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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (10 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Llegábamos a la plaza de la Concordia.

—No vamos a coger los Campos Elíseos. Hay demasiado tráfico. Iremos por los muelles hasta el Alma y volveremos a subir por la avenida de George V.

—Pues… prefiero que cojamos de todos modos los Campos Elíseos.

No dijo nada, suspiró y retomó el hilo de la conversación.

—Me encantan los tatuajes. No hay dos iguales. Hacen falta agallas para hacerse uno porque no se van. Estás obligado a llevarlos de por vida. Se requiere valor, vaya. En las mujeres también, me encantan. No hay nada que me ponga más que un tatuaje que uno no espera en un sitio escondido, no sé si sabe lo que quiero decir.

Veía su mirada súbitamente lúbrica en el retrovisor. «Cálmate, chico. Cálmate.» Reuní todo mi valor y repliqué:

—A mí no me gustan mucho los tatuajes…

—A los jóvenes de hoy en día ya no les gustan porque quieren ser todos iguales. ¡No saben divertirse! ¡Bah! Son todos unos listos.

—No… Quizá es que no necesitan eso para destacar…

—¡Destacar, destacar…! Nosotros pasábamos de eso, sólo queríamos pasárnoslo bomba. Cogíamos las motos o los coches de nuestros viejos y corríamos a toda leche… ¡No había ni un atasco en aquellos tiempos!

El hombre no sabía hablar de otra forma que no fuera berreando. Era insoportable, e inquietante también. Y ese olor… «Venga, un esfuerzo más…»

—Sí, pero los jóvenes de hoy saben que ya no se puede contaminar el planeta sólo para divertirse.

—¡Ah! ¡Ya salió el tema! ¡Otra vez las gilipolleces de la ecología! El calentamiento global es una sandez. Son ideas de tipos que quieren vendernos lo inteligentes que son, ¡cuando no lo son en absoluto!

—¡Qué sabrá usted!

Eso me había salido sin reflexionar, por una vez. Pisó bruscamente el pedal y el coche dio un frenazo. Me abalancé contra el respaldo del asiento delantero y luego reboté hacia atrás.

—¡Largo! —estalló—. ¿Me oye? ¡Que se largue! ¡Estoy harto de oír sermones de gilipollas como usted! ¡Aire!

Me eché tan hacia atrás que mi cuerpo se hundió en la vieja gomaespuma de relleno del asiento. Pasaron dos segundos, dos segundos de silencio, luego abrí la puerta y me precipité afuera. Me alejé como una flecha del vehículo antes de que se le ocurriese ir tras de mí. Era el típico que lleva una porra escondida bajo el asiento.

Me colé entre los coches hasta la ancha acera de los Campos Elíseos, luego subí en dirección al Arco de Triunfo corriendo bajo una llovizna muy fina que me refrescaba el rostro. Una vez pasado el miedo no sentía ya nada, pero continué corriendo, cruzándome con los rostros de los turistas y demás transeúntes que bajaban por la avenida. Corría porque nada me retenía, me había deshecho de una pequeña parte de mi lastre, soltado amarras inútiles. Por primera vez me había atrevido a decirle todo lo que pensaba a un desconocido, deliberadamente, y empecé a sentirme ligero y, sobre todo, libre, la fina llovizna azotándome el rostro delicadamente como para despertarme a la vida.

8

E
l portero de librea le dio un empujón a la puerta giratoria a fin de que no tuviese sino que deslizarme dentro, y de pronto me encontré en el majestuoso vestíbulo del George V, uno de los más bellos palacios de la capital.

El mármol rojo Alicante se extendía por toda la superficie del suelo y subía por las imponentes columnas que se elevaban hasta el techo alto, muy alto.

El mostrador de recepción estaba revestido en madera de tonos cálidos. La atmósfera, una mezcla de gran lujo y eficacia silenciosa. Los botones se afanaban trasladando carros dorados llenos de baúles y de maletas, en su mayor parte de cuero y sellados con una marca prestigiosa. Los recepcionistas, sonrientes y rápidos, entregaban unas veces llaves, otras planos de París, e informaban a personas probablemente exigentes. Un cliente con pantalones cortos y zapatillas Nike, una visión tan inesperada como la de un rapero recorriendo las filas de una orquesta sinfónica, atravesó el vestíbulo con la relajación de un asiduo a esa clase de sitios. Sin duda se trataba de uno de mis compatriotas.

Me dirigí al conserje.

—Buenos días, buscaba el bar, por favor.

Temí que me preguntara si me alojaba allí. Debía de tener un aspecto terrible con el pelo empapado y el agua chorreando por mi cara. Afortunadamente, la visión de un turista en pantalón corto me había tranquilizado un poco.

—Sí, señor. Vaya a la derecha después de los tres escalones y verá el bar algo más allá —me respondió en un tono amable aunque algo grandilocuente.

Subí los escalones y me encontré en efecto en una especie de vasta galería acristalada que bordeaba un patio interior elegantemente adornado. Naranjos y bojs en magníficas macetas esculpidas. Unas mesas de madera exótica y unos cómodos sillones invitaban al descanso. En la galería misma, suntuosas alfombras cubrían el mármol aquí y allá. Magníficas arañas pendían del techo ricamente decorado. En las paredes de piedra labrada se abrían nichos que albergaban estatuas con majestuosos pedestales. Alrededor de una sucesión de mesas bajas había mullidas poltronas recubiertas por suaves telas que hacían que a uno le entraran ganas de acurrucarse en ellas, ganas que en seguida se veían reprimidas por tener que acomodarse a la contención exigida por un decorado tan imponente.

El bar se abría a la galería y parecía casi pequeño en comparación. Con las paredes y el suelo recubiertos de terciopelo rojo oscuro, ofrecía un ambiente mucho más íntimo. Había poca gente a esa hora. Un hombre y una mujer de cierta edad estaban sentados frente a frente en sillones bridge bastante bajos y, algo más lejos, dos hombres se dejaban llevar por una animada charla, sin duda una conversación de negocios. No había ni rastro de Dubreuil. Me dirigí hacia una mesa situada al fondo desde donde podría verlo llegar. Al pasar cerca de la pareja, percibí el perfume embriagador de la mujer.

Habían dejado prensa sobre mi mesa. Publicaciones serias como el
Herald Tribune
, el
New York Times
o
Le Monde
, y otras que claramente no lo eran tanto. Me adueñé de un
Closer
, una revista de cotilleos cuyo estado indicaba que ya había tenido cierto éxito entre los que me habían precedido. Después de todo, estaba en el sitio ideal para interesarme por la vida de las estrellas.

Dubreuil no tardó en acudir a la cita y yo me apresuré a desembarazarme de la cargante revista. Atravesó el bar para unirse a mí, y percibí que las cuatro personas presentes volvieron la cabeza para mirarlo al pasar. Era de esos hombres que despiden una especie de magnetismo que llama la atención.

—¿Y bien? ¡Cuéntame tus hazañas!

Me di cuenta de que nunca me decía «hola». Cada vez que lo veía parecía retomar una conversación interrumpida pocos minutos antes para ir al servicio.

Pidió un bourbon y yo me conformé con un agua mineral.

Le describí la escena del taxi con detalle y él pareció divertirse mucho con el comportamiento del conductor.

—¡Con menudo elemento te has topado! Si hubiese querido orquestar yo mismo un encuentro parecido, ¡jamás lo habría logrado!

Le hablé de la dificultad que había tenido para expresar opiniones contrarias a las suyas, y del sentimiento de libertad obtenido a pesar del roce.

—Estoy muy contento de que hayas experimentado eso. ¿Sabes?, me has hablado mucho de tu vida profesional, del sentimiento de encierro que tienes en el despacho, de la impresión de ser constantemente juzgado, vigilado.

—Sí. En esa empresa me impiden ser yo mismo. Me dejan muy poca libertad. Me siento prisionero. Tengo la impresión de que se van a comentar todos mis actos y mis gestos. Cuando me he ido esta tarde, he tenido que aguantar un comentario desagradable de mi director de sección. Es verdad que era algo pronto, pero acabo muy tarde todos los días. ¡Ha sido especialmente injusto que me hiciera ese reproche el único día en que he salido antes! No me dejan en paz. Me agobian.

Me observó con una mirada penetrante mientras saboreaba un trago de su bourbon. Olí su aroma.

—¿Ves?, cuando te oigo decir «Me impiden ser yo mismo», me dan ganas de responderte que, por el contrario, te
permiten
ser tú mismo, incluso te empujan a serlo cada vez más. Es eso lo que verdaderamente te agobia…

Me quedé perplejo.

—No lo sigo en absoluto.

Se recostó en su sillón.

—Me has hablado de algunos de tus colegas. Me acuerdo de uno sobre todo, bastante arrogante…

—Thomas.

—Sí, eso es. Bastante vacilón, por lo que me has contado.

—Es un eufemismo…

—Imagina que esta tarde Thomas hubiese estado en tu lugar, que hubiese dejado su despacho a las cuatro o a las cinco y se hubiera cruzado con su jefe en el pasillo.

—No es nuestro jefe directo, sino Larcher, el director de sección.

—Muy bien, visualiza la escena: Thomas se va excepcionalmente pronto y se encuentra con su director de sección en el pasillo.

—Vale…

—Tú eres un ratoncito y observas a ambos en el momento en que se cruzan…

—De acuerdo…

—¿Qué se dicen?

—Humm…, no lo sé…, pues… Vaya, es curioso, imagino a Larcher dirigiéndole una sonrisa… amistosa, casi una sonrisa de complacencia.

—Interesante… ¿Crees que es así como habría reaccionado vuestro director de sección si se hubiera cruzado con Thomas en vez de contigo esta tarde?

—Bueno…, sí, es probable. Me lo imagino así, en todo caso. Lo que sería por otra parte muy injusto. Pero creo en efecto que hay un cierto favoritismo, que las reglas no son las mismas para todo el mundo…

—Vale, ¿cómo se llama tu otro colega, el que da la impresión de tomarle el pelo a todo el mundo?

—¿Mickaél?

—Sí, eso es. Ahora visualiza la misma escena, esta vez entre Larcher y Mickaél. Es Mickaél quien deja su puesto a las cinco de la tarde. ¿Qué sucede?

—Veamos… Me imagino… Bueno, ¡creo que Larcher le hace el mismo comentario que a mí!

—¿Sí?

—También le dice: «¿Se toma usted la tarde libre?», y quizá en un tono aún más sarcástico. ¡Sí, eso es! Le vacila con eso.

—¿Y cómo reacciona Mickaél?

—Pues…, no sé… De hecho, creo que Mickaél tiene bastante morro como para lanzarle una réplica bien llevada, del tipo «¿Lo sabe usted por experiencia?» o algo así.

—De acuerdo. ¿Y cómo se lo toma Larcher?

—Ambos se ríen y prosiguen su camino.

—Interesante —dijo Dubreuil terminándose su copa—. ¿Y qué opinarías tú?

—No lo sé —respondí pensativo—. Si efectivamente ocurriese así, sería la señal de un cierto favoritismo.

—No, Alan. No es eso.

Hizo una seña al camarero, que acudió a nuestro lado como un rayo.

—Otro bourbon —pidió.

Di un trago a mi Perrier. Dubreuil se inclinó entonces hacia mí sumiendo su mirada azul en mis ojos. Me sentí desnudo.

—No es eso, Alan —repitió—. Es mucho más… retorcido que todo eso. Thomas está pagado de sí mismo, y su actitud induce a Larcher… un cierto respeto. Mickaél hace rabiar a todo el mundo, y Larcher sabe que es un listillo que se cree más que los demás. Así pues, Larcher lo hace rabiar para hacerle saber que es aún más listo que él. Tú…

Hizo una pausa.

—Yo no respeto las reglas como los demás, soy natural, por lo que se aprovecha de ello.

—No, es más retorcido aún que todo eso. A ti, Alan, lo que te caracteriza es precisamente… que no eres libre. No eres libre, por lo que te encierras todavía un poco más en la prisión en la que te encuentras…

Un silencio, denso, mientras digería el golpe recibido. Luego monté en cólera, sentí crecer la ira en mi interior. «Pero ¿qué me está contando?»

—¡Pero si es justo lo contrario! ¡Todo lo contrario! ¡No soporto que atenten contra mi libertad!

—Mira lo que ha pasado con el taxista. Has tenido que obligarte a expresar opiniones contrarias a las suyas, has dicho. Las personas como él son, sin embargo, desconocidos que no volverás a ver nunca. Tu vida, tu porvenir no dependen de ellos, ¿de acuerdo? Y, sin embargo, sientes la necesidad de conformarte con lo que sea que ellos aprecien. Temes decepcionar y ser rechazado. Es por eso por lo que no te permites expresar realmente lo que sientes, no te comportas según tus deseos. Haces esfuerzos para adaptarte a las expectativas de los demás. Y es tu propia iniciativa, Alan. Nadie te lo pide.

—¡Pero eso me parece completamente normal! Además, si cada uno hiciese esfuerzos por los demás, la vida de todos mejoraría.

—Sí, salvo que, en tu caso, no es una elección. No te dices a ti mismo en un tono neutro: «Hoy voy a hacer lo que se espera de mí.» No, inconscientemente te obligas a hacerlo. Crees que, de lo contrario, no vas a gustar, ya no te querrán. Por lo que, sin ni siquiera darte cuenta, te impones muchas obligaciones. Tu vida se vuelve molesta y, de pronto, no te sientes libre y… odias a los demás.

Estaba estupefacto. Un verdadero mazazo en la cabeza. Esperaba de todo salvo eso. Las ideas, las emociones, todo se agolpaba en mi cabeza y me hacía perder pie. Sentía vértigo. Habría querido rechazar violentamente el análisis de Dubreuil, pero una parte de mí sentía confusamente que había… una parte de verdad en él. Una verdad perturbadora. A mí, que hasta entonces había pasado mi vida sintiendo con desagrado el más mínimo atentado contra mi libertad, sufriendo la influencia de los demás, se me afirmaba ahora que era el artífice de mi propio sufrimiento.

—Mira, Alan, cuando uno se obliga a no decepcionar a los demás por responder en cierta manera a sus expectativas, o incluso por respetar sus usos…, bien, figúrate que eso empuja a determinadas personas a volverse más exigentes con nosotros, como si sintieran que es nuestro deber someternos a sus deseos. Eso les parece en efecto completamente natural. Si te sientes culpable con la idea de dejar el despacho pronto, entonces tu jefe te hará sentirte todavía más culpable. Y no tiene por qué ser necesariamente perverso por ello. Es sin duda algo inconsciente: siente que no es aceptable para ti irte pronto, luego piensa que efectivamente no lo es. Eres tú quien induce su reacción, ¿comprendes?

No dije nada. Me quedé en silencio, absorto en el sutil movimiento de su mano, que desde hacía un momento describía pequeños círculos en el aire con su vaso, los cubitos girando en el bourbon y golpeando en las paredes de su prisión de cristal.

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