un cigarrillo.»
¿Qué historia era ésa? ¿Quería que me fumase un cigarrillo?
Se abrieron las puertas del ascensor y mis colegas entraron precipitadamente.
—No me esperéis —les dije.
¿Por qué Dubreuil me pedía que fumara si mi objetivo era dejarlo? Salí a la calle y encendí un cigarrillo. Tal vez el tipo estuviera ya senil… Fumaba dejando vagar la mirada por los numerosos viandantes, en su mayoría gente con prisa que iba al trabajo, cuando vi a un hombre que se parecía a Vladi inmóvil entre la multitud. Me incliné un poco hacia adelante para tratar de verlo entre el mar de gente y entonces dio media vuelta instantáneamente.
—¡Vladi! ¡Vladi!
El hombre desapareció de mi vista.
Sentí un cierto malestar. Estaba casi seguro de que era él. ¿Me seguía? Pero ¿por qué? ¿Le habría pedido Dubreuil que se asegurara de que respetaba mi compromiso? Y ¿qué debía hacer Vladi en caso contrario? Aquello era de locos…
Volví al vestíbulo del edificio con un nudo en el estómago.
En el pasillo de mi planta pasé por delante del despacho de Luc Fausteri, mi jefe de área. Estaba ya en su puesto, lo que significaba que debía de haber acortado su sesión de
footing
matinal. Su puerta estaba abierta, un hecho muy poco habitual. Prefería en general encerrarse, a fin de aislarse al máximo de los miembros de su equipo. El diálogo le costaba. Sentía necesidad de confinarse evitando todo contacto durante horas.
La puerta abierta era una ocasión que no podía dejar escapar. Tenía una misión que cumplir… «¡Ánimo!» Aunque iba a ser difícil hacerle decir la palabra escogida al azar, pues no había nadie menos hablador que él.
Entré y lo saludé. Él esperó a que estuviera a menos de un metro para levantar la mirada de su informe, sin mover sin embargo ni un ápice la cabeza. Nos dimos la mano pero eso no provocó la menor sonrisa por su parte, ni siquiera un indicio de movimiento en los labios.
Traté de iniciar la conversación acordándome del famoso secreto de Dubreuil. «Dios mío, qué duro es abrazar un universo que no nos gusta…»
—Las acciones están a 128 esta mañana —empecé—. Han subido un 0,2 por ciento en una sesión, y cerca de un 1 durante la semana.
—Sí.
Tenía claramente la inspiración de los grandes días. Sólo hacía falta que la alimentase, que hablase con entusiasmo, que mostrase mi vivo interés por ese tema. Si se sentía acompañado en sus preocupaciones, se abriría a mí.
—Lo que es sorprendente es que hayan subido un 14 por ciento desde comienzos de año, mientras que nuestros resultados semestrales han experimentado un ascenso de un 23 por ciento. No es muy lógico.
—No.
—Están claramente subestimadas.
—Sí.
—Así pues, no son representativas del valor real de la empresa.
—No.
«Continuemos —me dije—. Cueste lo que cueste. No debo dejar que se instale el silencio.»
—Es una verdadera pena… Sería mejor que siguiesen nuestros resultados, dado que son buenos.
Ni siquiera se tomó la molestia de contestarme, pero me miró como si no comprendiera que pudiera abrir la boca para decir tales sandeces.
Sentí una pizca de vergüenza. Sólo una pizca. Después de todo, él me creía ya un fiel lector de
Closer
, por lo que no me arriesgaba a decepcionarlo.
«Continuemos.»
—Sin embargo, son buenas acciones. Deberían arrasar.
Frunció el ceño. Continué, redoblando el entusiasmo.
—Si yo fuese broker, apostaría por ellas.
De pronto adoptó un aire triste, afligido incluso, encerrándose más aún en su silencio.
«Bueno, cambiemos de táctica. A por las preguntas.»
—¿Cómo explica usted ese desfase entre nuestros resultados y la cotización en Bolsa?
Unos segundos de silencio, durante los cuales permaneció completamente inmóvil. Reunía sin duda fuerzas y ánimo, preparándose para comunicarse con el tonto del pueblo.
—Hay varios elementos en juego. En primer lugar, el mercado financiero se preocupa menos por los resultados pasados que por las perspectivas futuras.
—Pero son buenas, ¡Larcher nos lo repite todos los lunes por la mañana!
—Luego hay elementos psicológicos que influyen en la Bolsa.
Había pronunciado la frase con un ligero desprecio.
—¿Elementos psicológicos?
Tomó aire. Estaba claro que no obtenía ningún placer haciendo de profesor.
—Miedos, rumores… Y también está Fisherman.
—¿Fisherman?
—Ese periodista de
Les Echos
que no cree en nuestra expansión y lo repite artículo tras artículo en su periódico. Eso sin duda tiene un impacto sobre los inversores, pues sus opiniones son muy seguidas. Uno se pregunta por qué, por otra parte.