No me iré sin decirte adónde voy (24 page)

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Authors: Laurent Gounelle

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BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—Si existe ese riesgo, entonces, ¿por qué meterse en Bolsa?

—Para expandirse rápidamente. Como usted sabe, cuando una empresa entra en el mercado bursátil, recoge el dinero de todos aquellos que desean convertirse en accionistas, y con ese dinero se financian los proyectos.

—Sí, pero si luego eso impide tomar decisiones que permitan esa expansión porque es necesario mantener la progresión al alza, se obtiene lo contrario de lo que se desea…

—Ésas son precisamente las presiones que hay que gestionar.

—Pero entonces dejamos de ser libres. Fausteri dijo que no podríamos abrir la oficina de Bruselas este año porque los beneficios del año pasado habían sido repartidos en dividendos entre los accionistas, y no se quería amputar los resultados del año próximo.

—Sí, pero eso es otra cosa. No tiene relación con la cotización de las acciones. Es sólo una exigencia de nuestros accionistas.

—¿Por qué? Si este año hacemos el gasto necesario para expandirnos, podemos prescindir de obtener beneficios y así los tendremos el año próximo, ¿no?

—Tenemos dos importantes grupos de accionistas que exigen que obtengamos un 12 por ciento de beneficios anual y que les reservemos lo esencial en forma de dividendos. Es lógico: los dividendos son la remuneración de los accionistas. Ése es el interés de su inversión en la empresa.

—Pero si esa exigencia entorpece el crecimiento de su empresa, bien pueden esperar un año o dos, ¿no?

—No, nuestras dificultades no les importan. Han invertido en nuestra sociedad, pero no desde el punto de vista del largo plazo. Quieren una recuperación rápida de su inversión, y están en su derecho.

—Pero si, una vez más, eso nos obliga a tomar decisiones nefastas para nosotros…

—Funciona así. No tenemos elección: los verdaderos jefes de la empresa son los accionistas.

—Si su objetivo es únicamente financiero y a corto plazo, y sin duda con la intención de vender sus acciones en breve, entonces les importa muy poco el futuro de la empresa…

—Forma parte del juego.

—¿Del juego? Pero esto no es un juego, ¡es la realidad! ¡Es gente real la que trabaja aquí! Su vida y la de su familia dependen en parte de la buena marcha de la sociedad. ¿Llama usted juego a eso?

—¡Qué quiere que le diga!

—Por tanto, no sólo somos esclavos de la cotización de las acciones, sino que además estamos sometidos a exigencias absurdas de accionistas que no seguirán siéndolo en un futuro… ¿No tiene usted la impresión de que eso no tiene pies ni cabeza? Decididamente, no veo el interés de haber salido a Bolsa. La empresa podría haberse expandido de todos modos con tan sólo volver a invertir cada año los beneficios del año anterior.

—Sí, pero no tan rápidamente.

«Rápidamente, rápidamente…»

Estaba estupefacto, nunca había entendido esa obsesión por la velocidad. ¿Por qué ir siempre tan deprisa? ¿A qué lleva eso, además? La gente apresurada ya está muerta…

—Visto en perspectiva, ¿de qué sirve expandirse rápidamente?

—Hay que situarse deprisa en posición dominante antes de que los competidores se instalen de forma duradera.

—Porque si no…

—Si no, sería más duro tomar sus partes del mercado, hacer progresar nuestro volumen de negocio.

—Pero si con una expansión lenta mejoramos la calidad de nuestra oferta, de nuestros servicios, encontraremos muchos clientes nuevos, ¿no?

Silencio. ¿Se había hecho ya Dunker al menos la pregunta?

—Eso sería más lento.

—Y… ¿qué problema habría? No veo qué nos impide tomarnos nuestro tiempo y hacer un buen trabajo…

Alzó la mirada al cielo.

—A propósito del tiempo, me está haciendo perder usted el mío en este momento… Tengo otras cosas que hacer aparte de filosofar…

Se dispuso a ajustar las pilas de informes de su escritorio sin dirigirme ya siquiera la mirada.

—Tengo la sensación —dije buscando las palabras— de que siempre es útil… adquirir perspectiva y preguntarnos sobre… el sentido de nuestras acciones…

—¿El sentido?

—Sí, la razón por la que actuamos, lo que eso nos aporta.

La mosca zumbaba bajo su campana de cristal.

—No hay que buscar sentido a las cosas que no lo tienen. ¿Cree usted que la vida tiene un sentido? Son los más fuertes y los más listos los que salen adelante, eso es todo. El poder y el dinero es para ellos. Y, cuando se posee el poder y el dinero, se puede tener todo lo que se quiera en esta vida. No es mucho más complicado, Greenmor. El resto son masturbaciones mentales.

Lo miré, pensativo. ¿Cómo podía creer ni por un solo segundo que bastaba con ser rico y poderoso para tener una vida satisfactoria? ¿Quién puede mentirse a sí mismo hasta el punto de creerse feliz porque conduce un Porsche?

—Pobre Alan —añadió—, ¡sin duda nunca sabrá usted hasta qué punto es bueno tener poder!

En efecto me sentía como un extraterrestre ante esa clase de consideraciones. Casi sentía curiosidad. Además, ¿no me había invitado Dubreuil a deslizarme bajo la piel de gente diferente e intentar comprender las cosas desde su punto de vista?

—Cuando usted hace todo eso…, ¿se siente usted poderoso?

—Sí.

—Y… si no lo hiciese… se sentiría por tanto…

Dunker enrojeció. De pronto sentí ganas de romper a reír, aun cuando no lo había hecho a propósito. Por mi mente pasaba ahora la película de un hombre de negocios que se afanaba profesionalmente para compensar sus deficiencias sexuales.

—En cualquier caso —añadió—, mi respuesta con respecto a la asistente es no. ¿Tenía otras solicitudes?

Le presenté mis otras ideas pero ninguna obtuvo su ascenso, lo que no me sorprendió en absoluto, ahora que comprendía el funcionamiento y las reglas del «juego».

Sin embargo, tenía un último requerimiento.

—Me he dado cuenta de que últimamente nuestra empresa publica un gran número de anuncios en la prensa.

—Así es —dijo, visiblemente orgulloso.

—Pero a mí no me asignan más selecciones que antes… ¿Cómo es eso?

—No se preocupe, es normal.

—¿Cómo normal?

—Confíe en mí, le garantizo que no está usted en desventaja en relación con sus colegas. Las tareas se reparten equitativamente. Bueno, Alan, ahora debo dejarlo, tengo trabajo…

Hizo un gesto expeditivo con la mano y cogió una carpeta que había sobre el escritorio. No me moví.

—Pero, entonces, ¿cómo es que no se me asignan más tareas? No es lógico.

—Ay…, Alan, usted siempre quiere entenderlo todo… Debe comprender que en una empresa de la talla de la nuestra hay decisiones que no se pregonan a los cuatro vientos. En este caso, el hecho de que publiquemos anuncios no significa que haya verdaderamente ofertas detrás.

—¿Quiere decir que publicamos… anuncios falsos? ¿Falsas ofertas de empleo?

—Falsas, falsas…, ¡ésa es una palabra muy gruesa!

—Pero ¿por qué?

—Definitivamente carece usted por completo de visión estratégica, Greenmor. Desde hace una hora intento explicarte por qué es vital para nosotros que la cotización de nuestras acciones suba cada día. ¡Debería saber que el mercado no reacciona sólo ante los resultados objetivos! Hay también una parte de psicología detrás, y ver ofertas de empleo de Dunker Consulting en los periódicos es bueno para la moral de los inversores.

No me lo podía creer.

—¡Pero eso es deshonesto!

—Hay que sacar al rebaño adelante.

—¿Publica falsas ofertas sólo para cuidar su imagen y hacer subir la cotización de las acciones? Pero… ¿y los candidatos?

—¡Eso no cambia nada para ellos!

—Pero se toman su tiempo para enviar el curriculum, redactar las cartas de presentación…

Suspiró a modo de respuesta.

—Por no mencionar —añadí— que, tras cada entrevista de trabajo a la que se presentan sin obtener resultados, ¡más decae su moral y su confianza en sí mismos!

Alzó la mirada al cielo.

—Alan, ¿todavía sueña usted que trabaja para una asociación benéfica?

Me quedé un momento desconcertado, asombrado por todo lo que acababa de oír. Me resultaba imposible comprender que uno pudiese tener tan poco interés por la suerte de los demás, aunque fuesen unos desconocidos.

Acabé levantándome y volviendo sobre mis pasos. De todas formas, no iba a sacar nada, era inútil quedarme. Sus decisiones obedecían a una lógica sesgada que no dejaba lugar a ideas nacidas de una voluntad sincera por mejorar las cosas.

Di un par de pasos y luego me detuve. Me parecía tan inconcebible que uno pudiese estar satisfecho con una visión de la vida tan carente de sentido como la que mi jefe acababa de describirme que quería conservar el corazón puro.

Adoptó un aire de contrariedad pero no alzó la mirada del informe en el que había vuelto a sumirse ya.

—Señor, ¿todo eso… lo hace ser realmente… un hombre feliz?

Su cara era todo un poema pero permaneció inmóvil, sin responder, con la mirada fija en su documento. Había pasado el tiempo que me había concedido. Además, tal vez ésa fuera la primera vez en su vida que le hacían esa pregunta. Lo miré con curiosidad y quizá también cierta piedad y luego retomé el camino de salida, cruzando silenciosamente la vasta habitación, la gruesa moqueta absorbiendo el ruido de mis pasos. Al llegar a la puerta me volví para cerrarla detrás de mí. Dunker clavaba los ojos en su informe y sin duda ya me había olvidado, pero su mirada me parecía como paralizada; lucía la misma extraña expresión, tal vez perdido en sus pensamientos. Luego, lentamente, su mano se acercó al vaso y lo levantó.

La mosca echó a volar al instante y huyó por la ventana.

23

E
sa misma noche cogí el autobús para volver al palacete. Me asaltaban sentimientos contradictorios: el deseo de descubrir por fin el contenido de la libreta de Dubreuil, de la que estaba convencido que me diría mucho sobre sus motivaciones, y, por otra parte, el miedo: miedo de penetrar en mitad de la noche en un lugar ya impresionante a plena luz, miedo de ser pillado en flagrante delito…

El bus estaba lejos de ir vacío, a pesar de lo tardío de la hora. Una anciana estaba sentada a mi derecha, mientras que tenía a un tipo con bigote en el asiento de enfrente. Yo había dejado a mis pies una bolsa de plástico que contenía una enorme pierna de cordero comprada en la carnicería de la esquina. Después de unos diez minutos, el aire caliente del interior del bus se impregnó del tufo de la carne cruda. El olor, ligero al principio, no tardó en acentuarse para volverse francamente desagradable. La viejecita empezó a lanzarme miradas de reojo y finalmente acabó por volverse ostensiblemente del otro lado. El tipo de bigote no dejaba de observarme fijamente, hastiado. Decidí levantarme para cambiar de sitio, pero luego cambié de opinión: esa pierna de cordero era mi
Closer
del día… No debía ceder ante la mirada de los demás. Al fin y al cabo, la vida es fabulosa: nos proporciona a cada instante ocasiones para madurar.

Me quedé por tanto en mi sitio, esforzándome en relajarme y ahuyentar el sentimiento de vergüenza que se había insinuado en mí.

Después de todo, no está prohibido viajar en autobús con una pierna de cordero.

Estaba muy orgulloso de mi decisión, y me recordé al mismo tiempo mi deber de anotar cada día tres cosas de las que pudiese jactarme. Veamos…, ¿qué podía añadir ese día? Mi entrevista con Dunker, ¡por supuesto! No había logrado nada, pero por lo menos había tenido el valor de hacerle frente y había conseguido no justificarme frente a sus ataques. Tenía la sensación de que la táctica de las preguntas, sugerida por Dubreuil, lo había alterado un poco. Debía sentirme orgulloso.

El del bigote observaba ahora mi bolsa de plástico con suspicacia, sin duda intentando adivinar su contenido. Tal vez pensara que acarreaba pedazos de un cadáver por todo París…

Me bajé en la parada anterior a la del palacete, a fin de recorrer el último centenar de metros a pie. El bus volvió a partir de inmediato, el ruido de su motor alejándose con él, y el barrio recobró la tranquilidad. El aire era suave, delicadamente impregnado del ligero aroma de los árboles de la avenida, como si hubiesen esperado a que la noche cayera para liberar sus sutiles efluvios. Caminaba concentrándome en la misión que debía cumplir, repasando su desarrollo, minuto a minuto.

Las 21.38 horas. Mi primera acción daría comienzo dentro de veintidós minutos. Me había vestido con ropa deportiva de color oscuro para pasar desapercibido en la penumbra.

A medida que me acercaba, la aprensión aumentaba en mi interior, abriendo una pequeña brecha de duda. ¿Tenía motivos para querer leer esa libreta costara lo que costase? ¿No era un disparate intentar semejante expedición? El miedo me rondaba la cabeza, pero me sentía dominado por otro miedo más preocupante todavía: Dubreuil me ocultaba algo, estaba convencido de ello. De lo contrario, ¿por qué no era del todo claro, él, que de ordinario era tan cristalino? ¿Por qué no respondía a mis preguntas? Tenía que saberlo. Necesitaba saberlo para mi tranquilidad. Y también por mi seguridad…

Llegué al lugar a las 21.47, trece minutos antes del momento clave. Tomé asiento en el banco del otro lado de la avenida con mi bolsa de plástico a mi lado. El barrio estaba desierto. En pleno verano, la mayor parte de sus habitantes estaban sin duda muy lejos, en su lugar de vacaciones. Me esforcé por respirar profundamente para relajarme.

La fachada del palacete se veía particularmente oscura. La luz macilenta que irradiaba la farola más próxima le confería un aspecto lúgubre, como de castillo encantado. Sólo las ventanas del gran salón, que daban a ese lado del edificio, estaban iluminadas.

A las 21.52 me levanté. Con un nudo en el estómago, empecé a cruzar la avenida en diagonal, tomándome mi tiempo. Debía quedarme en las proximidades de la puerta sin parecer no obstante al acecho en caso de que un vecino me viera.

21.58 horas. Ya no faltaba nada. Después de haber recorrido a lo largo toda la verja del jardín, me detuve, fingí que me ataba los cordones y luego di media vuelta. Las 22 horas. Nada. Comenzaba a contar los segundos cuando sonó el cierre electrónico de la puerta. Mi corazón comenzó a latir más deprisa mientras aceleraba el paso, lanzando ojeadas a mi alrededor para asegurarme de que estaba solo. Menos de diez segundos después me hallaba frente a la puerta negra. Saqué rápidamente de mi bolsillo la pequeña pieza metálica que había encontrado la antevíspera en la sección de bricolaje de unos grandes almacenes y agucé el oído. Nadie. Empujé la puerta y se entreabrió. Acuclillándome, dejé el objeto en el suelo, pegado a la chambrana; me costó un poco mantenerlo en equilibrio contra la piedra. Solté la puerta y, con el corazón en un puño, la observé mientras se cerraba de nuevo lentamente. Golpeó la pieza rectangular; los metales entrechocaron con un sonido característico que me pareció poco alejado del ruido habitual de la cerradura. La empujé de nuevo y, para mi gran alivio, se abrió. El grosor de la pieza era suficiente para impedir que el pestillo se activase al contacto con el cerradero. Solté la puerta y me alejé unos pasos. Luego, tras haber comprobado que el lugar estaba todavía desierto, crucé de nuevo la avenida. Aún no había alcanzado mi banco cuando oí las voces procedentes de la escalinata. Los criados dejaban la casa. Salieron a la calle y no parecieron notar nada. Perfecto. Se separaron con bastante rapidez, y uno de ellos se dirigió como siempre hacia la parada del autobús. Las 22.06. Por el momento, todo marchaba sobre ruedas. El bus debía llegar dentro de cuatro minutos.

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