Nos abrimos paso a través de las piedras desperdigadas y las malas hierbas. Las zarzas arañaban ruidosamente nuestros pantalones, ralentizando nuestro avance.
Mi última hora había llegado. Era evidente que iba a liquidarme allí, en un lugar perdido en medio de ninguna parte, donde nadie podía vernos ni oírnos. No sé lo que me atemorizaba más: si la idea de la muerte segura o ese escenario digno de una película de terror.
Después de unos metros solamente, se volvió.
—Levante brazos.
—¿Cómo?
—Usted levante brazos, por favor.
Aquel cabrón iba a abatirme como a un perro, y encima tenía la cara de usar fórmulas de cortesía. Sentí cómo la sangre me golpeaba en las sienes.
Obedecí.
Él se acercó a mí y me cacheó de arriba abajo, de los hombros hasta las rodillas. Por dos veces se interrumpió y palpó en mis bolsillos, vaciándolos de su contenido. Cogió mi cartera con todos mis documentos de identidad, mi billetera, mi chequera, mis tickets de metro, y los metió en una bolsa negra cuya cremallera volvió a cerrar cuidadosamente. Ya nadie podría identificar mi cadáver y, como no tenía familia, nadie me echaría en falta. Acabaría en una fosa común.
Echó furtivamente una ojeada alrededor para asegurarse de que no había testigos y luego metió su mano en el bolsillo.
Miré por vez postrera en derredor, deseando llevarme conmigo las últimas imágenes del mundo, pero el lugar era tan lúgubre que finalmente preferí cerrar los ojos. Hice considerables esfuerzos para tratar de olvidar la cercanía de mi muerte y poner toda mi atención en el interior de mí mismo. Escuché mi aliento, sentí mi corazón, mis músculos, intenté visualizar mi cuerpo, tomar conciencia de mi conciencia. Quería «ser» por una última vez, sólo ser. Sentir de nuevo mi vida.
—Coja esto.
Entreabrí los párpados y vi que me tendía algo. No iría a pedirme que pusiese yo mismo fin a mis días, ¿no?…
—¡Tenga!
Me incliné, pues en la penumbra no alcanzaba a ver el pequeño objeto que sujetaba. Una moneda… Una moneda de un euro.
—¿Qué… qué quiere que haga con esto?
En ese instante, un ruido hizo que me sobresaltase. Con un espeluznante batir de alas, una nube de murciélagos salió de una de las aspilleras de la torre.
Vladi añadió, imperturbable:
—Tome, por favor. Usted tener derecho a esto. Es todo.
—Pero… no… no lo entiendo.
—El señor Dubreuil dice usted tener que aprender espabilarse solo. Solo. Un euro, es todo. El señor Dubreuil espera verlo mañana tarde a siete horas para cenar en su casa. Ser puntual. El señor odia retraso cena.
Terminada su misión, dio media vuelta.
Un enorme peso se liberó de mis hombros y de todo mi ser. Me sentí… vacío. Mis piernas flojearon. No daba crédito. Me habría arrojado a su cuello si hubiese tenido fuerzas.
—¡Espere!
Ni siquiera se volvió, llegó al coche y arrancó. Emprendió una media vuelta peligrosa levantando una nube de polvo que pareció inflamarse bajo la luz de los faros, y luego el largo Mercedes negro se alejó, sacudido en todos los sentidos por las rodadas del camino. Desapareció y el silencio cayó de nuevo, pesado como una capa de plomo. La oscuridad era casi total. Me volví hacia el castillo y me estremecí. Bajo la débil luz de la luna descendente, las ruinas eran todavía más terroríficas. Sólo las lejanas estrellas de la cúpula celeste aportaban destellos de consuelo. Un profundo malestar emanaba de ese lugar, y no sólo el miedo natural que uno puede legítimamente sentir en un sitio así. Imponiéndose a mí como una evidencia, tenía la sensación inexplicable de que aquellas ruinas estaban cargadas de intensas emociones, de sufrimientos pasados. Cosas horribles habían sucedido allí, y las piedras conservaban estigmas invisibles. Lo habría jurado.
Me precipité por la cuesta ansioso por abandonar lo más rápidamente posible el lugar. Varias veces estuve a punto de torcerme el tobillo en el guijarral. Llegué sin aliento cerca de las primeras viviendas, viejas casas de piedra gris con el tejado recubierto de extrañas tejas redondas. Ralenticé el paso, recuperándome poco a poco de mis emociones.
El hambre empezaba a surgir. Sobre todo debía evitar pensar en ella. No había cenado nada la noche anterior, ya que había esperado volver a casa para hacerlo. Ahora, sin embargo, lo lamentaba amargamente.
Continué mi camino y entré en un viejo pueblo todavía adormecido, encaramado a la colina. No había nada que pudiese hacer antes de la salida del sol. Me senté en un banco de piedra erosionado por el tiempo y respiré profundamente, dejando que mis manos acariciasen su superficie rugosa. Imaginé, detrás de los gruesos muros de piedra de las casas, a los lugareños soñolientos, durmiendo apaciblemente en sus camas de sábanas ásperas secadas al sol. Estaba feliz de seguir con vida, de nuevo entre los hombres.
El sol acabó saliendo y, con él, los discretos aromas de la naturaleza al amanecer. Ante mis ojos apareció lentamente un paisaje seductor, de una belleza que cortaba el aliento. El pueblo donde me encontraba estaba suspendido en la ladera de una montaña de pendientes escarpadas, recubiertas de árboles o de bancales cultivados en espaldares. Delante de mí se abría un inmenso espacio que se sumía en el valle. Justo enfrente, a unos centenares de metros a vuelo de pájaro, otra montañita se erguía compitiendo en altura con aquella en la que me encontraba. En su cima, otro pueblo de apariencia similar, compuesto de viejas casas de piedra gris. Y, por todos lados, cubriendo las laderas de los montes y el fondo de los valles, árboles, arbustos y matorrales, en su mayoría espinosos que ofrecían una paleta de verdes teñidos de azul.
El sol se levantó iluminando la belleza del lugar y despertando el aroma del pino que me cubría con su copa protectora.
Me dispuse a explorar el pueblo. Debía reunir lo antes posible la información que necesitaba para organizar mi vuelta. Pronto tuve la impresión de que no existía más que una sola calle principal que descendía por la ladera. Caí rápidamente bajo el embrujo de esa bella aldea de casas con carácter, de una calma renovadora, a años luz del tumulto parisino. La recorrí de cabo a rabo sin cruzarme con nadie. Sin embargo, algunas voces de acento áspero brotaban de aquí y de allá por alguna ventana abierta.
A la vuelta de una curva muy cerrada vi un café que parecía ocupar la última casa del pueblo, o más bien la primera para los que subían del valle. Su terraza acondicionada a lo largo de la carretera ofrecía una vista vertiginosa. Las puertas estaban abiertas de par en par. Entré.
Las conversaciones que animaban una docena escasa de personas repartidas por la sala, alrededor de mesas de formica, se detuvieron instantáneamente. El camarero, un tipo con bigote de unos cincuenta años largos, secaba los vasos detrás del mostrador. Crucé la sala en su dirección, aventurando un «buenos días» que quedó sin respuesta, pues de pronto los clientes quedaron súbitamente absortos en sus pensamientos, la mirada baja, vuelta hacia sus vasos.
Llegado a la barra, repetí mi saludo a la atención del camarero, que se contentó con levantar la cabeza.
—¿Puede darme un vaso de agua, por favor?
—¿Un qué? —dijo hablando en voz muy alta al tiempo que barría con la mirada a los presentes.
Me volví y tuve tiempo de ver sonrisas socarronas antes de que los rostros se inclinasen de nuevo.
—Un vaso de agua. No llevo dinero encima y… me muero de sed.
No respondió, pero cogió un vaso de un estante, lo llenó bajo el grifo del fregadero y lo puso sobre la barra con un gesto viril.
Bebí unos tragos. El silencio pesaba en el ambiente. Tenía que romper el hielo.
—Qué buen día hace hoy, ¿no?
No hubo respuesta. Continué:
—Espero que por lo menos no haga demasiado calor…
El camarero me miró con un aire levemente burlón mientras seguía secando los vasos.
—¿De dónde sale usted?
Milagro. Había hablado.
—Vengo… del castillo… que hay allí arriba. Acabo de bajar.
Levantó la mirada hacia los otros clientes.
—Oye, por el hecho de que no seas de por aquí, no tienes por qué hacerte el listo con nosotros, ¿vale? Todo el mundo sabe que no vive nadie allí arriba.
—No…, pero…, en fin…, me han dejado en el castillo esta noche y he vuelto a bajar esta mañana, eso es todo lo que quería decir. No me burlo de ustedes.
—Eres de París, ¿no es eso?
—Sí, se podría decir así.
—¿Eres de París o no eres de París? La pregunta es muy clara.
Tenía un acento tan cantarín que no alcanzaba a saber si su tono era natural o de enfado. Lo necesitaba. Tenía que seguir alimentando la conversación.
—Ese castillo, ¿de qué época es?
—El castillo —dijo ralentizando el secado de los vasos—, el castillo es… del marqués de Sade.
—¡¿Del marqués de Sade?!
No pude reprimir un escalofrío.
—Sí.
—Y… ¿dónde estamos exactamente?
—¿Cómo que dónde estamos?
—Sí, este pueblo, ¿en qué región de Francia se encuentra?
Con una sonrisa de diversión, barrió la sala con la mirada.
—Oye, ¡que no estás bebiendo más que agua!
—Sí, pero… es una historia complicada… Dígame sólo dónde estoy.
—Yo estoy en Lacoste, en el Lubéron. Tú seguro que estás en otro planeta, chico…
Risas ahogadas entre los presentes. El camarero se sentía orgulloso de sí mismo.
—El Lubéron… Eso está en la Provenza, ¿no?
—¡Nos salió listo el muchacho!
La Provenza… se encontraba a más de ochocientos o novecientos kilómetros de la capital.
—¿Dónde está la estación más cercana?
Dirigió una nueva mirada a los clientes del bar.
—La estación más cercana está en Bonnieux —dijo señalando el pueblo situado en la montaña de enfrente.
Estaba salvado. Una hora o dos de marcha, y ya estaba.
—¿Saben a qué hora sale el próximo tren para París?
Carcajadas en la sala. El camarero estaba disfrutando.
—¿Qué… qué hay de gracioso en ello? Ha salido ya, ¿es eso?
Miró su reloj. Nuevas risas.
—¡Pero si es muy temprano! —dije—. Debe de haber otro más tarde, a lo largo del día. ¿Cuándo ha salido el último tren?
—El último tren salió en 1938.
Estallido de risas entre los presentes. Tragué saliva. El camarero saboreaba su éxito e invitó a una ronda a todos. Las conversaciones retomaron su curso anterior a mi llegada.
—Toma, chaval, te invito a una copa —dijo poniendo un vaso de vino blanco en la barra delante de mí—. ¡A tu salud!
Brindamos. No iba a decirle que no bebía con el estómago vacío. Ya había tenido mi dosis de burla por ese día.
—La estación de Bonnieux está cerrada desde hace más de setenta años. Los trenes en dirección a París salen todos ahora de Aviñón. No encontrarás nada más cercano, chico.
—Y Aviñón…, ¿está lejos?
Bebió un trago de vino blanco y luego se secó el bigote con la manga.
—Cuarenta y tres kilómetros.
Eso era mucho…
—A lo mejor hay autobuses que van hasta allí…
—Entre semana, sí, pero no en domingo. Hoy, aparte de mí, nadie trabaja aquí —dijo llevándose su vaso a la boca.
Realmente tenía un acento raro, pues pronunciaba todas las es, incluso allí donde no las había
[1]
—Y… ¿no conocerá usted a alguien que pudiese dejarme allí?
—¿Hoy? Con este calor, la gente no sale de su casa, ¿sabes? Salvo para ir a la iglesia. ¿No puedes esperar a mañana?
—No, tengo que regresar forzosamente a París esta misma noche.
—¡Ah! Los parisinos, siempre con prisas, ¡incluso en domingo!
Acabé por despedirme saludando a los presentes, quienes, esta vez, me devolvieron el saludo.
La estrecha carretera descendía por la ladera entre los olorosos espinos. ¡Estaba en la Provenza! La Provenza… Hacía tanto tiempo que oía hablar de ella… Era incluso más hermosa que en mis sueños. Había imaginado una tierra árida, bella pero seca y, en cambio, el paisaje era todo verde hasta donde alcanzaba la vista, una vegetación de una riqueza inaudita. Robles, pinos con el tronco rojizo bajo el sol, cedros, hayas, cipreses que elevaban su color azulado hasta el cielo y, en el suelo, cardos, retamas, grandes matas de romero, arbustos de hojas lustrosas que exhibían sin contención su belleza chillona y mil variedades de plantas más que descubría maravillado.
El sol, aunque todavía bajo, comenzaba a pegar fuerte, y el calor avivaba los aromas de la naturaleza, difundiendo mil olores exquisitos que me acompañaban en ese paraíso de los sentidos.
Al pie de la montaña, la carretera serpenteaba en el valle entre los vergeles y los bosquecillos. Llevaba caminando más de una hora y aún no había visto un solo coche. Notaba un enorme agujero en el estómago, así como un ligero dolor de cabeza. Comenzaba a hacer realmente mucho calor. No iba a poder seguir andando mucho más…
Veinte minutos después oí el zumbido de un motor y una furgoneta gris apareció en la curva detrás de mí a una velocidad moderada. Databa de hacía veinte o treinta años por lo menos: una furgoneta Citroën 2 cv que había visto en libros de fotos sobre Francia cuando era un chaval. Me puse en medio de la carretera, los brazos en cruz. El vehículo pegó un frenazo con un chirrido de neumáticos, el motor se ahogó y finalmente se caló. El silencio volvió instantáneamente. El conductor salió del coche, un hombrecito tripudo de cabello gris y cara roja, claramente enfadado conmigo, y tal vez también ofendido por qué el Citroën se le hubiera calado.
—Pero ¿cómo ha hecho usted algo así? ¿Se puede saber qué le pasa? No llevo frenos de Ferrari, ¡he estado a punto de arrollarlo! Y ¿quién habría pagado luego la reparación de mi coche, eh? Hace una eternidad que ya no se encuentran piezas de recambio.
—Lo siento. Escuche, tengo un problema: debo estar lo antes posible en Aviñón. Hace dos horas que camino bajo el sol. No he comido nada desde ayer por la tarde y ya no puedo más… ¿Va usted en esa dirección, por casualidad?
—¿Aviñón? No, no voy a Aviñón. ¿Qué iba a hacer yo allí?
—Sí, pero tal vez, si pudiera llevarme a donde sea que usted vaya, me acercaría un poco.
—Bueno…, yo voy a Poulivets… Queda en esa dirección, pero debo parar antes por el camino para hacer unos recados.
—¡Ningún problema! Lo importante es que me acerque. Luego ya encontraré otro coche.