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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (31 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Catherine estalló en una carcajada. Me había olvidado de su presencia. Dubreuil le dio un trago al bourbon.

—Tal vez para tu jefe ésa sea una manera de olvidarse del drama de su existencia…

—¿El drama de su existencia?

—Estoy convencido de que no es casualidad que haya muchos más hombres que mujeres al frente de las empresas. Creo que quienes denuncian una discriminación de la que serían víctimas las mujeres se equivocan. Además, la gente en cuyas manos se encuentra ahora mismo nuestra economía pasa no poco del sexo de los que sitúan al frente de las empresas donde se encuentra el capital, de la misma manera que pasan de su persona simple y llanamente. Sólo les importan los resultados. En mi opinión, la gran escasez de mujeres en los puestos de dirección tiene una explicación muy distinta.

Catherine alzó la mirada de su cuaderno de notas y la mantuvo fija en Dubreuil.

—¿Cuál? —pregunté.

—Las mujeres poseen un don del cielo, un favor concedido por los dioses que hace de ellas seres tan privilegiados que no sienten la necesidad de combatir por esa clase de futilidades…

—Quiere decir…

—Cuando se es capaz de crear un alma, una vida, de llevarla en el vientre para luego ofrecerla al universo, ¿crees realmente que esa persona es capaz de apasionarse por la cotización en Bolsa de unas acciones?

«Crear un alma… Es cierto que es extraordinario, si uno piensa en ello. El nacimiento de un niño es algo tan cotidiano, algo que estamos tan acostumbrados a ver, que a menudo olvidamos la grandeza, la magia de ese acto inaudito. Crear un alma…»

Fiel a su costumbre, Dubreuil daba lentamente vueltas entre sus dedos a su vaso de bourbon.

Oírlo pronunciar tales afirmaciones tenía un efecto tranquilizador sobre mí, que me sentía amenazado desde la lectura de su libreta secreta. ¿Alguien que podía maravillarse de ese modo de la vida podía realmente quitársela a otra persona?

Catherine tenía la mirada perdida, sumida en sus pensamientos.

—Nosotros, los hombres —añadió Dubreuil—, nos sentimos heridos en lo más profundo por nuestra incapacidad de dar la vida. Estoy convencido de que la ambición profesional, tan frecuente en la mayor parte de nosotros, procede de la necesidad irresoluble de compensar esa falta, de colmar esa especie de vacío existencial.

—¿Lo cree realmente?

—Para convencerse de ello basta con escuchar atentamente las conversaciones de los directivos en la oficina. El vocabulario que utilizamos nunca es fruto del azar, ¿sabes?, es un poco como el espejo del alma… Escucha bien a esos directivos y oirás a menudo metáforas relacionadas con el embarazo y el parto. ¿No se dice a veces de un proyecto difícil que ha sido «sacado adelante con dolor», o incluso que «su gestación ha sido larga»? Si fracasa, se dice que «ha sido abortado», ¿no es así? ¿Un programa inicialmente ambicioso que finalmente resulta en nada? Es como el «parto de los montes». ¿Que un plan de actuación llega a buen término? Es un «proyecto que ve la luz»…

Me quedé mudo, aturdido. Nunca había imaginado nada semejante, nunca había establecido tal relación. Para mí, la carrera desenfrenada por el poder no era más que el resultado de una mezcla de agresividad y espíritu competitivo, atributos ordinariamente masculinos…

Era raro oír eso en boca de Dubreuil, del que presentía precisamente que debía de tener cierto hambre de poder. ¿Sería hasta tal punto lúcido sobre sí mismo?

Al final, la misoginia de determinados hombres tal vez ocultaba paradójicamente un complejo de inferioridad.

—Volviendo a mi situación en el despacho, no sé si el presidente está celoso de su esposa o si sólo posee un nivel de testosterona que excede de los límites, pero en cualquier caso no puedo conseguir nada de él.

Dubreuil puso cara de contrariedad. ¿Le molestaba que yo no consiguiese hacer uso de todas sus enseñanzas o tal vez que él no lograra transmitirlas con tanta eficacia como habría deseado?

Dejó el cigarro en un gran cenicero de cobre repujado.

—Ahora posees los recursos necesarios para volver a coger las riendas de tu vida sin tener que doblegarte a los deseos de los demás.

Vació de un trago el resto de su bourbon, dejó bruscamente el vaso sobre la mesita y se levantó.

Catherine mantenía la mirada baja sobre sus notas.

—Esto es lo que vas a hacer —dijo Dubreuil con una sonrisa maquiavélica mientras caminaba arriba y abajo frente a las librerías—. Es una nueva tarea que debes llevar a cabo.

—¿Sí?

—¿Crees que tu presidente se equivoca, que sus decisiones son perjudiciales para la empresa?

—Me parece evidente, sí.

—Tienes la sensación de que habría que dirigirla de otra manera, integrando elementos distintos a criterios puramente económicos…

—Así es.

—Pues vas a ocupar su lugar.

—Muy gracioso.

Me miró a los ojos.

—No estoy bromeando, Alan.

—¡Por supuesto que sí!

Frunció el ceño.

—No, te lo aseguro.

De repente me asaltó la duda. ¿Estaba hablando realmente… en serio?

Ante mi manifiesta incomodidad, me escrutó en silencio por unos instantes.

—¿Qué te lo impide? —preguntó con voz meliflua.

Me sentí absolutamente desconcertado por su pregunta, tan incongruente era. ¿Qué responderle a alguien que te pregunta amablemente qué te impide convertirte en ministro o en una estrella internacional?

—Pero… a mí me parece… evidente. Seamos realistas: hay límites para lo que somos capaces de hacer, a pesar de todo…

—Los únicos límites son aquellos que uno se impone a sí mismo.

Empecé a sentir cómo crecía la ira en mi interior. Lo conocía demasiado bien para saber que no iba a detenerse. Estaba con el agua al cuello. Definitivamente, ese tipo alternaba entre momentos de lucidez, de finura analítica, y salidas insensatas.

—¿Se da cuenta de que ni siquiera es mi jefe? ¡Es el jefe del jefe de mi jefe! ¡Hay tres escalones jerárquicos entre nosotros!

Catherine había alzado la vista y ahora miraba fijamente a Dubreuil.

—El que quiere escalar la montaña no debe dejarse impresionar por su altura.

—Pero ¿acaso ha puesto usted un pie alguna vez en una empresa? ¡Uno no escaba puestos de ese modo! ¡Existen ciertas normas!

—El que se conforma con las normas evita reflexionar. Si no te sales del marco, no encontrarás nunca otra solución distinta de las que todo el mundo ha pensado ya. Hay que salirse de él…

—Todo eso es muy bonito, pero en la práctica, ¿cómo lo haría usted en mi lugar, eh?

Se sentó sobre el reposabrazos de su asiento y me miró sonriendo.

—Apáñatelas, Alan. Busca entre tus recursos.

Me levanté, decidido a irme. No iba a quedarme a cenar con un chiflado.

—No tengo ningún medio a mi alcance para lograrlo.

—Es tu última misión —dijo entonces pausadamente, con voz profunda—. Ejecútala y te devolveré… tu libertad.

Mi libertad… Levanté la mirada hacia él. Sonreía tranquilamente, muy seguro de sí mismo.

—No puede supeditar mi libertad a una tarea irrealizable. No puedo aceptarlo.

—Pero… no estás en condiciones de elegir, mi querido Alan. ¿Debo recordarte… tu compromiso?

—¿Cómo quiere que mantenga mi compromiso si usted lo convierte en algo imposible de mantener?

Clavó entonces en mis ojos una mirada imperiosa, exigente, sin piedad.

—Te ordeno que te conviertas en presidente de Dunker Consulting.

Su voz sentenciosa resonó en el silencio de la gran habitación.

Sostuve su mirada sin flaquear.

—Te doy tres semanas —añadió.

—Es imposible.

—Es una orden. Nos encontraremos pase lo que pase el 29 de agosto. Te esperaré a las 20.00 horas… en Le Jules Verne.

Se me paró el corazón. Le Jules Verne, el restaurante de la torre Eiffel… Había pronunciado el nombre bajando la voz, con gran lentitud, sin quitarme ojo. La amenaza era clara, terrible. Sentí que me flaqueaban las piernas. Mis esperanzas pasadas eran vanas. Estaba efectivamente en manos de un tarado.

Nos quedamos inmóviles y en silencio durante largos segundos, frente a frente. Luego volví sobre mis pasos. Mientras caminaba hacia la puerta, mi mirada se cruzó con la de Catherine: parecía tan aterrada como yo.

32

Y
ves Dubreuil no existe.

—¿Perdón?

—Le habla el inspector Petitjean. Ha oído usted bien: Yves Dubreuil no existe.

—He estado con él hace tan sólo un par de horas.

—Su verdadero nombre es Igor Dubrovski.

Al oír ese nombre, sentí de inmediato un vago malestar, aunque no supe muy bien por qué.

—Es un ruso blanco —añadió—, un noble, vaya. Sus padres dejaron Rusia durante la revolución, y se llevaron consigo sus ahorros. Por lo visto, había un buen montón de pasta. Luego, el hijito cursó sus estudios en Francia y Estados Unidos y se hizo psiquiatra.

—¿Psiquiatra?

—Sí, médico psiquiatra. Pero ha ejercido muy poco.

—¿Por qué?

—Me falta información, a estas horas, un domingo, no es fácil… Parece que fue expulsado del Colegio de Médicos. Me comentan que eso es muy raro, debió de hacer algo grave.

—Algo grave…

Me quedé pensativo.

—En su lugar, desconfiaría de él.

En ese instante oí voces en segundo plano, retazos de palabras:

—¿Con quién está usted hablando, Petitjean? ¿Quién es?

Ruidos ahogados. El inspector debía de haber cubierto el auricular con la mano.

—Es la central. Dicen que ha pedido usted fichas.

—Pero ¿qué dice? No quiero líos, Petitjean, ¿entendido? Además…

Colgaron. El pitido de la línea interrumpida se repitió hasta el infinito. Me sentí solo de repente, muy solo, con una sensación angustiosa creciendo dentro de mí.

Dejé el teléfono. Mi apartamento me pareció de pronto muy silencioso, muy vacío. Me acerqué a la ventana. Las innumerables luces de París me impedían ver las estrellas.

Estaba estupefacto. El simple hecho de que Dubreuil me hubiese mentido sobre su identidad me incomodaba profundamente. El hombre a quien me había confiado no era lo que yo creía.

«Algo grave…»

¿Cuál era la magnitud del acto cometido?

El cansancio acumulado desde mi secuestro, veinticuatro horas antes, cayó sobre mí como un mazo y de repente me sentí vacío, sin fuerzas.

Apagué las luces y me acurruqué en la cama, pero el sueño no llegaba a pesar del agotamiento que sentía.

La formulación de mi compromiso hacia Dubreuil volvía una y otra vez a mi mente, ensordecedora, agobiante, mientras el miedo se apoderaba lentamente de todo mi ser.

«Con la vida…»

Aquel tipo era capaz de pasar a la acción, ahora estaba seguro de ello.

Me desperté en mitad de la noche, sudoroso. Había tenido una revelación en mitad del sueño, en el momento en que nuestro inconsciente, convertido en el único capitán a bordo, está en condiciones de encontrar un elemento extraviado en los pozos sin fondo de nuestros conocimientos, de nuestras experiencias, y de los millones de datos desde hace mucho tiempo olvidados, perdidos en el abismo de nuestra mente.

Dubrovski era el autor del artículo que versaba sobre el suicidio, el que me había revelado la existencia del paso para acceder a las viguetas de la torre Eiffel, presentada como el lugar ideal para un suicidio grandioso.

33

P
asé el día siguiente sumido en un estado extraño. Más allá del miedo sordo que me acompañaba desde entonces de manera permanente, me sentía de nuevo terriblemente solo. Solo en el mundo. Sin duda eso era lo más difícil de soportar.

En ese universo hostil, únicamente Alice recibía mi aprobación. En efecto, no era más que una compañera de trabajo, no una amiga, pero me gustaba su autenticidad, su forma de ser. Asimismo, me sentía apreciado por ella, simple y llanamente, sin segundas intenciones oportunistas, que ya era mucho.

Recibí cuatro candidatos ese día. Desconocidos, por supuesto, que me contaron su vida bajo una luz favorable. De inmediato los envidié, deseé estar en su lugar, experimentar la despreocupación de un recorrido profesional al que se aferraban para hacer carrera sin hacerse preguntas metafísicas sobre el sentido de su vida. Tenía ganas de convertirme en su amigo, olvidando que sus miradas cordiales no tenían por finalidad sino conseguir mis favores como seleccionador.

Dejé la oficina temprano. Delante de mi casa, me entretuve con Étienne. Nos sentamos ambos en los escalones gastados de la vieja escalera de piedra. No sé por qué, su presencia y su rostro sereno me tranquilizaban acerca de mi suerte. Hablamos de todo y de nada degustando las empanadas de manzana todavía calientes que había comprado en la pastelería de enfrente. Los peatones pasaban por delante de nosotros, todavía acelerados a pesar de que la jornada tocaba ya a su fin.

De nuevo en casa, empecé a registrar el apartamento de arriba abajo, peinándolo para detectar posibles micrófonos ocultos. No encontré nada.

Luego me metí en Internet. En Google, tecleé «Igor Dubrovski» y, con un nudo en el estómago, comencé la búsqueda. Setecientas tres páginas, la mayor parte en lenguas desconocidas, ruso sin duda… Recorrí la lista de resultados con la mirada en busca de información comprensible. Leí las pocas líneas de uno que estaba en francés. Una lista de nombres, cada uno seguido de un porcentaje: «Bernard Vialley 13,4% - Jéróme Cordier 8,9% - Igor Dubrovski 76,2% - Jacques Ma…»

Una ojeada a la dirección del sitio web:
www.societe.com
, una página de información financiera de empresas. Sin duda debía de tratarse de otra persona que se llamaba igual. Aun así, la abrí para mayor tranquilidad. La página web presentaba la lista de accionistas de una sociedad llamada Luxares, S.A. Ninguna relación. Vuelta a Google y a la lista de resultados… Otro en francés: «¿Mató Dubrovski a François Littrec?» Me estremecí. La información estaba editada por un sitio de prensa,
www.laga-zettedetoulouse.com
. Mi corazón latía cada vez más fuerte. Hice clic.

Mensaje de error. Sitio web no encontrado.

«Por Dios, ¿no pueden actualizar sus enlaces?…»

Vuelta a Google. Seguían otros artículos que evocaban con verosimilitud el mismo caso y que habían sido publicados en diversos sitios de prensa. «Caso Dubrovski. El acusado toma las riendas del caso.» Entré en la página. Un texto comentaba el desarrollo de un proceso judicial, pero en lugar de referir el caso, describía el comportamiento del tal Dubrovski. Éste, se decía, reprendía sin cesar a su abogado y acababa hablando en su lugar. El artículo informaba de que el jurado había sido manifiestamente importunado por sus intervenciones.

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