—De todas formas —agregó Larcher con una risa forzada—, no van a darle el trabajo, así que no hay por qué andarse con remilgos…
El silencio revelaba el malestar que la propuesta generaba en el equipo. Algunos miraban a su alrededor, al acecho de las reacciones. Los demás, por el contrario, fingían estar absortos en sus libretas de notas.
—No estoy en absoluto de acuerdo.
Todas las miradas se volvieron hacia mí. No tomaba la palabra a menudo en las reuniones, y nunca para expresar mi desaprobación. Decidí tomármelo con calma.
—Creo que eso no es del interés de nuestra agencia: un candidato que no conviene para un puesto ofrecido hoy quizá se adecúe al que tendremos mañana. Tenemos todas las de ganar, desde la óptica del largo plazo, desarrollando un vivero de candidatos que aprecien nuestra empresa y tengan confianza en nosotros.
—No hay que preocuparse por eso, amigos —replicó Larcher—. En los tiempos que corren, y eso no va a cambiar en breve, los candidatos son mucho más numerosos que los puestos ofrecidos, y no necesitamos correr detrás de ellos. Si le pegamos una patada a una papelera, seguro que saltan más de diez. Basta con alargar el brazo para recogerlos.
Una oleada de risas nerviosas recorrió a los asistentes.
Me armé de valor.
—En lo que me concierne, me siento ligado a una cierta deontología, a una cierta ética, me atrevo a decir. No somos una gran empresa que recluta para sí. Somos una agencia de contratación. Nuestra misión va, por tanto, más allá de la simple selección de un candidato, y creo que es nuestra obligación aconsejar a aquellos que no se adecúan a la tarea del momento. Es nuestra responsabilidad social. En todo caso, eso es lo que hace que me guste mi oficio.
Larcher me escuchó, siempre sonriente, pero, como cada vez que sus intereses se veían amenazados, su expresión cambió casi imperceptiblemente y su sonrisa se tornó algo amenazadora.
—Creo, amigos míos, que Alan ha olvidado que trabajamos para Dunker Consulting y no para la madre Teresa.
Rompió a reír y rápidamente fue secundado por Thomas primero y Mickaél después. Sus cejas se fruncieron ligeramente mientras su mirada se concentraba profundamente en mí.
—Si duda usted de ello —añadió—, compruebe la casilla situada abajo en su nómina y se dará cuenta de que una asociación benéfica no le pagaría semejante suma.
Algunas risitas entre los asistentes.
—Va a tener que mover usted el culo para merecer ese salario, Alan. Y no es jugando a los asistentes sociales como lo va a conseguir.
—Hago ganar dinero a mi empresa. Mi salario queda ampliamente rentabilizado, y por tanto es merecido —repuse.
Silencio sepulcral en la sala. Todos mis colegas se miraban los pies. El ambiente estaba muy cargado. Larcher parecía manifiestamente sorprendido ante mi reacción, en absoluto habitual, y eso era probablemente lo que lo desconcertaba más aún.
—No es usted quién para juzgarlo —acabó diciendo en tono agresivo, sin duda convencido de que era vital tener la última palabra para conservar su autoridad ante el resto del equipo—. Somos nosotros quienes fijamos sus objetivos, no al revés. Y hasta el momento no lo ha alcanzado usted.
La reunión no se prolongó mucho más. Larcher estaba visiblemente irritado por el giro de los acontecimientos, que había debilitado el alcance de su mensaje. Para una vez que había tenido el valor de dar parte de mis divergencias, tal vez habría hecho mejor en callarme. Y, sin embargo, me alegraba de haber expresado mis convicciones, de no haber dejado que pisotearan mis valores.
Abandoné deprisa la sala de reuniones y volví a mi despacho, pues, a pesar de todo, prefería evitar encontrarme cara a cara con él. Además, no tenía ganas de ver a nadie. Esperé a que todo el mundo se hubiese ido a comer antes de esfumarme a mi vez y abrí lentamente la puerta de mi despacho. En la empresa reinaba el silencio. Me deslicé por el pasillo. Mis pasos, absorbidos por la moqueta, ni siquiera alteraron la calma casi inquietante del lugar.
Cuando llegué a la altura del despacho de Thomas, resonó un timbre que desgarró el silencio e hizo que casi me sobresaltara. Su teléfono. Debían de haber marcado su número directo, pues a esa hora la centralita estaba cerrada. El timbre resonaba en la empresa desierta como una llamada desesperada en el vacío.
No sé qué cable se me cruzó; no era mi costumbre, ni de los usos del trabajo, pero el timbre era tan insistente que decidí entrar en su despacho y responder yo mismo.
Abrí la puerta. Todo estaba perfectamente ordenado, sus carpetas bien apiladas y un bolígrafo Montblanc dejado con descuido bien a la vista. Un aroma muy ligero flotaba en el aire, tal vez su loción para después del afeitado. Descolgué el auricular, un modelo mucho más bonito que el que teníamos el resto de nosotros. ¿Lo habría negociado con el jefe? Aunque Thomas era capaz de habérselo comprado él mismo nada más que para distinguirse de los demás.
—Al…
Iba a decir mi nombre para hacer saber a mi interlocutor que no era Thomas pero no me dio tiempo, ya que me cortó apresuradamente y se expresó a toda velocidad con una voz preñada de odio.
—Lo que ha hecho usted no tiene nombre. Le repetí varias veces que aún no había dimitido y que confiaba en su discreción. Sé que ha llamado a mi director para decirle que su responsable administrativo iba a dejar libre su puesto y que usted le proponía encontrar a un sustituto…
—Señor, yo no…
—¡Cállese! Sé que ha sido usted porque no he enviado mi curriculum a ningún otro sitio. ¿Me oye? ¡A ningún sitio! No puede haber sido nadie más que usted. Es un infame y me las pagará.
S
alía de la empresa cuando Alice se topó conmigo. Evidentemente mi colega me había esperado desde la salida de la reunión.
—¿Vas a comer? —me preguntó.
Sonreía, pero su sonrisa estaba velada por una sombra de inquietud. ¿Temía ser vista conmigo?
—Sí —respondí.
Esperó un segundo, como si desease que la idea saliera de mí; luego dijo de nuevo:
—¿Comemos juntos?
—De acuerdo.
—Conozco un pequeño restaurante muy mono que está algo apartado. Así podremos charlar tranquilamente…
—¿Cómo se llama?
—La Guarida de Arthus.
—No lo conozco.
—Es un sitio bastante… peculiar. No te digo más. Mejor que lo descubras por ti mismo.
—Siempre y cuando no sirvan cosas raras, me gustará.
—¡Ay, los americanos! Mira que sois delicados…
Cogimos la calle Molière y, al cabo de ésta, nos metimos por un pasaje abovedado para alcanzar las arcadas del Palacio Real, bordeando los jardines interiores. Qué remanso de paz en el seno de ese barrio animado en pleno corazón de París… Los jardines, sencillos, hacían pensar en el patio de una escuela de la preguerra. Unos castaños en fila, tierra batida en el suelo, y el viejo edificio cargado de historia alrededor. Bajo las arcadas se percibía el delicado aroma de la piedra fría, mientras el ruido de nuestros zapatos resonaba por las baldosas deslustradas por los siglos pasados. El lugar estaba habitado por la nostalgia. El tiempo se había detenido en él dos siglos antes, y uno no se habría sorprendido de ver niños con ropas de antaño gritando de alegría al oír la campana del recreo, haciendo que echasen a volar los gorriones.
Subimos los pocos escalones de la escalera situada en el extremo norte del jardín, adornada por una bonita barandilla de hierro forjado de tacto granuloso. Pasamos junto al escaparate revestido de madera de un vendedor de cajas de música antiguas y alcanzamos la calle de Petits Champs. Era difícil andar mirando al frente por la estrecha acera de esa bonita y animada callejuela del viejo París. Cada una de sus innumerables tiendecitas era única, a años luz de las franquicias y de otras tiendas que venden lo mismo en todas las ciudades del mundo. Allí cada escaparate sorprendía por la originalidad de su decoración y la autenticidad de los productos expuestos. Un vendedor de paraguas estaba junto a un charcutero, él mismo vecino de un sombrerero, seguido de una tienda de té y de un especialista en joyas artesanales. De trabajos de restauración a zapateros pasando por una librería de viejo, daban ganas de pararse en todos los locales, de contemplar aquellas cosas hermosas, de tocarlas…
—¿Conoces la galería Vivienne?
—No.
—Vamos a dar una vuelta.
Cruzamos la calle entre una larga fila de coches que circulaban al paso, con sus conductores visiblemente molestos por desplazarse a menos velocidad que los peatones, y penetramos entre dos tiendas bajo un pórtico muy alto. De pronto nos encontramos en una especie de callejuela cubierta por un viejo techo de vidrio amarillento y de hierro forjado. Un olor triste, algo húmedo. La galería alojaba en sí misma algunas tiendas y restaurantes, pero en un ambiente muy diferente del de la calle. Aislada de la afluencia de los transeúntes, de la agitación de la ciudad, estaba bañada por una luz triste y una calma religiosa. El más mínimo ruido resonaba débilmente en la cúpula. La gente andaba con lentitud. Allí remaba una serenidad melancólica.
—La galería data de principios del siglo XIX. Servía de salón mundano durante la Restauración. Vengo aquí cuando necesito hacer un alto y olvidarme un poco del despacho.
La galería tenía forma de herradura, y salimos por el otro extremo. De nuevo en la calle, se podía percibir el olor a pan caliente que salía de una panadería vecina. De pronto se me abrió el apetito.
—¡Ya hemos llegado! —dijo Alice señalando los ventanales de un restaurante cuidadosamente revestido de madera pintada de gris, un bonito gris profundo.
Entramos en una salita de decorado barroco que apenas tenía cabida para una veintena de personas. En las paredes había numerosos cuadros con citas variadas, bellamente enmarcados en madera esculpida. El dueño, de unos cuarenta años, rubio, bastante bajo, un fular de seda anudado en el cuello de su camisa rosa, estaba en plena conversación con dos clientes. Se interrumpió en cuanto reconoció a Alice.
—¡Pero si es la sargento recluta! —exclamó en un tono amanerado que, si no hubiera ido acompañado de una sonrisa cómplice, habría parecido obsequioso.
—Ya le he dicho que no me llame más así, Arthus —respondió ella riéndose.
Él le besó entonces la mano.
—¿Y quién es el guapo príncipe que la acompaña hoy? —dijo devorándome con los ojos de la cabeza a los pies—. La señora tiene mucho gusto… y corre sus riesgos al traerlo a casa de Arthus.
—Alan es un compañero de trabajo —dijo poniendo los puntos sobre las íes.
—¡Ah! ¡Usted también es uno de ellos! No intente contratarme, se lo advierto, soy incapaz de integrarme en empresa alguna.
—No recluto más que a contables —repuse.
—¡Ah! —dijo fingiendo desilusión—, sólo se interesa por los hombres de números…
—¿Tiene alguna mesa libre para nosotros, Arthus? No he reservado…
—Mi astrólogo me dijo que una persona importante vendría hoy, así que he reservado esta mesa. Es para ustedes.
—El señor es demasiado bueno.
Nos tendió las cartas con mucha elegancia, y Alice dejó la suya sin ojearla siquiera.
—¿No la miras? —le pregunté.
—Es inútil.
La miré tratando de entender, pero ella se contentó con esbozar una sonrisita enigmática.
La carta era bastante extensa, y todo parecía apetitoso. No era fácil elegir entre una variedad de platos tan grande. Ni siquiera había terminado de leerlo todo cuando nuestro anfitrión vino a tomar nota.
—¿Mi señora Alice?
—Me pongo en sus manos, Arthus.
—¡Ah! ¡Me gusta cuando las mujeres se ponen en mis manos! ¿El apuesto príncipe ha hecho ya su elección? —dijo inclinándose ligeramente hacia mí.
—Pues… A ver…, tomaré milhojas de tomate con albahaca de Aix, y…
—No, no, no… —farfulló el hombre en voz baja.
—¿Perdón?
—No, no, eso no es un entrante apropiado para un príncipe, de ningún modo. Déjeme a mí. Veamos…, voy a prepararle… endivias al roquefort.
Estaba un poco confundido con su actitud.
—Esto…, ¿qué es roquefort?
Arthus fingió que su mandíbula se desplomaba a causa de la sorpresa y mantuvo la boca abierta unos instantes.
—¿Cómo? Mi príncipe está bromeando, ¿no es así?
—Mi colega es norteamericano —explicó Alice—. Vive en Francia desde hace pocos meses.
—Pero ¿no tiene acento? —dijo él, sorprendido—. Además, es mono y no está muy cachas para ser yanqui. ¿No se ha alimentado de cereales y hamburguesas?
—Su madre era francesa, pero siempre ha vivido en Estados Unidos.
—Bueno, pues habrá que educarlo entonces. Cuento con usted, Alice. Seguramente hay que corregirlo todo. Yo me ocuparé de él en el plano culinario —dijo articulando lentamente cada sílaba de la última palabra—. Empecemos por el roquefort. Como sabrá, en Francia tenemos más de quinientas variedades de queso…
—Bueno, también hay quesos en Estados Unidos.
—Pero ¡qué dice! —exclamó en un tono fingidamente exasperado—. No hablamos de lo mismo, ¡en absoluto! Lo que ustedes tienen no es queso, es plástico envuelto en celofán, es goma gelatinosa perfumada con sal… ¡Ay, ay, ay…! ¡Va a haber que enseñárselo todo! Bueno, empecemos por el roquefort… El roquefort es el rey de los quesos y el queso de los reyes…
—Muy bien, pues entonces tráigame esas endivias al roquefort —lo interrumpí—. ¡Adjudicado! Luego encadenaré con…
—Aquí no encadenamos a nadie, príncipe mío. Esto no son trabajos forzados…
—Bueno…, pues entonces seguiré…
—No, aquí tampoco seguimos a nadie. Ni siquiera a los malos pagadores, ¿sabe?…
Proseguí, escogiendo mis palabras con precaución:
—De segundo tomaré buey estofado con manzanas al vapor.
—¡Ah, no! —replicó con firmeza—. ¡De ninguna manera! Eso no es para usted. No puede envilecerse con un buey estofado. No, no… No, voy a traerle…, veamos…, pavo al vino amarillo con champiñones de Sologne.
Me sentía algo desconcertado.
—¿Tengo derecho a elegir el postre? —repuse.
—Tiene usted todos los derechos, príncipe mío…
—Entonces tomaré una tarta Tatin.
—¡Muy bien! Pongamos entonces una mousse de chocolate —dijo concentrándose en sus notas y articulando cada sílaba—. ¡Gracias, y que aproveche! ¡Arthus está encantado de poder deleitarlos!